sábado, 19 de septiembre de 2015

Aquel verano porteño


Fue un banquete digno de ser el final, en Palermo Viejo. No faltaron las ostras ni el champagne, el coniglio alla cacciatore, los hongos a las finas hierbas, la musaká griega y otras tantas exquisiteces de la cocina del Commendattore Giorgio Di Martino.
Hacía un calor endemoniado, y quizás hayamos fallado en la elección del vino. Más que nada, la noche estaba para un blanco liviano, uno de esos frutados que terminan pareciendo no haber estado allí. Por decisión compartida entre los cuatro, sorprendentemente sugerida por las damas, terminamos bebiendo un poderoso rosso di Sardegna, corpóreo y vital como una mulata. La conversación fluía en un hilo dorado acerca de temas trascendentes, tales como la rueda karmática de las reencarnaciones que propone el budismo o la conveniencia de macerar el tofu en limón o en vinagre.
Eventualmente, Zago hacía participar a Di Martino, también conocido por error como Dannunzio, posiblemente por el nombre del restorán. Esa noche il capitano, como también se lo llamaba, estaba exultante: Un pequeño milagro lo había dejado exento de la desgracia que había azotado a todo Palermo Viejo: Dannunzio Ristorante era el único local en toda la calle que tenía energía eléctrica. Había colmado las mesas dos veces esa noche, y la nuestra era la única supérstite hacia eso de las cuatro de la mañana. Il capitano hasta brindó por eso, lo que estaba terminantemente autocensurada por el propio Di Martino es sus discursos anteriores disparados en otras noches, otras chicas, otras vidas.
Quizás yo haya bebido una copa de más. Tuve vergüenza de mi disfrazada resistencia varonil -quebrada en un instante que yo pude reconocer- y lo identifiqué con esa dulce debilidad femenina frente a los embates etílicos. Sentí autocompasión por aparecer ante los demás como el idiota que arruina la fiesta justo después de la sobremesa kilométrica, así que dije voy a comprar cigarrillos. Me llevo la botella. Pero en lugar de eso, tomé de la mesa un envase de agua mineral. Quería enjuagarme la boca ni bien expulsara lo que me había caído mal. Habíamos probado de todo, bebido lo suficiente, degustado el café... y tal parecía que un periodista no podía tolerarlo.
-Acá tenés, me dijo Sandra siempre solícita. Me tendía un paquete de rubios. Yo n podía dar explicaciones.
-Voy a comprar cigarrillos, le contesté mirándola a los ojos desde los míos, posiblemente bizcos. Noté que su rostro se desplazaba sin razón alguna hacia la izquierda, despacio. Eso fue para mí la señal inequívoca de mi exceso.
Zago me miró con su tranquilidad habitual y le hice una seña veloz con la mirada. No me contestó. Supe que él estaba calmado "Yo me llevo a las dos chicas", debe haber pensado.
Aunque casi no había ruido, ni siquiera la tana Rossana -que estaba sentada al lado de Zago- escuchó cuando le dije a él Diez minutos, antes de salir a ese fresco delicioso que hay en Buenos Aires cuando acaba de llover. Yo tenía ganas de vomitar. En diez años no me había pasado tamaña estupidez. Supongo que todo ocurrió por el largo ayuno del día hasta la noche y aquel tórrido clima de aquel mes de diciembre. Era el último verano del siglo, con un aire de lógica positivista que antecede a toda nueva centuria, con la convicción del ilimitado avance perpetuo. (Aquella vez, ese avance se cifraba en la tecnología; en el siglo anterior se había puesto el acento en el progreso científico; la próxima vez, quién sabe...)
La tiniebla confirmaba los vaticinios apocalípticos de Telenoche, el noticiero de desastres mete-miedos de las ocho de la noche: invasión de escorpiones en la ciudad de La Plata, devastadores incendios en Bariloche, mortandad inusitada de peces en el río Paranacito. A todo esto, hacía una semana que un millón de personas habían quedado a oscuras en la ciudad de Buenos Aries por un incendio en cierta usina de almacenamiento y distribución de energía eléctrica.
La imprevisión humana hacía estragos otra vez de todas las razones ulteriores de los hombres. De pura casualidad, escuché que uno de los directivos de la compañía eléctrica hablaba de un "acto de Dios". (Durante la última tormenta, tres rayos habían caído sobre la usina en cuestión)
En el medio de esa mezcla posnuclear, Zago y yo teníamos una vez más a dos chicas, una noche que pintaba para ser de las mejores... y con apenas una copa y media de ese tinto sardo empecé a sentirme mal, con la fría sudoración que antecede a esos cataclismos espasmódicos embebidos en ácido clorhídrico. Caminé con paso falsamente seguro hacia la salida y pregunté por un kiosko cercano, para comprar cigarrillos. El adicionista abrió un cajón de su mostrador y preguntó
-¿Qué marca prefiere?
Se veía todo tipo de ofertas.
-Quiero tabaco cubano, mentí.
Puso cara de decepción, lo que denotaba su firme contracción al trabajo. Estoy seguro que esa noche anotó en algún cuaderno la posible necesidad futura de contar con mi pedido. Mientras me explicaba dónde encontrar un kiosko, pude sentir las miradas de Sandra y de Rossan, intrigadas por mi actitud.. Me recriminé la pérdidad de tiempo, y me fui pensando que estaba haciendo la escena para las chicas, que se habían sentado de frente a la caja registradora de "Dannunzio Ristorante". Era un lugar ideal para la noble tarea de conversar con una señorita antes de ir a la cama, como Dios manda.
Salí al acalle serrano, convencido de mi regreso triunfal, con la sonrisa que merece toda dama bien dotada para las lides amorosas, con la vertical recuperada y sin una pizca de tabaco en los bolsillos.
Fui el único que quiso probar esos hongos extrañamente sazonados, pensé. Barajé la posibilidad de estar intoxicado por haber aceptado la exótica sugerencia de Di Martino-Dannunzio. En ese caso, me bastaba esperar la ambulancia o lo que viniera. Nunca nada sería nada insoportable: El dolor tiene el límite impreso de nuestra tolerancia. Después de un umbral, uno se desmaya. Yo pensaba en mi ridículo: El bochorno no está en lo que yo podría hacer esa noche, sino en la racionalización posterior, en los inevitables "si yo hubiera". Vivíamos -yo y el mundo- un tiempo de fronteras que seguramente compartíamos con miles de ostras en la que cada una de las conchas aprendía a no arrepentirse de la propia estupidez, y en lo personal yo me había propuesto unos nuevos vuelos cortos hacia ningún sitio, unos viajes muy inseguros pero efectivos.
Se discutía entonces la oferta homosexual callejera en Palermo Viejo y por una masacarada del lenguaje se denominaba a esas calles como la Zona Roja. Yo había decidido meterme en un sitio inseguro, en un salto de la sartén hacia el fuego. En esa época liminar, muchas ostras habíamos caído en la cuenta de que todo hay incertidumbre y error, precariedad y riesgo, y habíamos decidido deslizarnos. Tuve un poquito de miedo: Nunca un hombre me había besado. Me reí con ganas. Yo había elegido los hongos, y un rato más tarde...
Sonaba rara, como encendida.
