domingo, 4 de noviembre de 2007

Escribir

No puedo recordar cuándo ocurrió (pero sí afirmo que fue muy temprano en mi infancia) que empecé a buscar un espacio donde pudieran cristalizarse ciertas funciones de mi mente que yo nunca alcancé a comprender del todo. Hubo quienes en mi familia hablaban de “precogniciones”. Tío Nenín aseguraba en voz muy baja que yo tenía poderes, pero nunca aclaró cuáles.
En aquella primera época de la vida, en la que yo estaba demasiado ocupado en aprender todo lo que podía, terminé por ese esfuerzo olvidando casi todo lo que sabía. Porque yo era capaz de anticipar la llegada de mi padre a casa, saber qué ropa traía puesta, y hasta podía recitar las conversaciones que se llevaban a cabo lejos de mí. (Quizás por esto último el tío Nenín hablaba de “poderes”)
Si yo debiera definir aquellas funciones de mi mente, diría que eran corazonadas. Con un poco más de ego, hoy podría declarar que en mi infancia yo tenía el don de la premonición.
Pero todo esto me confundía un poco: Yo quería alejarme de esas corazonadas eran las que aclaraban y definían mi papel en el mundo; ellas me situaban entre la promesa recibida por cada uno de los individuos de la humanidad –la de poseer un espíritu elegido entre todos los otros espíritus- y mi destino casi anónimo: La equidistancia entre lo sublime y lo corruptible.
Así fue como en mi primera infancia y casi sin darme cuenta empecé a tomar nota y a describir con minuciosidad aquellos estados de conciencia. Cuando yo estaba abocado a esa tarea, mi actitud reconcentrada era una invitación a que las especulaciones familiares crecieran y se tornaran en verdadera preocupación. Debió ser por eso que conforme fui creciendo, empecé a creer que aquellas manifestaciones no traerían consigo nada bueno: Tía Carla insistía en llevarle mi caso al cura del barrio, que no había podido convencerme de la existencia de Dios. (Aunque entonces yo ignoraba qué era la objeción de conciencia, me declaré objetor ante mi familia y preferí esperar un tiempo para comulgar según el rito cristiano.)
Increíblemente, aquella manera mía de elaborar esas extrañas experiencias, fue el camino más seguro para exorcizarlas. Escribía con todo detalle cada una de ellas: Algunas, triviales y sencillas. (Recuerdo muy bien una fiesta en la que se celebraba el cumpleaños de mi hermano Ángel. Mi prima Ada, de visita en mi casa, estaba muy contrariada por haber perdido una hebilla para el cabello. Ella estuvo enfadada toda la noche. Sobre el final de la fiesta, yo simplemente supe dónde estaba la hebilla. Se lo dije justo antes de que Ángel apagara las velas. No había modo en el que yo supiera el lugar exacto donde había estado la hebilla, pero la vi claramente debajo del lavabo del baño, en la casa de Ada. Tía Carla todavía siente escalofríos cuando rememora la historia: “De chico tenía algo”, aún anda diciendo sobre mí.)
He deseado que otras historias más densas y oscuras se hubieran borrado para mí por completo, pues conocí hechos de los que nunca debería haber sabido.
Como un moroso atardecer en el bosque, poco a poco aquel “don” fue cerrando el párpado del extraordinario mecanismo que me hacía ver lo que estaba oculto para los demás, a la vez que crecía en mi interior una decorosa habilidad para expresarme por escrito. Supe, por el placer que me producía la escritura y sin necesidad alguna de profecías heréticas que me dedicaría a la literatura. Que sería escritor.
Recuerdo que en aquella época decidí que me escribiría a las ficciones, puesto que nadie daría mis experiencias personales como ciertas. Entonces surgieron historias como “Abracadabra” y “Los papeles de Morrison”, que forman parte de mis primeras publicaciones.
