jueves, 1 de marzo de 2012

Los estados del Estado. (2 de 3)


 Por Horace de La Bruyère.
1966.
Otra triste dictadura emergente, recordada como "argentina" restringió los derechos de los trabajadores, estudiantes y jubilados. Una vez más la ceguera social y la ineptitud política llevó a los militares que tomaron el poder a los sopapos y trompicones por la realidad y en siete años debieron abdicar con pena y sin gloria, para devolverle el gobierno –dieciocho años después- al peronismo, en la persona del Dr. Héctor Cámpora, cuya fórmula de gobierno obtuvo el cincuenta por ciento de los votos.



1973.
Lo que siguió fue una etapa de alineación con los países emergentes –entonces llamados del tercer mundo o en vías desarrollo- de recuperación para la industria nacional argentina y de concientización de la juventud sobre la protección de los bienes, servicios y recursos naturales del país frente a intereses extranjeros. Todos los jóvenes tenían una clara cultura política y firmes argumentaciones para sostener cada una de sus afirmaciones. Todos discutían términos abstractos de economía marxista, fórmulas dialógicas o clichés como la contradicción fundamental de Mao y hasta estrategias de guerra al estilo de Tsun Tsu, como si todos esos fueran tópicos usuales de la vida cotidiana. Esto trajo consigo discusiones permanentes y derivó en una conmociones internas debido a los extremismos surgidos por la exacerbación de las ideas y las posturas beligerantes con sus opositores, tanto de izquierda y como de derecha. En esa época hubo en Argentina una gran conciencia social y colectiva sobre los tiempos difíciles que el el país y el mundo atravesarían.

1976. 
Promediando la década, volvieron a usurpar el poder otros militares, decididos esta vez a hacer mayor daño republicano de la historia en toda América: Esta infame administración cometió crímenes de lesa humanidad, instrumentó un sistema de destrucción de la industria nacional, de conculcación de derechos, de congelación de salarios, mientras ejecutaban su plan de entrega acorde a los intereses de los grupos económicos extranjeros ligados con algunos socios locales. Montó un sistema programado de muertes ilegales y desapariciones de personas. En muchos casos les quitaron el patrimonio a las víctimas y las identidades a sus hijos, para apropiarse de sus bienes, con lo que los hijos de sus enemigos se transformaron en botín de apropiación. Algunos fiscales, jueces y otros funcionarios de la justicia oficiaron de asesores legales de ese período, tristemente autodenominado como Proceso de Reorganización Nacional. Pero, como la memoria histórica siempre define a la postre de manera sabia, este otro (des)gobierno finalmente es recordado como la dictadura a secas, quizás por haber alcanzado el paroxismo de la vileza, de la locura y de la maldad. En cuanto a su manejo de gobierno, es recordado como terrorismo de Estado: Hasta el ministro de economía de ese régimen abyecto se vio envuelto en la desaparición de un funcionario de su ministerio, quien se había negado a firmar la compra de una compañía a un precio exorbitante. También estuvo implicado en la desaparición de un empresario con quien rivalizaba comercialmente. El pueblo empezó a cuestionar la legitimidad de estas aberraciones políticas. La dictadura se embarcó en una guerra ad hoc: Invadió las islas Malvinas, usurpadas por Inglaterra para cohesionar el espíritu patriótico argentino. Ese indigno régimen será recordado –sobre todo- por la desarticulación de la industria argentina y la desaparición, tortura y asesinato de civiles y tras fracasar en la política, colapsar la economía y finalmente perder la guerra, la dictadura impotente admitió su ineficacia y se vio obligada a llamar a elecciones.

1983. 
Una vez más, como repitiendo la historia, accedió al poder otra administración radical, ese digno partido con una creencia fanática en la democracia, como no le gustaba a Bertrand Russell. El gobierno del Dr. Raúl Alfonsín inauguró un período de felicidad y esperanzado futuro para el pueblo argentino, como si no hubiera límites para el crecimiento, el desarrollo y el respeto de las ideas propias y ajenas. Enfrentó, a la vez, a un enorme enemigo de la voluntad democrática, que es esa asociación mediática que tuerce primero el discurso y genera luego una tendencia de pensamiento. Ese enemigo interno, el cáncer moral de la nación, como lo definió un valeroso periodista, provocó mayúsculas desilusiones posteriores. Así, ese gobierno radical, sobreviniente al de la peor dictadura jamás gestada en América resultó herido e imposibilitado de continuar por los ataques de la prensa y debió dimitir antes del tiempo previsto en la Carta Magna argentina.

1989.
El revisionismo histórico argentino –en algunas ocasiones proclive a los extremos- ha bautizado como década infame a la que empezó con otra funesta dictadura, en 1930. No imaginaba lo que ocurriría en la última década del siglo XX.
Este período –recordado como el menemato- se caracterizó por el engaño y la traición a las decisiones del pueblo argentino, sin necesidad de tener a una marioneta militar en el gobierno. Se concretó en la década más infame –y por el concurso de ese Estado liberal regente- la entrega de la industria, la salud, la educación, la seguridad, el transporte, el correo y las comunicaciones, el control del espacio aéreo del país a los grupos económicos extranjeros que habían estado esperando por décadas.
Con licencia de Jean Paul Sartre, el liberalismo no es un humanismo.
Se convino en que el mercado era el soberano y que, a raíz de él, no era una inmoralidad política permitir la venta de parques nacionales, reservas indígenas, ojos de agua únicos en el mundo a inversores extranjeros que pagaron precios viles por la tierra. Quedó establecido que todo daba lo mismo, y así resultaba lógica la afirmación canalla que solía repetir el ideólogo más granuja de la entrega: Es lo mismo producir aviones que caramelos, pues vivimos en un mundo globalizado.
Así como en una vieja película puede verse cómo la mafia se reparte una isla con el beneplácito de su gobernante corrupto, en Argentina se brindó por la destrucción de la industria y el sometimiento de los bienes nacionales. Todo con la anuencia de un gobierno electo y el aplauso permanente de una corporación ideológica que se alió con los medios de información y comunicación para bajar una línea discursiva: El nuevo enemigo.
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