“Qué ves?... ¿Qué ves cuando me
ves?”
Divididos, “¿Qué ves?”
Estamos parados sobre lo que el mítico estratega oriental Sun Tzu denominó “un
terreno mortal”, según nos ha contado el Sargento Anderson. Yo peleo aquí, para
recuperar la colina, desde que llegué. Estoy convencido que hacemos lo
correcto. El enemigo ocupa la cima de la colina desde siempre, porque el
territorio le pertenece, pero confío en que Dios nos ilumine la mente y que
haga hervir nuestra sangre para que podamos arrojarlos por la otra ladera. No
sabemos qué es lo que hay más allá de ese infierno que es la cima, pero no debe
ser muy distinto de la parte que conocemos. Nosotros escalamos de noche y ellos
nos obligan a descender durante el día, o viceversa. Aparecen de pronto en
nuestras trincheras y degüellan en silencio a nuestros heroicos soldados. Los
malditos monos amarillos son arteros y llenos de trucos sucios. Ellos han
crecido en medio del conflicto y saben cómo hacer para pegar muy duro. Anoche perdimos
a Thompson y a Williams, que estaban de guardia en la primera línea. Los
excecrables cerdos comunistas llegaron en silencio -y probablemente desde
atrás- hasta la trinchera de nuestros camaradas, (que sólo era un hueco de
mortero), y los acuchillaron. A Thompson le cortaron la cabeza y se la
llevaron. Algo debe haberlos alarmado, porque dejaron la cabeza de Williams. Al
pobre le seccionaron, sin embargo, los genitales. Eso de llevarse las pelotas
de nuestros muertos es algo que el enemigo empezó a hacer desde que
Inteligencia recomendó a la Fuerza Aérea dejar caer preservativos detrás de sus
filas.
Aunque la represalia de los monos amarillos fue terrible, creo que la
idea era perfecta: Los pueblos orientales le dan mucha importancia a la virilidad
y al tamaño del pene, relacionándolos con el valor del hombre que porta
semejante arma, de modo que la Central de Estrategia mandó a fabricar condones
de cuarenta y dos centímetros de largo, para hacerles creer a los cerdos
comunistas que teníamos armas verdaderamente grandes. Pero ellos se ensañaron
con nosotros, llevando hacia sus filas nuestros genitales para probar lo
contrario, malditos sean.
El Sargento Anderson no
podía creer lo que veía. Él descubrió los cuerpos acuchillados de sus soldados.
Reconoció a Thompson por un tatuaje del ratón Mickey en su brazo izquierdo. Era
una persona sensacional y un soldado de raza. Antes del llamado para aplastar a
los comunistas, era obrero de la construcción, en Detroit. Un tipo con unos
huevos de acero, capaz de caminar por esas vigas a cien metros de altura con
viento, o con la escarcha de la madrugada. La verdad, podrían haberse llevado
sus pelotas, ya que Williams era apenas su novia. Pero eso los malditos
amarillos nunca lo sabrán. El Sargento Anderson sólo dijo:
-Saquen
los cuerpos de aquí. Háganlo con cuidado.
Todos supimos que detrás de esas rudas palabras se escondía el sentimiento por
la pérdida de un buen par de soldados, y que nos ordenaba hacerlo con cuidado,
debido a los peligros de contagio, con tanta sangre en ese pozo donde
estábamos. El hueco era un sitio seguro respecto del fuego antiaéreo: Es muy
raro que una carga de mortero caiga donde otra ha caído anteriormente. Eso lo
aprendí cuando vi “Sin novedad en el frente”, con Ernest Borgnine. En
esa película cuentan historias de la Primera Guerra, y la de los agujeros de
mortero es una ley sagrada que ninguna otra guerra ha cambiado, salvo por el
caluroso decreto del napalm.
Anderson eligió a dos soldados que no tenían ninguna herida, para el envasado y
transporte de los cuerpos, evitando así cualquier contacto “Sangre con
sangre”, como nos habían enseñado durante las clases de Combate, en el
campamento Joe Mc Carthy. Samuels y Roth los llevaron colina abajo casi sin dificultad,
porque en caso de muerte está permitido hacer rodar a nuestros compañeros por
la ladera. El sargento miró en silencio la bajada, tragando una profunda
bocanada de su enorme cigarro de marihuana.
-O-K.,
muchachos, nos dijo. Vamos a enseñarles a esos hijos de puta quiénes somos.
Aquel día combatimos por más de dieciséis horas, doce de ellas bajo la lluvia.
Es en la colina llueve
mucho. Por eso que se nos hace difícil tomarla. Avanzamos con mucha lentitud,
aferrándonos palmo a palmo en el terreno pero patinamos casi siempre, pese a
que nos han provisto de unas estupendas botas con suela de caucho hiper
vulcanizada de doble tracción y dibujo acanalado. Estamos siempre mojados, por
lo que hemos desarrollado hongos y esporas en la piel. Powells, de logística,
solía ponerse pólvora entre los dedos de los pies, pero nadie supo si el
tratamiento funcionaba, ya que pisó una mina de alta potencia la semana pasada,
y después de la explosión no encontramos ni siquiera sus rodillas. El problema
con nuestras frecuentes patinadas es grave, porque en sus incursiones
nocturnas, los comunistas siembran el paso de nuestros heroicos marinos con
finas estacas de bambú embadurnadas con zurullo de iguana, lo que muchas veces
nos produce cortes en las pantorrillas o en las manos, que a la larga se
infectan y provocan bajas temporarias en la tropa. Esas heridas casi ni se
notan en el momento del corte, pero más tarde la zona se hincha terriblemente y
se produce en todos los casos una hematoma. Entonces comienza un dolor
indescriptible, que sólo se alivia con morfina.