En lo que para mí son apenas algunos instantes, desde aquel tiempo hasta hoy ha pasado más de un cuarto de siglo. No puedo negar que ha habido un devenir natural de hechos que echan por tierra mi percepción de esa diacronía o de un tiempo adentro de otro tiempo: Muertes, amor, nacimientos y las publicaciones de mis libros son mojones que invalidan la sensación de que tamaño período quepa en unos pocos segundos. Sin embargo algunas tardes de otoño todavía puedo oler el delicioso aroma del cabello de mi hija, cuando tenía menos de un año.
Hay noches en las que escucho claramente la voz de mi padre, llamándome “Lalo”, igual que él lo hacía cuando yo era un niño. Como un gato poseso me levanto y camino por la casa, buscándolo. Dado que esa alucinación me ha ocurrido varias veces, he variado mi técnica para encontrarlo: Ahora le hablo desde mi cama solitaria, preguntándole dónde está él o dónde quiere que yo vaya.
Es notable que –después de haber negado hasta el olvido mis primeras manifestaciones de precognición- ahora no sienta miedo, ni angustia, ni dolor ni inquietud alguna ante este tipo de situaciones: Con toda calma, soy capaz de caminar por la casa a oscuras, llamando a mi padre muerto hace más de veinte años.
En todo este tiempo he vivido situaciones mucho más raras. El Bebe Márquez, habitante de la noche porteña y amigo del alma, ha sido involuntario y a la vez gozoso testigo de algunas de ellas. Lo peor es que –aún teniendo yo plena conciencia de mis actos- no tengo dominio alguno de lo que ellos pueden desencadenar. En esas situaciones vivo algo muy parecido a la realidad, -es más- esas situaciones son parte integrante de la realidad, pero tienen un condimento que las separan de la realidad y que yo nunca he podido definir.
Pasada mi adolescencia, casi habiendo finalizado el proceso para desterrar mi capacidad de percibir hechos a distancia, tuve la visita de mi querido amigo Osvaldo. Venía acompañado de un familiar –dijo que se trataba de un tío lejano, creo, pero supe de inmediato que mentía-, interesado en conocer el paradero de su hijo. El Bebe Márquez, como siempre, estaba en casa, porque hacíamos música juntos.
Aunque no recuerdo el momento ni el modo en que lo hice, “... están muertos. Él y Viviana están muertos”, le respondí a este hombre llamado Antonio. Lo hice con naturalidad, sin buscar golpes de efecto ni un convincente remate teatral. Hasta aquel instante nadie había hablado de Viviana, la novia de su hijo. Osvaldo quedó perplejo por lo tajante de mi palabra y la dureza de mi rostro. Sólo recuerdo la cara de este señor -Antonio, se llamaba- sentado frente a la taza de café que yo mismo le había servido. La mano izquierda le temblaba a la altura del corazón y poco a poco todo su cuerpo fue inclinándose hacia la derecha. Empezó a babear un líquido oscuro y espumoso, hasta que cayó al piso.
Entonces yo salí de mi trance –que no era tal, porque ni yo mismo advertía una diferencia en mis actos-, y salté de mi silla para levantarlo.
-¿Qué has hecho, animal?, me preguntó Osvaldo. Yo lo miré como si no comprendiera, pero en el fondo entendía todo muy bien y rápido.
-Callate, boludo-, le dijo el Bebe entre dientes, que me conocía un poco más.
Luego de que don Antonio se repusiera, nos contó que cuando el ejército secuestró a su hijo y a Viviana, ella estaba embarazada. Con toda la ingenuidad que me brotaba en esos momentos le dije que había parido a un varón y que la criatura estaba bien de salud. En ese instante, Osvaldo se agarró la cabeza. Después de aquella tarde creo no haber vuelto a verlo, aunque siempre está presente en nuestras conversaciones con el Bebe.
Quiero insistir en algo: Manifestar esos planos de la realidad era para mí lo mismo que hablar acerca del clima, o de ese simpático modo en que Boca siempre le gana a Ríver. Eso le ha hecho daño a algunas personas como a Osvaldo –y obviamente al pobre don Antonio-, pero nunca pude manejar ese daño porque esos datos ocultos que cierran a la perfección la verdad ignominiosa, eran para mí apenas un costado de una otra realidad allí presente ante mis ojos.