Gracias a Dios, esas palabras acudieron a mí en ese momento, en esos términos tangueros que yo reconocía como propios. Causalidad o no, una música caliente de bandoneón empezó a brotar desde una ventana, y me acompañó durante un buen trecho. No tengo dudas que tenía el sello de Astor Piazzolla. Más tarde doblé hacia la derecha. Tonto de mí y maniqueo al fin, pensé que seguía -de todos- el camino más fácil. Ahí se me bifurcó la historia y yo no lo advertí en ese momento, por la incapacidad que nos-ostras arrastramos para entender nuestros sucesivos miles de presentes. Lo notable del caso es que la calle perpendicuar a Serrano, que es donde yo creía que estaba, resultó ser una cortada rara, como apagada. Lo que en Buenos Aires se dice una boca de lobos. Me gusta pensar desde esa noche que en esa imprecisa esquina del mundo vive la contraluz. Yo elegí la sombra. Empecé a jugar, nervioso, con la botella de agua -que estaba casi llena- pasándola de una mano a otra. El apagón debe ser grande de verdad, me dije. Creo que estaba pensando en otras cosas.
Estaba convencido de haber doblado por la recientemente bautizada calle Palestina (las sucesivas administraciones ciudadanas se entretienen renombrando calles). Me sorprendió la chatura de las casas y el fango ah{i en el piso. Un olor similar al que inunda las callejuelas de Heliópolis se me estampó en el medio de los ojos, y de inmediato recordé los hongos, la puta que los parió.
Anduve por esa calle unos minutos, buscando el codo para doblar otra vez hacia la derecha. La calleja parecía no tener fin. Me había metido en un barrio de conventillos, o qué sé yo. Tuve ganas de desandar mi camino, pero al volverme descubrí que no era capaz de reconocer el mínimo sentido de mi derrota: Ni las las estrellas podían ayudarme, después de tanta lluvia. Las nubes encapotaban todo lo que el cielo pudiera decirme, no importaba que yo entendiera o no su mensaje.
Deseé estar en casa, por una vez.
A unos metros hacia adelante, una luz tenue se perfilaba hacia la calle, desde un pasillo estrecho. Unos pasos más allá, en otro portal oscuro como tantos, se recortaban unas largas piernas estiradas hacia la calle, como la luz que lo precedía. Yo no podía ver el cuerpo desde la cintura hacia arriba porque no lo permitía la imprecisa línea de construcción. Pensé que se trataba de una pared de adobe. Tuve un primer impulso de cruzar la calle, pero el barro y aquel olor extraño me disuadieron. Pensé que saltaría esas piernas largas con sumo cuidado, para no llamar la atención, seguiría mi camino y buenas noches. Estaba a punto de dar el salto cuando vi que el pobre tipo tenía los pies desnudos, tintos en sangre. Me inundó un sentimiento de caridad como nunca antes había experimentado. Ni se me ocurrió huir de semejante barrio. Al contrario: Decidí que ésa era una persona que necesitaba de mi ayuda desde hacía mucho tiempo, y que me había dado cuenta más bien tarde que temprano. (La buena mesa...)
Era muy flaco, y estaba vestido con una raída túnica pálida, sufrida, más bien antigua que vieja. Pensé que era un hippie perdido en el tiempo. Ni me di cuenta del momento en que decidí incorporarlo con toda suavidad hacia mí, tomándolo de los brazos. Resultó muy liviano. Lo apoyé contra el muro y noté dos cosas: La Primera, que lo rodeaba un ligero resplandor cremoso. Quizás alguna especie de luz proyectada desde ningún sitio, como los fuegos de San Telmo, se hubiera hecho presente. En todo caso, ese fulgor lechoso se movía con él, rodeándolo. La otra cosa notoria fue que el pobre tenía también sangre en las manos. Tenía la cara inclinada sobre su hombro izquierdo. Una mueca de dolor parecida a la caricatura de una sonrisa le tajeaba los labios. Recuerdo haber pensado que el dolor tiene un costado de patetismo que parece imposible de suscribir, cuando es ajeno. El tipo tenía el pelo largo, peinado al medio y atado a la altura del cuello.
Olía bien, dadas las circunstancias. Una barba larga y tupida no alcanzaba a ocultar su juventud, pero también era visible que se había pasado la vida caminando al sol: A su tez arábiga se le sumaba el tan mentado agujero de ozono, uno de los temas con los que Telenoche asustaba cada día a las ancianas y a las amas de casa.
Tomé su mano derecha y vertí con todo cuidado un pequeño chorrito de agua sobre la marca de sangre. Estaba reseca: Saltaba en pequeñas figuras geométricas informes, que me recordaron a los pedazos de cartón que cortaba mi padre para fabricar calidoscopios caseros. El agua atravesó la mano como si estuviera agujereada. Repetí la operación con los pies, y cuando estaba a punto de mover su cuerpo (el otro brazo había quedado escondido detrás de la cintura) vi que el joven me observaba, calmo. Portaba una sonrisa secreta al modo de la Mona Lisa.
-Estoy bien, me dijo.
-No parece, hermano, le contesté. -¿Te robaron?, le pregunté.
La violencia urbana -junto a las calamidades naturales, el alza de los precios y la insolidaridad, era uno de los temas más trillados en el noticiero de las ocho.
Me miró como si no entendiera. Ahora sí, estoy seguro, me dedicó una sonrisa.
-No, no... Para nada. Tuve un mal aterrizaje. A veces pasa.
A mí no me importa lo que haga la gente con su vida, pero las drogas me sacan de quicio. Relacioné su aterrizaje con un vuelo, y me enojé un poco.
-¿Con qué te diste?, le pregunté antes de darme cuenta de que no tenía ningún derecho a interrogarlo, aunque el tipo parecía haber tocado fondo, después de tanto andar. -No importa, perdoname, continué. -Tenemos que sacarte de acá. Sobre Honduras hay una clínica, o un sanatorio, o algo así.
-No, no... Está bien, me respondió. Después levantó la vista e intentó reconocer la calle.
-Qué oscuro...
Miró hacia ambos lados y quedó cierto de que no se veía nada.
-¿Estamos en Palestina?, me preguntó.
-Creo que sí. No estoy seguro. Hay una apagón de la gran puta. Ya lleva una semana, por si no te enteraste. Parecés desubicado, hermano. Acá a la vuelta está Dannunzio, si te sirve el dato.
Pareció inquieto.
-¿Una semana...? Debe haber un error, dijo.
-Sí, claro. Flor de error. Los responsables de esta hecatombe dijeron que se trataba de un acto de Dios.
De pronto, justo después de sus palabras, pareció sentirse bien. Se incorporó un poco en la casi completa oscuridad.
- Y vos... ¿Qué hacés acá?, me preguntó.
-Busco tabaco cubano, le dije sonriendo. Me miró a los ojos y por un pequeño momento, creí reconocerlo. Insistí:
-Ayudame a levantarte. Yo tiro, y vos hacés fuerza.
-No... No. Estoy bien. Tenía que hablar con el primero que pasara, y aquí estamos. Ya me siento mucho mejor.
Metió la mano entre los pliegues de la túnica. Sacó un paquete de cigarrillos y me lo tendió.
-El tabaco cubano es fuerte, de verdad, dijo.
Yo separé un cigarrillo y le ofrecí otro.
-No gracias. No fumo, me dijo.
-¿Tenés fuego?, le pregunté. Sacó un encendedor descartable, diminuto. Yo todavía tenía el paquete de cigarrillos en la otra mano. Apoyé la botella de agua en el piso e hice un huequito para evitar que la brisa tibia de verano me apagara la llama. En el brevísimo instante del chispazo, leí algo así como "R el 6" en la marquilla, pero no estoy seguro. Di una bocanada profunda.
Fue como si hubiera tragado dos ladrillos que hubieran entrado -plenos- por la tráquea. Tosí con fuerza. Noté que el tipo sonreía.
