martes, 22 de noviembre de 2011

Los estados del Estado. (1 de 3)



 Por Horace de La Bruyère.

Aunque es siempre el mismo Estado, en cincuenta años Argentina ha tenido Estados democráticos con debilidades que los tornaron inviables, nefandos estados dictatoriales, un estado neoliberal y un Estado nacional. Es una apretada síntesis que se desgrana –también sintéticamente- para reflexión de quienes se quejan en la Argentina del Siglo XXI. Un aleve costado bíblico grita Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.
1955. 
Promediando la década del cincuenta, una revolución autodenominada libertadora derrocó a Juan Perón, el líder democrático que más apoyo ha tenido en la historia del país desde que se independizó de España. Los líderes de la revuelta fusilaron a los militares que apoyaban al gobierno constituido, masacraron a la población civil en la Plaza de Mayo, prohibieron la difusión de toda iconografía partidaria y la mención del apellido del líder: A partir de ese momento decretó que la gente debería referirse a Perón como el tirano prófugo. Con el ingenio del pueblo (que nunca se detiene y se recrea permanentemente, como decía el general) en Argentina se silbaba con rebelde alegría la pegadiza marcha peronista y se atesoraban los retratos del líder en la privacidad de los hogares. Pero la justicia siempre llega y aquel triste (des)gobierno es ahora recordado como La fusiladora que –hay que decirlo- contó con el apoyo de una parte de la civilidad.
1958. 
Jaqueada por su propia inutilidad e ineficacia, la fusiladora cumplió con su cometido inicial y único –el derrocamiento de un gobierno elegido por el pueblo- y en poco tiempo llamó a elecciones manteniendo la interdicción del peronismo. Ante la ausencia de la fuerza política mayoritaria, accedió al poder un gobierno (el de Arturo Frondizi), gracias al apoyo que llegó desde el exterior, donde vivía Perón exiliado. El apoyo peronista a la candidatura de Frondizi estuvo a punto de obstaculizar la entrega del gobierno, porque el candidato ganador no era del agrado de la fusiladora. Así, Frondizi gobernó bajo permanente amenaza y fue semi derrocado tragicómicamente en 1962, cuando otros ineptos militares lo encarcelaron y –cuando uno de sus secuaces fue al otro día a asumir funciones en la Casa de Gobierno- se encontró con que José María Guido, -Presidente del Senado y sucesor natural del Presidente electo, según lo indica la Constitución Nacional de la República Argentina- había jurado como Presidente de la Nación. Con supina torpeza, los golpistas visitantes a la Casa de Gobierno aceptaron la situación pero condicionaron al nuevo y endeble gobierno, a tal punto de nombrarle un gabinete de derecha, entregador de las riquezas nacionales. Se convocó a elecciones nuevamente con la proscripción del peronismo y resultó victorioso el partido radical, de una proclamada e inclaudicable fe en los estamentos de la democracia. Para lo que viene, quiero detenerme antes en una reflexión de Bertrand Russell en su “Filosofía y política”, incluida en sus maravillosos “Ensayos impopulares”: “Una creencia fanática en la democracia torna imposibles las instituciones democráticas.” Como lo he visto expresado de diferentes maneras y la que doy es una traducción personal, transcribo abajo el original.[1]
1963. 
Accedió al poder una vez más el partido radical bajo el mando del Dr. Humberto Illia, un médico rural de palabra serena y ademanes amables. Como quedó dicho, el partido radical es una fracción política argentina de irrenuciable convicción democrática. Quizás por eso y sólo por eso, aquel otro gobierno -de imposible ejecución- fue derrocado por otra revolución –ésta, autodenominada argentina- apenas tres años después. Parte de la prensa había hecho mofa y burla de ese Estado, tildándolo de lento. Se caricaturizó al presidente electo con la imagen de una tortuga. Fueron tres años difíciles, en los que la administración del gobierno se vio siempre amenazada por los militares, que insistían en mencionar a Perón como el dictador depuesto, aunque que el aire en Argentina tenía impregnado el aroma inmanente del viejo líder, aún a casi una década de su destitución: El general era una presencia silenciada. El destronamiento del presidente Illia es uno más en esa retahíla que en esa época se cobró cinco presidentes constitucionales y tres usurpadores que en aquella época denominaban de facto, pues estos militares eran victimarios primero de gobiernos de iure, y luego víctimas del serpentario que habían construido. 
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[1]a fanatical belief in democracy makes democratic institutions impossible. B. Russell, Unpopular essays.