Les pedí a mis amigos que no trajeran jamás casos como el de don Antonio. Contaba con el fuerte apoyo de mi familia, con tía Carla liderando la cruzada: De eso no había que hablar.
Poco a poco fui alejándome de aquellas personas que construyeron mi pasado, para hacer nuevas relaciones que ignoraran aquella vieja habilidad mía y me trataran, en algunos casos, como un mono de circo. Me guardé la inquebrantable amistad del Bebe Márquez, y me mudé lejos de mi ciudad natal: Avellaneda. Aunque no vuelvo por allí muy seguido, cuando lo hago no me resulta extraña esa inefable sensación de estar caminando sobre un cielo con nubes del pasado que les dan base a esas veredas del presente.
Quise olvidarme de todo.
En esa distancia, también construida sobre la base incierta de los días tras los días, encontré que la poesía me ayudaba muchísimo a no racionalizar la literatura, de modo tal que podía encontrar la libertad de correr desnudo por el campo, si así lo prefería, en un plano similar de intimidad con la que llamaba en oscura voz alta a mi padre muerto.
Así como percepciones como ésa me indican con toda claridad que existe esa diacronía o un tiempo adentro de otro tiempo de la que hablé más arriba, la poesía me ha entregado de un espacio adentro de este espacio, al que por analogía con el término anterior llamaré una diatopía: Durante muchos años, mientras estaba escribiendo –o intentando escribir poesía- yo era capaz de compartir cualquier ambiente de mi casa o de mi lugar de trabajo con una suerte de ventana abierta en la cabeza.
Esa ventana se ha abierto y se ha cerrado durante toda mi vida, con más o menos frecuencia según las épocas que he atravesado pero –desgraciadamente- no a mi entera voluntad. Es ella la que me ha ayudado a prescindir de los géneros, y ponerme a escribir sin preguntarme en qué casilla de la ruleta caería la ficha de mi palabra: Esto es lo que hago, me dice siempre esa ventana sin palabras. No me importa en absoluto qué dirán los demás mientras estoy haciendo lo que hago. Ahora creo que el acto de la literatura, en un principio íntimo, necesita de la ruptura de los límites que los hombres nos ponemos día a día para salir a la calle, desde que elegimos la ropa combinando colores. En ese primer momento del acto comunicacional que presupone el hecho de estar elaborando un producto, un algo para otro desconocido, es recomendable sentirse con la libertad de, por ejemplo, correr desnudo por el campo –que dicho sea de paso, es algo que nunca he experimentado- o de inventar un vocablo porque así lo determinan tanto el texto como la propia voluntad.
Me costó muchos años de mi vida, pero sacándome de encima el grosero peso de las casillas y los géneros, quedé eximido (por ejemplo) de haber leído toneladas de teatro para sentir la siempre tremolante capacidad de escribir una escena. (De todos modos, esa hipotética escena que escribamos será recreada -cada vez que fuera representada por los actores- además por cada espectador, agregándole cada cual toda su historia personal...)
De ese modo pude también eliminar de mi conciencia algo que anteriormente creía sine qua non: el conocimiento profundo sobre un tema para poder decir algo sobre el mismo. En un momento indistinguible de mi vida, algo dijo en mi interior que (dentro de ciertos límites personales del decoro y la decendia), todo el mundo tiene el permiso y la libertad de equivocarse.
La poesía terminó, así, con mi autocensura: Me entregó la libertad de imaginar cualquier cosa. Esto parece una perogrullada, porque todo el mundo sabe que todo el mundo tiene el derecho de pensar cualquier cosa. Sin embargo, pensar en un sentido literario le da al pensamiento otra cuerda de significación, otro nivel en la concreción del hecho de pensar en sí mismo, ya que éste se encuentra involucrado desde el inicio con el hecho de escribir.
Otro de los factores que me operaban como freno para escribir era la circunstancia de no haber leído autores como Faulkner o García Márquez viviendo en una ciudad como Buenos Aires, cuyos escritores tanto se nutrieron del primero y que le dio luz editorial a Cien años de soledad. Sin embargo, en mi juventud tenía la tendencia a juzgar la calidad de un texto desde la ortografía quizás por haberla manejado desde siempre con destreza.