-Esto no es tabaco, le dije.
Hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza.
-¿Cómo te llamás?, le pregunté antes de volver a toser. Creo que dijo
-Cristian.  Y eso es tabaco.
-¿Qué hacés por acá, a esta hora?
Me miró con ternura.
-Esperaba al primero que pasara. Lo importante es qué hacés vos.
-Yo escribo, respondí con automaticidad y un poco de fastidio, pensando en todo el despelote que hay siempre en la redacción.
-Bueno, serás vos, dijo Cristian como para sí mismo.
Quedamos en un silencio idiota, porque me resistí a hacer una pregunta idiota.
Lancé una parrafada:
Contame un poco de vos. Nadie espera al primero que pase, proque puede cometer un gran error. En general, tienen que pasar varios para que uno pueda dar con la persona indicada, y aún así... puede haber error.
No tenía idea sobre lo que yo mismo estaba diciendo, y para colmo mis palabras me sonaron a las de un oráculo de pacotilla, un supuesto I Ching adulterado.
-Es cierto, dijo con una serenidad que me invadió. Pero vengo con una especie de plan, en el que nada está librado al azar, salvo por las voluntades ajenas.
-¿Me estás jodiendo?, le pregunté.
Fue la única vez que rió con ganas.
-Eso es lo que pasa todo el tiempo; cuando decís una verdad grande como una casa, dudan de vos. Otras veces, uno dice ciertas cosas que, en fin, son como bochazos a ver qué pasa... Elipsis. Metáforas. Es como con los calidoscopios: Todos vemos figuras diferentes. Y la gente queda encantada.
Me impresionó que usara el ejemplo de un calidoscopio.
-¿Qué gente?, le pregunté.
-Vos... Todos... La gente a la que tengo que llegar.
-No es un buen lugar para llegar la gente, Cristian. Te informo que debemos estar en el culo del mundo.
Hizo un pequeño esfuerzo y se incorporó. No necesitó de mi ayuda. Resultó ser más bajo de lo que tamañas piernas me habían hecho suponer.
-A veces hay errores, pero del error también se aprende. Y mucho. Vamos hacia allá.
Indicó la parte más oscura de la noche. Pisaba con un poco de dificultad, pero iba acostumbrándose. Le tendí mi mano derecha con la palma hacia arriba, y allí apoyó su antebrazo izquierdo.
-Eso estuvo muy bien, dijo. Miró el cielo y vaticinó:
-No va a llover más.
Caminamos en silencio durante un rato larguísimo, con esa clama de quienes tienen un destino y saben cómo llegar a él. Tuve en claro que yo sólo acompañaba.
-¿Qué hacés por acá?, insistí después de tomar impulso dos o tres veces.
-Qué sé yo... dijo con resignación. A veces mi viejo me manda a hacer ciertos laburos, y termino todo roto.
-Lo miré perplejo, pero sólo fue un gesto, la mitad de un saludo. Todo lo demás -menos Cristian- se veía cada vez menos. Tarde sentí que empezaba a encontrarle la onda al Flaco.
-¿No podés decirle que no...? A tu viejo, digo.
-No quiero. Es muy buen tipo, mi viejo, cantó Cristian -pero muy estricto en algunas cosas.
-¿Cuáles?
-Y... Siempre quiere que me siente en el mismo lugar, por ejemplo.
-¿A qué se dedica?
Cristian hizo un gesto curioso y ambos reímos. Me di cuenta de que habíamos empezado a disfrutar de nuestras diferencias. A mí me parecía conocerlo de toda la vida. Se lo dije, pero no me hizo caso.
-¿Sabés qué...?. dijo intrigante.
-No, contame.
-Vos no estabas buscando tabaco cubano.
Llegamos a un lugar que parecía una esquina, pero tenía un trazado irregular. Escuché el chapoteo barroso de mis pies. Maldije el consejo de Zago, que inducía a usar los mejores zapatos en los días de lluvia, porque son los que mejor aguantan los chubascos.
-Es verdad, admití. -Les mentí a mis amigos y quedé convencido en la mentira. Salí del restorán a vomitar.
Me soltó el brazo y hurgó nuevamente debajo de la túnica. Sacó un frasquito de Reliverán.
-Tomá, me dijo. -Te va a hacer fenómeno. Y no te preocupes por los zapatos.
Tomé unos sorbitos del antihemético y le pregunté
-¿No tendrás encanutados por ahí un poco de alcohol y unas gasas, para que te limpie las manos y los pies?
-No, Tigre, me respondió. -Esta pilcha funciona muy bien con las necesidades de casi todo el mundo, pero a mí no m e sirve.
Hice un devoto silencio. Algunos pájaros cantaron.
-No vas a vomitar, dijo. -La verdad es que yo me cansé de estar solo y te hice salir del restorán.
-Entonces, los hongos...
-No te preocupes. ¿Estaban buenos, no?
-Espectaculares.
-Tenés que hacerme un favor.
-¿Yo, a vos...? Me parece que te equivocás, Cristian.
Tuve vergüenza. Quise confesarle todo, pero eso no es posible entre los agnósticos. Balbuceé
-No tenés idea de lo que yo deseaba hacer esta noche...
-Sí. Tengo. No te aflijas.
Me había tomado del antebrazo, como yo lo había hecho antes.
Empezó a clarear.
-Contá conmigo, le dije, y se me hizo un nudo en la garganta.
-No pareció tanto, pero caminamos mucho en este tiempo. Diez minutos, siete días, dos mil años...
La cosa se ponía densa. Era sedante el rosicler, perfilando unos edificios bajos de la calle Armenia.
No había más barro y un viento suave les arrancaba su aroma delicioso a los jazmines.
Nos distrajo una de esas señoras de barrio insomnes de las que nunca faltan. Salió de una casa con una manguera en la mano para lavar su vereda. Nos miró extrañada con cara de desconfianza, seguramente dudando si debía realizar su trabajo en ese momento.
Descubrí que el flaco ya no tenía puesta la túnica: Vestía una camisolablanca con mangas enormes, que tapaban sus heridas y unos jeans gastados.
No recuerdo haberle visto los pies.
-Deciles...
Hizo un silencio moroso, me miró como buscando adentro de mis ojos si era verdad que yo entendía y quiso terminar:
-Deciles que dice el Jefe...
La señora abrió la canilla y empezó a salir agua de la manguera, que se convulsionaba, nerviosa, por las burbujas de aire en su interior. Cristian no le dio ni cinco de pelota, pero a mí me parecía que nos iba a mojar los pies en cualquier momento. Noté que mis zapatos estaban muy limpios, y pensé en un milagro por parte de ese turro. Sonreí. Él me miraba a los ojos, con sosiego.
-Deciles que dice el Jefe que los noticieros son una mentira. Deciles que sean felices.
Luego me tomó la cara entre sus manos. Yo lo dejé hacer. Olía a rosas. Después me dio un beso en la boca. Debo admitir que fue encantador.
La señora de la manguera lanzó una clara blasfemia. Ahora sí se acercó peligrosamente el chorro de la manguera hasta nuestros pies.
Entonces Cristian echó a andar por Armenia hacia el este, donde salía el sol. Dobló hacia el norte en El Salvador y yo, que había quedado extasiado con mi primer beso, de pronto me sentí muy solo. La mañana prometía un tiempo hermoso, del todo justo y necesario, con un sol panzón y permisivo que refutaba todo el detrito de la radio y la tele, esas letrinas surgentes.
Ese mismo sol lamía la cabecera de mi cama cuando al fin pude tirarme a descansar. Me prometía que debía contarle lo que me ocurrió esa noche a mucha gente, y esa idea desvaneció por completo mi sensación de soledad. Eso sí: Me reí solo, mucho, como un loco, cuando recordé que salí corriendo detrás del flaco, pero nunca volví a verlo. He escuchado que mucha gente se ha perdido en los alrededores de Borges y Costa Rica.