El tonto de Mitchells andaba siempre cortándose a propósito, para
conseguir que el doctor Casey le inyectara la droga. Después de un tiempo, el
doctor entendió que algo no andaba bien en la cabeza de ese muchacho, aunque su
cuerpo le resultara muy seductor, como a tantos otros en la tropa. El Cabo
Mitchells es un querubín joven y musculoso, campeón de físico culturismo en su
Minnesota natal. El Sargento Anderson lo aconsejaba siempre, por la noche, en
el interior de su tienda. Se notaba que el Cabo Mitchells recibía no sin dolor
aquellos consejos, ya que muchas veces escuchábamos sus gemidos. Finalmente,
Mitch dejó de lastimarse a sí mismo. Como el doctor es un hombre muy perspicaz,
empezó a proveerlo de la droga cada dos o tres días, a cambio de que el cabo no
se cortara más. Se han hecho muy buenos amigos, y desde hace un tiempo, el
comprensivo doctor Ben es quien hace gemir a Mitchells en el hospital de
campaña.
Otro de los peligros de la ladera es el de pisar las cabezas de los
malditos monos, que nosotros también cortamos. No lo hacemos por salvajismo,
sino porque al Grupo K de Inteligencia Militar Aerotransportada se le ocurrió
que sería beneficioso proveerle al enemigo un trato igualitario. El barro que
siempre cubre el suelo de la colina, sumado a la alta temperatura ambiente,
hacen que cada cosa que caiga se confunda y se corrompa casi inmediatamente.
Nosotros estamos casi todo el día a la intemperie, pero dijo el Capellán
Clausewitz que nos protege la voluntad de Dios. No entiendo bien por qué Dios
no hace terminar todo esto cuanto antes, pero si Él está de nuestro lado, todo
está bien. Además, sus buenas razones tendrá para tenernos aquí.
Yo, por ejemplo, no creo
haber sido una buena persona, ni mucho menos un buen servidor de Dios. Nunca
pude terminar la preparatoria, pese a los esfuerzos que hicieron mis padres
para que yo lo consiguiera. Como la nuestra es una sociedad en la que la
igualdad de posibilidades se ha convertido en una religión, mi familia me envió
a la escuela pública. Éramos los únicos blancos de la Avenida Madison, en
el Harlem. Ahí aprendí cuanto pude sobre aritmética, historia y geografía.
Entonces, Asia para mí sólo era la capital de algún país oriental, y el saber
de la calle me dio todo lo demás. Durante las noches solíamos comercializar
material pornográfico y alcohol entre los más jóvenes. Hoy esos delitos parecen
una tontería, pero entonces corrían otros tiempos y había que tener valor para
hacer eso. Además, sólo violábamos una o dos chicas por mes, y esto si no eran
de nuestro barrio.
En el corazón de mi querido Harlem conocí a Gloria Fafan, una cantante
menchevique disidente que en aquel entonces se presentaba en el bar de Bill
Clíntoris, justo en la esquina de 134 y el Boulevard Malcom X.. Con toda
energía impedí que los chicos de mi pandilla la manosearan. Desde el primer
minuto comprendí que ella era especial. Más tarde la pandilla entera me violó a
mí, por traidor. Luego me desmayé, y Gloria debió atenderme. Yo sudaba de fiebre,
tendido en mi cama, mientras ella tarareaba para mí “New York, New York”.
Algún tiempo atrás yo había conseguido por fin que mis padres dejaran de
meterse tanto en mi vida como en mi dormitorio, así que Gloria pudo ocuparse de
mí. Lo hizo durante la primera noche, porque esa misma madrugada descubrió unas
rocas de crack que yo mismo procesaba y almacenaba en mi ropero, y se
intoxicó. A partir de aquel momento su memoria se hizo demasiado frágil, y era
frecuente verla deambular por la casa vistiendo solamente su calzón,
canturreando en voz baja las canciones de su show. Me enamoré de esa imagen y
vivimos desde aquella noche en mi cuarto, hasta que el tío Sam vino a buscarme
para darles duro a estos cerdos comunistas. Gloria, en medio de sus desvaríos,
estaba en un instante orgullosa de mí, y en el otro me preguntaba por qué
estaba yo preparando mi maleta. Mamá nos tranquilizaba, diciéndole a ella que
yo debía salir a buscar canabis, y a mí que impediría que papá la hiciera
trabajar en la planta baja, donde Bessy Thiers aún regentea su famoso lupanar.