Un golpe a mi entendimiento lo recibí en España, cuando a menos de cien metros de un cartel indicador realizado en una deliciosa mayólica que rezaba “Calle de Santa Ysabel” vi otro anuncio, que indicaba que estábamos en la calle de Santa Isabel. Y todos nosotros andábamos por la misma calle, y todo el mundo entendía que se trataba de la misma rúa. Algún tiempo atrás la dicotomía me habría parecido una barbaridad.
En aquel mismo viaje, fascinado por las divergencias gráficas del idioma, un graffiti me hizo tomar conciencia de un reclamo local: “Catalá, única llingua oficiá” (Puedo equivocarme en la ortografía) Meditaba el tema y lo comentaba con mi querida compañera de viaje, cuando descubrí otro cartel anunciando una “Cervesería” en la Gran Vía. Allí comprendí que más valía entender dónde conseguir una birra que pelear por una uve doble.
Más tarde, aprovechando un congreso (¿o era una simple reunión?) de la Real Academia Española, Gabriel García Márquez habló seriamente acerca de abolir más de una regla ortográfica, cuyo cumplimiento, insisto, ha cimentado la mayoría de mis taras constitucionales.
Todas esas taras –y las que más arriba he descrito- provenían desde mi interior. No estoy diciendo que hayan sido vencidas, no. No pretendo entregar en este acto la panacea a la impotencia del escritor ni la vacuna al pánico de la hoja en blanco. (La expresión ha quedado un poco en desuso dada la incursión de los ordenadores en la vida cotidiana, pero por mi edad he conocido la inquietud de los minutos vacíos, con un dedo descansando en la tecla que levantaba el viejo rodillo para que alguna tecla estampara, victoriosa, su mayúscula)
Sonrío.
Sonrío como sonreirá usted si ha leído cierto reportaje a Ray Bradbury, quien no cambiaba por todo el oro del mundo a su gloriosa máquina de escribir, dado que ese gesto recién descrito, el del dedo anular descansando sobre la tecla de la mayúscula, era justamente el que lo inspiraba mientras en su cabeza resonaban las palabras del próximo párrafo.
Por eso, y cerrando el tema de mis propias taras, en el caso que puedan servir a otros:
Para quien ejerce o quiera ejercer la literatura, como para quien quiera dedicarse a tantos otros oficios, los estímulos externos son subjetivos, y mejor aún: El ser humano subjetiviza los estímulos externos, los mensura y valora –consciente e inconscientemente- para luego padecerlos o servirse de ellos.
Me gustaría resumir todo lo anterior, diciendo cuál creo que ha sido –en gran parte para mí, y lo considero bastante positivo- el sinuoso camino de la actividad de escribir: En primer término, la prescindencia de los géneros, luego la admisión de mi propia ignorancia, y finalmente, la eliminación -por olvido o por decreto- de las listas del saber: esas infaltables nóminas de autores que nos regalan con muy buena intención los Zaqueos literarios, los doctores de la lengua, opinadores del idioma o las viudas e hijas de Cide Hamete Benengeli.
En ese orden, el de la eliminación de las listas de autores, o del pretendido saber, creo que será un gesto de fair play el que yo reconozca, antes de finalizar estas líneas, que en la década del setenta, cuando él era un dios, leí –entre muchos otros- dos artículos firmados por Jean Paul Sartre. Uno se llamaba “Leer” y el otro “Escribir”. Aunque ambos están incluidos en la obra completa de Sartre, encuadernada en rojo y descansando ahí en mi biblioteca, he tratado de olvidar todo cuanto sabía acerca de esos artículos y decidido no tocar esos volúmenes hasta que yo termine estas palabras.
Pues posiblemente no exista ningún escritor que nos haga mejores escritores, pero estoy seguro que una infinidad de autores –entre ellos Cide Hamete Benengeli- que (con nuestra ayuda) nos hacen más perspicaces y buenos lectores.
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