 Publicado por Editorial Vinciguerra como "El último verano porteño del milenio pasado" en 2001.


viernes, 7 de agosto de 2015

Homo videns





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martes, 28 de julio de 2015

Ala peligrosa


         El joven médico caminaba por el pasillo interminable, cansado en el alma de tanto haber andado, pese a que aquel era su primer día de trabajo. El viejo doctor le había advertido que ésa era la peor de todas las salas del nosocomio. Allí depositaban a los enfermos que se resistían a morir pese a que toda la ciencia estaba en contra de ellos.
Una mujer salió de entre las camas con la cara desencajada.
-Doctor, le dijo. -El análisis decía mastopatía con focos adenosíticos y microcalcifcaciones y sin embargo me arrancaron las dos mamas y un ovario. ¿Cree Usted que es justo?
-Debería ver primero la hoja clínica, contestó el joven profesional. La mujer seguía mirándolo profundamente, escrutándolo para saber si el médico estaba mintiéndole.
-Permiso, dijo el joven.
Apartó a la mujer suavemente, pero con firmeza, tomándola por los hombros. Los dos enfermos siguientes estaban en la antesala de la muerte. Los miró con un poco de asco y continuó su camino. Otro paciente muy viejo, al verlos levantó su mano en forma suplicante. El doctor se acercó hasta la cama del anciano.
-¿Sí?... le preguntó el doctor.
-Ahhhh... le dijo el vejestorio.
-Sí, repitió el practicante con seguridad y una sonrisa falsa en la boca. Los dedos del hombre comenzaron a temblar y a agitarse en una imploración para que el médico se agachara. lo que finalmente hizo. Su cara quedó enfrentada a la de esa cosa rancia acostada en la cama que lo miró a los ojos y habló nuevamente:
-Ahhhh... repitió. Olía a café con leche.
-Sí, dijo el joven médico por tercera vez. -Sí, claro. le aseguró. Luego se desprendió de esa atracción viscosa que emanaba del viejo y siguió caminando. Dos camas más adelante lo esperaba, amenazador, un hombrón punk de pelos verdes y azules. Dos enfermeros adoptaron una actitud un poco más atenta. pero no se movieron de su pequeña caseta de vidrio. El joven médico les hizo una seña de inteligencia con los ojos. para tranquilizarlos. Como aprendía muy rápido. se le adelantó al punk:
-Permítame ver... le dijo mientras simulaba leer una hoja con la supuesta evolución del paciente.
-Ahá, dijo sin haber leído una sola línea.
-A bi be jodiedon, farfulló el hombrote. Por su excesiva estatura, miraba al joven hacia abajo. Mantenía una mano en la cintura y con un borceguí marcaba el ritmo de una música que nadie escuchaba. -Dizen que tengo zida y be zacadon todoz 1oz dientez.
-Déjeme ver su espalda.
Confundido y un poco a contra gusto, el hombrón se dio vuelta y levantó la parte de atrás de su musculosa. Quedó a la vista una poderosa masa de fibras. Una horrible mancha rosada amenazaba crecer en su omóplato derecho. El joven médico aprovechó para escapar despacito y en puntas de pie hacia la caseta de vidrio.
-Si me sigue, atájenlo. les dijo a los guardias con una sonrisa cómplice. Cuando estaba por atravesar la doble puerta batiente de salida. reconoció tras el vidrio la cara contrariada de su antiguo maestro.
-Bueno, no es que yo tome este paseo de su parte como una falta de disciplina. pero creí haberle dicho que no era conveniente hacer visitas a la sala roja. especialmente sin compañía. ¿Cómo se siente?
-Tengo una profunda lástima, le contestó el joven.
-Es un sentimiento que uno puede expulsar solamente con el correr del tiempo, a medida que uno gana en experiencia. Creo que forma parte de nuestra profesión. Sólo cuando comprendemos que estas personas son la materia prima de nuestro trabajo. éste puede desarrollarse positivamente dentro de nosotros...
Asumió aquella actitud doctoral que solía tener en los claustros. Agachó un poco la cabeza. mientras que con su mano derecha tomaba su muñeca izquierda. a sus espaldas. Así le gustaba caminar, y el practicante recordó que por ese gesto los estudiantes lo llamaban "el peripatético". Imperceptiblemente. el joven sonrió. El anciano doctor continuaba:
-...por todo ello, es hasta necesario que usted no se involucre emocionalmente con aquello que anteriormente definíamos como "nuestra materia prima". El joven médico reaccionó como si despertase.
 -Con todo respeto, Maestro...
-Sí, dígame, le contestó el viejo.
-Me parece que no me expliqué como debía. Cuando ellos me hablaban, solamente quería salir de allí. Quería saber (quizás mágicamente, sin tocarlos siquiera) si era posible ayudarlos, o no. No me importaba quién de ellos tuviera que morir o sanar. No me importaba la historia personal de cada una de esas lacras. Hubiera querido averiguar si uno de esos infelices podía sanar, insisto, milagrosamente, pero sólo para formar parte del milagro, y así aparecer en la revista médica. Ellos no me provocan ningún sentimiento, y eso fue lo que me dio lástima. Pero nada más. El viejo doctor se sorprendió por su propia ingenuidad.
-Y ahora, Maestro, si me disculpa, he de acudir a la sala P.C.R., que es lo que realmente me interesa.
Por el pasillo que conducía a la sala de Pacientes con Recursos venía caminando una doctora que saludó al joven practicante con una sonrisa. Cuando ella llegó hasta donde estaba el viejo maestro, se sorprendió al verlo en esa actitud contemplativa.
Poniendo otra vez sus manos por la espalda, levantó la cabeza, señalando con su barbilla al joven doctor, que se alejaba hacia la otra sala. El maestro tenía los ojos brillantes, por la emoción.
-Como su padre, le dijo a la doctora, -será un gran médico.



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domingo, 5 de julio de 2015

S.D.S. (Skopos Dalvador, Salí)

Para L. T.

Está el ojo que mira... Mira y no ve.
(Bien lo sabe el dueño de la tele...)
Les tira migas de pan a las gallinas
y las gallinas comen lo que el dueño les dé.

Los miedos de comunicación manipulan
los temores de la gente y así...

Las gallinas votan el producto de las migas.

Luego está el ojo que ve y no dice nada;
casi siempre inteligente
y consciente del párpado
navega los meandros de otras mentes,
atento a toda oscuridad.

Y en el final está el ojo que penetra tu retina
mira, intuye y ausculta, inquiere y verifica
hasta ese sombrío tramo íntimo
de tu uretra macha y de tu puto colon:

El ojo-skopos pregunta
qué será.
Con eso dejará su daga
para siempre clavada
en tu mirada.

(Salvador seminó por lo menos
uno de sus cuadros)

El ojo-skopos que ignora ese dato
sin embargo te afirma en su pregunta
-tanto como en el fondo
te cuestiona en medio de su tesis-

Qué
y más aún:

Por qué.


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sábado, 27 de junio de 2015

The peronist guys (soundtrack & lyrics)

Para escuchar la canción:
https://www.youtube.com/watch?v=Xqdtp_QxxYw
https://soundcloud.com/ostye/guy-people



The Peronist guys
all together shall triumph
and –as always- we shall give
a heartfull shout:
Come on Perón!, come on Perón!

For that great Argentine
who knew win
to the great people`s mass
fighting the Capital.

Perón, Perón, how great you are!
My general, what a big value!
Perón, Perón, big leader,
you are the First worker!

By the social principles,
that Perón has stablished,
the whole people is joint
and shout with their heart
Come on Perón!, come on Perón!

For that great Argentine
who worked without a rest
to get for the people
the love and the equality.

Perón, Perón, how great you are!
My general, you are a big value!
Perón, Perón, big leader,
you are the First worker!

We must take the example
of this Argentine male
and following his way
shout, we, from our hearts:
Come on Perón!, come on Perón!

For that great Argentina
that San Martín dreamt
is the effective reality
that we ought to Perón.

Perón, Perón, how great you are!
My general, you are a big value!
Perón, Perón, big leader,
you are the First worker!

Perón, Perón, how great you are!
My general, you are a big value!
Perón, Perón, big leader,
you are the First worker!


Reproducción total o parcial permitida para fines no comerciales. Por favor cite la fuente.

domingo, 14 de junio de 2015

Del otro lado (Novela)


I
"Afortunadamente, aquí se admiten todos los trajes"
(Andrè Malraux, La condición humana.)