El Cabo Richards, a quien conocí aquí, en la colina, a su vez conocía a
Bessy. Era un buen tipo y tenía una teoría para cada cosa. Con relación a Bessy
Thiers, él sostenía que nunca habrá nada como una puta francesa. Con él siempre
hablábamos de lo que haríamos cuando volviéramos a casa. Yo le contaba que
había llegado a la colina en paz conmigo mismo, quizás un poco dolido por haber
dejar a Gloria, pero seguro que la encontraría, en casa o en el Bar de Bill,
cantando en voz baja sus canciones. Algunas noches la extraño tanto que me dan
ganas de llorar, pero eso es algo que no puede permitirse un rudo infante de
marina.
Sobre todo cuando llueve y pienso que sus cartas no llegan, me
entristezco y recuerdo las noches de lujuria que pasé con ella. En muchas
ocasiones desperté oliendo su aliento, una rara mezcla de alcohol y papas
fritas de Mac Donald´s, que tanto le gustan.
Una noche, mientras dormitaba un rato bajo esta eterna lluvia, pensé que
alguien pretendía violarme, pero afortunadamente sólo se trataba de Mc Duffy,
que se metió en mi trinchera para contarme las noticias que llegaban desde
Saigón. Parece que los malditos políticos traidores están pensando en
retirarse. No tengo idea sobre cuántos muchachos han muerto aquí, pero me
parece injusto que nos hagan volver sin siquiera haber tomado esta puta colina.
Siempre Anderson nos arengaba diciéndonos que si llegábamos hasta la cima,
habríamos empujado a esos malditos fuera del mundo. Que luchábamos por la libertad
y nuestro inconfundible estilo de vida. Esto último nunca lo entendí muy bien,
porque si los monos amarillos quieren vivir en cuevas durante generaciones y
generaciones, a mí no me importa en absoluto, pero nunca rehuí a mis
obligaciones de soldado. Ahora, parece que quienes nos trajeron, quieren que
volvamos. Los políticos están todos locos. El Capitán Aldo Rich, del Regimiento
Blindado, aún mastica su frustración de soldado al pie de la colina, ya que no
ha podido subir sus vehículos jamás, después del primer fallido intento. El
terreno es tan fangoso, que todo blindado termina desbarrancándose a causa del
lodo. Dado que al Capitán Aldo Rich se le ha visto imposibilitada su tarea y no
pelea, se ha puesto a pensar, en la Jefatura de Mandos. A diario nos envía,
junto con la Planilla de Instrucciones de Combate, una de sus reflexiones.
Realmente, ese hombre piensa en serio.
Ayer, la Planilla de Instrucciones de Combate era clara: debíamos acabar
con una casamata comunista mediante una rápida acción de pinzas, tratando de no
matarnos entre nosotros. (Esto ocurre casi siempre, ya que la operación de
pinzas no es nuestro fuerte). Debajo de las instrucciones, estaba el
pensamiento del día. Anderson se aclaró la voz y leyó la reflexión del Capitán
Rich: “La duda es la jactancia de los intelectuales”. Aunque no tengo
idea sobre qué quiere decir jactancia, me pareció que el tipo tiene razón.
Quizás por eso empecé a aplaudir. Los muchachos del pelotón me acompañaron.
Estábamos en un semicírculo, aplaudiendo, cuando al Cabo Richards le volaron la
cabeza. Estaba parado justo a mi lado. La bala le entró por la cuenca del ojo
izquierdo, le reventó la mollera y salió por el casco. Si no lo hubiera llevado
puesto, me habría manchado el capote con sus sesos. Su cuerpo cayó al suelo.
Empezamos a disparar en todas direcciones, como enloquecidos.
Richards también tenía una teoría, con el casco: Si no se lo sacaba
durante toda la guerra, sebreviviría. Obviamente, se equivocaba, pero aquel
chico tenía una teoría para todo, de verdad. En el restaurante que él mismo
atendía, en Alabama, le gustaba servir la carne en un punto medio de cocción,
para que no perdiera su propiedad alimenticia. Pero tampoco la apuraba
demasiado, porque de ese modo se presentaría cruda.
Pensaba en ésa y sus infinitas teorías, aquella misma noche, cuando
hicimos una incursión de represalia en territorio enemigo. Vengamos su muerte
aplastando una de las casamatas amarillas. Pudimos matar a cinco cerdos y luego
los quemamos con el lanzallamas, sólo por gusto. El asador de Alabama hubiera
estado orgulloso de nosotros.
Si no fuera por alegrías
como ésa, aquí nada tendría sentido. Desde que me enteré de la traición de los
políticos, en cada descanso lo único que hago es recordar a mi querido barrio,
sus olores, sabores y peligros, en los gritos de mis vecinos, en las sirenas de
las patrullas policiales, y creo que no hay nada mejor que casa. Si bien muchas
veces da miedo caminar por esas calles sucias y malolientes, por lo menos nadie
te dispara con un fusil de asalto soviético. Vivo pensando en el pasado,
deseando estrechar nuevamente entre mis brazos a los seres que amo. Entre las
volutas de mi cigarro de hierba, sueño despierto todo el tiempo posible,
imaginando, gozoso y feliz, que regreso con Gloria.
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