DEL OTRO LADO
                 1
De los primeros recuerdos de Robertito, resultaba doloroso que casi todos estuvieran relacionados con su propia estupidez. Le daba lástima no haber sido un poco más enérgico en sus juicios, acostumbrado casi a pensar que no tenía juicio alguno. Pero quizás todo fuera parte de su formación, de la que nadie tenía culpa: En realidad Robertito tampoco había sido capaz de rechazar aquellas partes de esa formación que hubieran sido censurables. Mucho tiempo más tarde Robertito creería que no había aprendido a pensar, o pensaría que tanta confusión se debía a la necesidad de agradar a los demás, sin tener demasiado en cuenta al personaje que le había tocado ser en la Gran Obra de Dios. Mucho tenía que ver también en todo ese sentimiento la idea de la culpa cristiana, con la que Robertito estaba consustanciado por completo. Quizás por esa culpa era capaz de autoflagelarse inhumanamente desde muy pequeño, encontrando sutiles formas para conseguirlo. Recordaba, por ejemplo, que en tercero o cuarto grado todos los pibes estaban enamorados por completo de una nenita horrible. Robertito se sentaba detrás de ella, en diagonal al asiento de esta diosa parecida a aquellas  viejas muñecas que tenía su prima Amandita. Quizás no fuera tan horrible, pero con el tiempo había aprendido a recordarla como a una especie de Betty Boop del subdesarrollo, con aquella voz de pito, y unos bucles en la frente que le recordaban al personaje del dibujo animado. Liliana suspiraba y caían muertos de amor cuatro o cinco varoncitos en el aula, seducidos por la mirada, la voz o aquellos bucles inefables. Una mañana Liliana Verbel (sí; Liliana Verbel era su nombre) declaró sin la menor emoción en su voz que su lapicera no tenía tinta. Solícito, Robertito se estiró por encima del hombro de otra compañerita para ofrecerle su propia lapicera. Su compañero de banco lo miró extrañado:
- ¿Con qué pensás escribir ahora, idiota?, le preguntó.
Robertito suspiró profundamente y hurgó en su cartera. Encontró una vieja y hermosa Tintinkuli, que él mismo había destartalado, debido a que era muy joven para entender a su edad el raro funcionamiento de una pluma de émbolo. Liliana Verbel aceptó con toda naturalidad lo que le ofrecían, y sólo se la devolvió al fin del día de clases. A esa hora Robertito ya tenía todos los dedos manchados, además de haber comprobado que la vieja lapicera sufría un serio problema de incontinencia. Las hojas de su carpeta daban asco. La tinta salía con demasiada fluidez, lo que provocaba que las letras tomaran formas sencillamente indecorosas. En los mejores casos, el trazo se ensanchaba enormemente, provocando los más raros arabescos y sinusoides posibles. Al otro día, posiblemente por no haber tenido que enfrentar su problema, Liliana Verbel suspiró como ella y sólo ella sabía hacerlo en ese tercero o cuarto grado A, y casi estaría demás decir que Robertito se estiró por segunda vez hacia aquella precozmente antigua muñeca de porcelana de boca con agujero.
Robertito quedó confuso al llegar a su casa, porque - como era lógico-  su madre lo recriminó con furia por no haberle avisado a tiempo que necesitaba una nueva lapicera. La pobre quedó espantada al ver aquellos grotescos garabatos en la carpeta de su hijo, coronados por un cero dibujado en rojo, de parte de la maestra. Robertito no se animó a declarar la verdad, y quedó pensando que era raro eso de satisfacer a todo el mundo y de ser bueno, pero bueno de verdad. Había ofrecido lo que no tenía, como un buen cristiano, o por lo menos había dado algo que no tenía reposición. Encima su padre le tiró la Tintinkuli a la mierda. Debió haber sido la María del Carmen, o la Jorgelina, la que le dibujó el cero, aquella vez.
Es raro cómo a veces un personaje se pierde en los agujeros de la memoria, pero Robertito se acordaba perfectamente de la Lidia, aquella maestra de segundo grado B.
Era usual que el día de la primavera los alumnos festejaran dentro del aula, llevando cada quien un poco de lo que podían. La tía Amanda era la gourmet de la familia, cocinera y repostera de las que no se veían todos los días. Ella misma se ofreció a prepararle una torta para sus compañeros.
Cuando Robertito la vio terminada, no podía creerlo. Era sencillamente maravillosa. Estaba decorada con una verdadera artillería de figuras y colores hermosos, como sólo la tía Amanda podía hacerlo. Durante la fiesta, Robertito estuvo esperando con ansias que abrieran su paquete. No quiso comer sandwiches, ni chips, y casi no tomó nada de gaseosa, reservándose para el final.
- Ésta, para después, había dicho la Lidia, ni bien abrió el paquete y vio la torta. La envolvió nuevamente con sumo cuidado. "Ésta, para después". Robertito le creyó. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Se paró al lado del escritorio de la Lidia, con su expresión inocente, casi bordeando la estupidez, armado de la poca paciencia con la que se cuenta a los siete años. La Lidia abrió el paquete mucho tiempo después. Probablemente lo haya hecho a eso de las diez de la noche, en su casa. Robertito no se atrevió a preguntar, porque pensó que seguramente al otro día la Lidia convidaría a sus compañeros con la torta de la tía.
Pero al otro día la Lidia trajo solamente el plato, envuelto con prolijidad  en el mismo papel que había usado la tía Amanda.
- Tomá, Robertito, dijo la Lidia. - Decile a tu mamá que estaba riquísima. Robertito ni siquiera pudo darle el crédito a la tía Amanda, que era quien lo merecía. Quedó completamente paralizado. Tanto aquella lapicera de Verbel como esta torta deben haber incidido para que Robertito se decidiera alguna vez de una buena vez a ser otro,  pero para entonces, en aquel tercer o cuarto grado, él no era consciente de nada.



                 2


                 También, claro, había recuerdos de los otros: La conciencia de ser él y no otro le llegó en esa época, más o menos, mientras observaba con toda atención su mano derecha, y más precisamente, aún, sus dedos. El dedo mayor de la mano derecha.
                 "Yo termino acá", pensó, e inmediatamente dió vuelta el pensamiento: Ahí empieza todo lo demás. Resultó emocionante, ese momento. Más bien conmocionante: Estuvo mudo una semana. Mantuvo en vilo a la familia todo ese tiempo, y cuando recuperó el habla no pudo comunicarle el descubrimiento a nadie. Solamente al cabo de unos meses, y en medio de un juego intrascendente, le dijo a Teté, con naturalidad:
- ¿Viste que uno termina acá?
- ¿Cómo?
- Que uno termina acá, y después empieza todo lo demás.
- Claro, tarado, le respondió Teté.
                 (Otra vez lo mismo)



                 3


- A veces, cuando me acuesto, vienen hasta mí ciertos fantasmas.
- Mon Dieu, qué miedo. Nunca me gustaron las historias de fantasmas. Menos aún si son de miedo.
- No, éstos no son de miedo. Ni siquiera estoy seguro de que sean fantasmas.
- ¿Son buenos?
- No. Son maestras, celadores. Directores, jefes. Opinadores, censores y críticos. Mi mamá.
- Venga con mamita que le voy a sacar el Edipo. Yo sé que puedo hacerlo, y conseguir que usted se sienta mucho, pero mucho mejor.
- No, no se trata de eso. Es que a veces, ella me habla sin necesidad de estar cerca, como tantos otros.
- No conseguirás asustarme. Aún cuando no me gustan estas historias, debes saber que siempre estaré contigo, mientras decidas estar conmigo.
- Por lo menos, he conseguido que te pongas un poco seria.
- Me pudre que te hagas el enigmático.
- No hay enigma: hablo con fantasmas.
- Tu madre...
- Oh, no. No son esa clase de fantasmas, de los convencionales, digo. En general es gente viva. En particular también: Me joden mucho más los vivos que los muertos.
- Estás consiguiendo entristecerme.
- ¿Por qué?
- Porque en estos casos te quedas solo, muy solo de mí.
- Sinceramente, no hay ninguna otra soledad, amor.
- Gracias.
- Necesito un beso.
- Nada ni nadie podrá hacerte daño si yo estoy aquí.
- Me gusta sentir eso.
- Pero... ¿lo crees?... Crees en mí, piensas en mí como tu mujer, del mismo modo en que yo te creo mi hombre?
- Por supuesto, bebé.
- Entonces, te daré algo más que ese beso.



        4


Solo a los dos días de haber cambiado la persiana Robertito sintió el dolor en la mano derecha. En el fragor del trabajo ni se había dado cuenta de el pequeño corte provocado por la filosa  arista de un ladrillo, en el nudillo del dedo índice. Claro, si era como para darse cuenta después del susto con los bichos esos. Aunque ellos no reaccionaron para nada, se quedaron ahí, quietitos, en una de ésas hasta más asustados que Robertito. Sólo que el pobre se cayó de la silla y armó un escándalo tremendo con ese taparrollo de lata tintineando en el piso. Al ratito se repuso y reparó en la maravilla que tenía escondida Colette en el hueco de la persiana. De pronto Robertito entendió todo, porque era rapidísimo para ciertos razonamientos: Tanto tiempo con la cortina baja, los bichos habían conseguido un lugarcito hermoso para vivir.
Colette le había dicho que un día de aquéllos cambiaría la cinta de la persiana, pero claro, era tan pesada. De inmediato Robertito se ofreció para hacer el trabajo, porque una vez, hacía mucho tiempo, había cambiado la cinta de otra persiana. Más grande, más pesada, mucho más difícil de manejar que ésta. Pero aunque nunca en su vida hubiera visto siquiera un taparrollo por dentro, se habría ofrecido igual porque Robertito amaba a Colette.
Aquella tarde ella no estaba en su casa, así que Robertito llegó desde su oficina y se dispuso a terminar la tarea. El día anterior ella había comprado tres metros y medio de cinta - que resultó un poco corta, pero alcanzó para recuperar la ventana-  y Robertito se acordó de llevar, por la mañana, las herramientas que usaría más tarde para arreglar todo.
Despatarrado en el piso, se avergonzó muchísimo del estúpido accidente que había protagonizado estando a solas en la casa de su novia. Lamentó entonces no haber llevado ropa adecuada: se había ensuciado la camisa y estaba traspirando como un beduino, aunque en realidad Robertito no sabía si los beduinos traspiraban mucho o poco. Sonrió y volvió a trepar a la silla, observando atentamente el paisaje en el que debería realizar su trabajo. A cada minuto se acostumbraba más y más a la idea - porque Robertito se adaptaba perfectamente a cualquier situación nueva- , y así fue como empezó a deslizar la cinta de la persiana con suavidad en el interior de la guía grande, hasta que se le ocurrió enroscar la cinta en la guía de abajo, ésa que tiene un resorte para embutir en la pared.
Contentísimo por la idea, la llevó a cabo con rapidez y eficiencia, sin lastimarse ni una sola vez. (La anterior, cuando había cambiado la otra cinta, se había pelado las manos lastimosamente). Colocó con cuidado cada tornillo, y con orgullo adolescente vio cómo había conseguido terminar el trabajo sin molestar a ningún bichito. Encendió un cigarrillo y miró la hora: No había tardado más de quince minutos en arreglarlo. (Y pensar que se había preocupado por si se hacía la hora de la llegada de Colette y él seguía luchando con el taparrollo) "Qué sabrán", se dijo con una sonrisa canchera. Fue hasta la cocina, se sirvió un vaso de agua helada y lo bebió con fruición. Recordó la noche de la cucaracha. Volvió al dormitorio y quiso subir la persiana.
Robertito se sabía un poco incompetente, pero no tanto. Había enrollado la cinta en la dirección contraria, por lo que la persiana no iba ni hacia atrás ni hacia adelante. Pensó, y con sinceridad, "qué boludo", pero se perdonó casi enseguidita porque estaba haciendo ese trabajo por segunda vez en su vida, y ésta, con un amor que le brotaba del pecho como no le había ocurrido nunca antes. Con paciencia franciscana desarmó cuidadosamente la guía del resorte y aflojó la tuerca que fijaba la cinta. Tuvo la precaución de servirse de un trapo por si se escapaba la guía a toda velocidad, lastimándolo, pero esto no ocurrió.
Cuando hubo terminado, descubrió que tenía que volver a meter la mano ahí, donde estaban los bichos. Se resignó. Si lo había hecho una vez, ¿por qué no podría volver a hacerlo? Se encaramó otra vez a la silla y con mucha lentitud comenzó a desenrrollar la cinta. Las paredes aterciopeladas del cajón del taparrollos latían tenuemente. Se imaginó cuál sería la posición correcta para disponer la cinta y esta vez no se equivocó, pero le resultaba incomodísimo llegar al tope superior de la guía. A la tercera vuelta, tuvo una ansiedad enorme por ver el trabajo terminado, y se apuró un poco. Eso debe haber sido lo que provocó el accidente. Pobre Robertito, estaba completamente estirado sobre la silla, con los brazos extendidos y sudando a mares, cuando sintió claramente que estaba haciéndose un tajo en el nudillo. Creyó, aterrorizado, que era una mordida de murciélago, pero afortunadamente se equivocó. Sencillamente se había rozado contra la pared interior, sin revocar, en quizás el único sitio de aquella cavidad no ocupado por un murciélago. Claro, esto lo pensó después, porque en el primer  momento, no tuvo otra reacción más que la de tirarse hacia atrás, cayendo estrepitosamente por segunda vez. Todavía en el piso, alcanzó a reírse de sí mismo mientras se chupaba la herida: sí, sin duda, era solamente un raspón, y un buen golpe en el culo.
Después de descansar un minuto sentado en la silla, supo exactamente qué era lo que debía hacer y - lo más importante, quizás-  cómo debía hacerlo. Colocar la cinta entonces le llevó apenas unos cinco minutos. No le gustaba la idea de ver unos cien murciélagos volando en el dormitorio de su novia, lo que acentuó su eficiencia notablemente. Una vez terminado el trabajo, probó la persiana y notó que la cinta había resultado demasiado corta, pero no le importó demasiado. Eso podría resolverlo más adelante, cuando hubiera pensado debidamente en erradicar a esos animalitos. Algo tenía claro: Ni una palabra sobre ellos a Colette, pobre, qué susto le daría dormir en esa habitación. Con sumo cuidado colocó el taparrollo, usando los mismos tornillos que había sacado, a ver... cuarenta y dos minutos antes. Verdaderamente, todo un record para Robertito, por ser su segunda vez. Para festejar, armó un porro y lo fumó con placer, observando el trabajo terminado. Estaba increíblemente feliz cuando dejó la casa de Colette. Tanto, que hasta le dejó un cartelito diciéndole que la amaba como nunca había podido amar a nadie.



         5


         Acostado al lado de Colette, R. empieza a sentirse cada vez más y más liviano. Lucha contra la idea de salirse de sí mismo, y sin embargo comienza también una sensación de goce que no se parece a nada de lo conocido. Colette debe estar dormida, dulcemente, y no puede darse cuenta de esa especie de fenómeno que está a punto de vivir R.
         Lo lamentable, en todo caso, es que R. sabe - y lo sabe bien-  que cada una de las reacciones inéditas en su piel y en su cerebro ya han sido debidamente mensuradas por los oficiosos medidores de las cosas, los presuntos matadores de la magia. A R. no le importan, y se eleva un poco por encima de las sábanas, atravesándolas. Alguien dirá que es ahora una proyección astral de sí mismo, pero en R. prevalece la conciencia de estar y no estar. Si bien se sabe ahí, ahora parado en el dormitorio, flotando a unos tres centímetros del piso, evita con cuidado el espejo colgado encima  de la cómoda, porque de algún modo sabe que la atracción del azogue puede dejarlo atrapado para siempre en ningún tiempo. Recuerda, pero ni siquiera intuye cómo, que en muchas regiones de Eslovenia y de Croacia suelen tapar con lienzos los espejos durante el luto. Allí deben saber algo sobre el tema, aunque seguramente tampoco intuyan cómo lo saben. Con un leve movimiento de cabeza, se lanza hacia adelante y avanza a voluntad. Recorre el departamento de Colette, esperando encontrar algo diferente o de otro modo, que revele el otro lado de las cosas pero no, nada. A lo sumo una iridiscencia poco frecuente en los objetos, algo que los hace resaltar en la oscuridad, pero eso no es luz ni sombra ni nada. Su percepción es un ralenti, al igual que sus movimientos. Anda por la casa como patinando en cámara lenta y se acuerda de José Luis, qué andará haciendo a esta hora, esas cosas. Es imposible filmar esto, y R. Lo sabe, pero qué lindo sería reproducir la sensación que le llega en una película. Se asoma por la ventana el comedor, ésa que da a la calle, y sabe que puede planear por encima de las calles para darle un vistazo  a Buenos Aires. No lo hace. Tiene miedo de no encontrar el camino de regreso a su cuerpo, o de encontrar otro mejor.
- Cagón, se dice.
- ¿Por qué?
- Dale; animate.
- Estoy bien animado, y no necesito absolutamente nada que no pueda encontrar mañana, durante el día o la noche, pero en mi vigilia.
- Nunca estuviste en vigilia. Te pasaste la vida durmiendo. Además, jamás encontrarías en el curso de ninguna vigilia este maravilloso resplandor de las cosas.
- Sí, es cierto. Pero me lo voy a llevar en la cabeza. Después vamos a comparar.
- Yo no voy a estar.
- Me basta conmigo.
- Puede ser, pero yo soy lo que te falta.
- Lo que me falta es dinero, como a todo el mundo.
- Bastante prosaico, lo tuyo.
- Dejame en paz.
- Vamos, dale, vamos por ahí a mirar monumentos.
- No me interesan los monumentos.
- Y qué clase de escultor sos, che.
- No sé y no me interesa. Y tampoco me gustan las clases o las clasificaciones.
- Qué adolescente.
- En serio, dejame en paz.
         R. vuelve al dormitorio, donde Colette descansa. Se reconoce a sí mismo tendido al lado de la mujer que ama. Decide descansar y toma asiento en el borde de la cama. No hay sitio, y, divertido, se introduce en su propio cuerpo por las fosas nasales. Colette se revuelve entre las sábanas y lo busca con una mano.
- ¿Qué pasa?
- Nada; gracias. Otra vez el sueño ése. Dormí, bebé.
- Si te sentís mal, despertame.
- Sí, Colette. Dormí.
         Pero R. se siente mal, y no puede decirlo. Llegará el día en que finalmente pueda hacerlo, y mientras tanto debería dormir, pero en cambio enciende un cigarrillo y piensa en el modo de modelar cualquiera de las formas que están ahí, en la casa, esperando ser descubiertas como solamente a veces son. Y se convence que esa es la tarea del artista, la de asomarse a ciertos paisajes inéditos y de contar lo que acaba de ver, con alegría o con espanto. R. no siente ni una cosa ni la otra: fuma con tranquilidad el enésimo cigarrillo y el amanecer lo encuentra tendido y vigilante, como prefiere una parte de él mismo. Está cansado y feliz. Por esta vez, la luz es el remedio que necesita para descansar aunque sea dos horas. Después, ir a trabajar.



         6

         Mi amigo, entusiasta zoólogo, me entregó el ejemplar que acababa de sacar de la cámara frigorífica: un diminuto murciélago. Su aspecto no podía ser más repulsivo; la menuda cara vulpina, las orejas desmesuradas y las alas semejantes a delgadas láminas de goma, que a manera de capa le envolvían el cuerpecillo cubierto de pardo pelaje. Sin embargo, cuando al calor de mi mano el animalillo empezó a desentumecerse, desplegó sus alas y bostezó a sus anchas, despertó en mí un extraño interés, inclusive una sensación de simpatía.
         En muchos laboratorios de investigación pueden hoy verse refrigeradoras en las que campea este letrero: "Contenido: murciélagos durmiendo. No los molesten". La razón es que la naturaleza parece haber encerrado en el murciélago los fundamentos de algunos secretos biológicos, buscados hoy con tesón por muchos especialistas, desde los de las enfermedades del corazón y del sistema circulatorio hasta los ginecólogos.
(De "Criaturas de las tinieblas", James Poling)



        7

Jugaban al fútbol en cualquier lado, a toda hora. Robertito se preguntaba cómo era posible que no hubiera pibes en esa calle, si tan sólo habían pasado veinte años. ¿Estarían frente a las pantallas de sus computadoras, o viendo la televisión? ¿En qué se habrían convertido...? Pero qué linda tarde, che. El otoño siempre le había gustado a Robertito, por esa cosa rara de tener que abrigarse un poco, después pasarse todo el día corriendo y traspirando, para más tarde soportar los gritos de mamá. Caminando por el barrio tanto tiempo después, se quedó helado cuando vio que la pared de la carnicería de Carniza tenía todavía una inscripción ininteligible. A primera vista parecía una leyenda en alemán, pero cuando uno prestaba atención descubría que no tenía significado alguno. La primera letra, una hache, estaba dibujada de tal modo que recordaba a una esvástica. Quizás, por eso, el alemán.
Aquella tarde visitaba a su padre y se le ocurrió bajarse del colectivo una parada antes, para pasear un poco. El barrio estaba hermoso como siempre, pero Robertito lo encontró más chato. Se preguntó si finalmente él mismo habría crecido; si sería más grande y sonrió ante la idea. Una nenita se asomó por un portal y lo saludó. Era idéntica al Narigón Zapata, y seguramente su hija. Apuró un poco el paso, no fuera cosa que lo viera el Narigón y tuviera que saludarlo. Se sintió un poco triste y a la vez cansado de escapar. No sabía muy bien de qué o de quién, pero en el fondo escapaba. El Narigón era un buen tipo, seguramente se preocupaba todavía por su físico y tenía sus propias pesas en el fondo de la casa. Hacía mucho tiempo, tanto que a Robertito le dolía, había visto el increíble desarrollo físico del Narigón. Una noche de tantas, en el verano, venían caminando Robertito, el Narigón y otros pibes de la barra. Posiblemente estuvieran allí Paquito, el Tati y Pancho, pero no es seguro. Iban tres o cuatro chicos caminando por la calle completamente a oscuras. (En verano era muy fácil caminar a oscuras en Avellaneda, igual que siempre lo será) De pronto, a alguien se le ocurrió que el último en llegar a la esquina era un estúpido y todos salieron corriendo. Todos menos Robertito, quien no creía en realidad que el último fuera un estúpido.
                 El Narigón se extrañó mucho, y dejó de correr.
- ¿No jugás?, le preguntó.
Robertito le dijo que le parecía estúpido correr para no ser estúpido, y aunque el Narigón no entendió del todo bien, estuvo de acuerdo.
- Pero podemos hacerlo por nada, ¿dale?, le respondió, con una sonrisa.
Sin mediar más palabra y en menos de un segundo Robertito echó a correr gritando que sí, que así sí valía la pena. Un instante más tarde el Narigón Zapata salía disparado hacia la esquina, persiguiendo a Robertito. En ese momento, Robertito sintió asco de sí mismo por haber sacado una ventaja de la sorpresa y aflojó el paso - sólo un poco-  para que el Narigón se le pusiera a la par. Pero el Narigón hizo algo más que eso: Se le adelantó casi un metro. Robertito corrió con desesperación, pero el otro era más veloz. La carrera terminó en menos de diez segundos. Los demás habían seguido corriendo. Había en el aire ese olor a hojas quemadas y a verde, y a lluvia y a calor del viento. Ambos jadeaban un poco.
- Te superé, dijo el Narigón. Respiró profundamente. - Gané yo.
Robertito no le contestó. Caminaba como si nada hubiera ocurrido. El Narigón insistió.
- Te superé, ¿no?
A Robertito le pareció ridículo explicarle que le había dado una chance de ser alcanzado. Además, íntimamente sabía que el Narigón le habría ganado de todos modos. Se mantuvo callado. El Narigón lo tomó de la camisa y lo enfrentó. Por tercera vez dijo.
- Te superé, Roberto. No podés negarlo. Robertito se quedó duro por la reacción. Tuvo un poco de miedo.
- No lo niego, contestó con ambigüedad no premeditada.
- Pero tampoco lo aceptás; no decís nada...
- ¿Y qué querés; un réferi? le preguntó al Narigón.
- No, no quiero un réferi. Pensé que sabías perder.
A Robertito le faltaba bastante, pero estaba aprendiendo a perder, de modo que le dijo que sí, que el Narigón lo había superado.
- Pero yo creí que corríamos por nada, dijo finalmente.
Ese mismo año el Narigón empezó a hacer fierros y fisicoculturismo. Era increíble. Se metió de lleno en el mambo del karate, y con los años manejó con presteza el sipalki, esos dos palitos atados con una cadena. Robertito estaba seguro que cuando fuera grande sería ladrón o policía, pero se equivocó: el Narigón Zapata se hizo zapatero. Aquella noche de la carrera Robertito casi no pudo dormir, pensando en la cara del Narigón cuando lo agarró de la camisa. Creyó que lo golpearía, y a Robertito le habían enseñado que no; que eso no se hacía.
Estaba sorprendido porque el Narigón era un apasionado para ciertas cosas, como por ejemplo el Racing Club, pero jamás se hubiera imaginado que una competencia tan estúpida como aquella que habían mantenido casi por casualidad, por mera ocurrencia de Robertito, lo sacara de sí con tanta facilidad.
Había otros casos en la barra, como por ejemplo el Barto, que sí eran capaces de llegar al castigo físico por cualquier cosa, y por eso Robertito lo evitaba. Una vez, sin embargo, no pudo hacerlo.
Se aburrían en el club de barrio y parecía no haber nada que los sacara de ese aburrimiento cuando a alguno se le ocurrió un certamen de boxeo, a mano abierta, sin lastimarse. Se peleaban tres rounds y ganaba el que alcanzaba el rostro de su adversario tres veces, o lo hacía caer, también tres veces. Después de la primera caída, sólo era posible remontar el resultado de la pelea a favor si el contrincante quedaba definitivamente en el piso, o se rendía. Robertito quiso mayores explicaciones sobre qué era aquello de "definitivamente", pero a nadie parecía importarle demasiado.
Robertito tuvo otra vez la amarga certeza de haber llegado al planeta uno o dos años más tarde de lo que se merecía: Su físico no estaba preparado para enfrentar a ninguno de los otros. A lo sumo, medía un par de centímetros más que el Cicatriz, pero solamente porque éste era retacón: El Cicatriz ya tenía pelos en las piernas y pateaba como un burro. Se enfrentaron al azar por parejas, y pese a que Robertito se había negado a participar, le tocó hacer guantes con el Barto.
- La verdad, no me interesa, dijo Robertito.
- Dale, no seas maricón, le respondió el Ruby.
La pelea era de lo más amable hasta que terminó el segundo round. Entonces el Ruby se le acercó al Barto y le habló algunas palabras al oído.
Robertito se dijo a sí mismo "perdiste", porque ninguno se había rendido y nadie lo haría, por supuesto.
Al comenzar el tercer round, el Barto fingió tropezar y el Cicatriz dijo que eso se contaba como una caída. Después el Barto dejó entrar una izquierda de Robertito, que a esa altura ya veía cómo se desarrollarían los hechos a partir de ese momento: el Barto debía voltearlo a toda costa.
Empezó entonces una de las palizas más feroces de la vida de Robertito. El Barto pegaba rapidísimo, asegurándose de entrar siempre abajo. Sus manos eran como dos luces que Robertito no podía parar ni con las piernas. El Ruby le hizo señas al Barto porque finalizaba el tiempo reglamentario, y entonces éste se decidió a terminar la faena. Arremetió a fondo y empujó a Robertito contra la pared, con tal suerte que su nuca golpeó de lleno al tratar de esquivar uno de los primeros golpes que el Barto lanzaba arriba. Se le aflojaron las piernas, pero no quería quedar a la completa merced de ese animal, y trató de aguantar. Sus ojos se nublaron y no podía ver llegar los golpes. Notó que el Barto tenía un brillo especial en sus ojos, feliz por la pelea que estaba ganando. A Robertito se le cruzó la idea de que el pobre Barto estaba gozando con todo eso, y que lo mismo ocurría con pobre Ruby y el pobre Cicatriz, pero claro, lo de pobres era en razón de que estaba siendo masacrado como un loco. Cuando desde lejos Paquito, el cronometrista dijo que ya estaba, que ya era tiempo, el Barto festejó como si hubiera ganado el título mundial. Robertito, avergonzado, se sentó en el larguísimo banco de cemento a descansar en silencio su carne y sus huesos doloridos. Estaba humillado pero no se movió del banco hasta que cayó el sol y casi todos se habían ido. Entonces decidió enfilar hacia su casa.
- Decile a tu vieja que no te pegue, le gritó con una sonrisa satisfecha el Ruby cuando vio que Robertito se iba.
- Total, ya tenés la cara llena de dedos.
Todos rieron. Robertito se preguntó por qué se había orquestado ese circo romano, pero no lo supo durante mucho tiempo.
Se prometió entonces que cuando se transformara en un hombre trabajaría para explicarse a sí mismo y a los demás las razones de ciertas injusticias, sobre todo para que no se repitieran.
Mientras tanto, todos en la barra fueron creciendo y hubo de cuando en cuando algunas respuestas aisladas: Cuando llegó la época de las novias, por ejemplo, el Barto se reía contando que todas las minitas que habían salido con él habían terminado cobrando.
- Pero... ¿por qué?, le preguntó extrañado Robertito.
- No sé, respondió el Barto que todavía sonreía. - Siempre se encuentra un motivo.
Robertito nunca supo más del Barto ni de los demás cuando se fue del barrio. Sólo en contadas ocasiones, como esa tarde, encontraba por casualidad con el Tati, que lavaba el coche todos los domingos en la calle, y ambos charlaban un rato sobre lo difícil que se había vuelto todo.



         8


- Hola.
- ¿Qué hacés? Vení, pasá que hace frío.
- Estás loco, Viejo. Hace un calor de morirse. La gente se derrite por la calle.
- ¿Cómo andás, hijo?
- Bien. ¿Qué hacías?
- Estoy arreglando el mosquitero.
- ¿Y para eso sacaste la puerta?
- Es mejor.
- Vamos, Viejo, podrías haberlo hecho con la puerta en su lugar.
- ¿Viniste a criticar, o a ayudarme?
- A ayudar.
- Entonces poné el agua para el mate.
- Sos un turro. Ya vengo.
- Arriba de la heladera hay unos bizcochitos de grasa.
- ¿A qué vino eso del frío?
- La última vez que viniste hacía frío, y con los años, retengo los últimos recuerdos, vos sabés.
- Ya no peleo, así que no te gastes, querés.
- Yo ya estoy gastado, Rober. Estoy cansado de discutir conmigo mismo las mismas cosas, desde ángulos diferentes.
- Pero eso te mantiene bastante filoso todavía. Sinceramente, me parecés un tipo temible. Lo que te salva es que te quiero.
- Menos mal. Muchas veces, solo, pienso que no sirve para nada lo que hago. Que en cualquier momento llega la parca y páfate, ya está. Ya estuvo, en realidad.
- No digas sandeces.
- No es una sandez. Son cosas que pensamos los viejos. Qué queda. Qué falta. Cuál será el reclamo, una vez que uno ya se haya ido.
- Pero vos hacés cosas. Te pasaste la vida haciendo cosas. Si te molestan los balances, entonces dedicate a los inventarios, y vas a ver cuántas cosas tenés.
- Sí. Dame ese martillo, por favor. ¿Te fijaste? Los jazmines ya están florecidos. Perdieron el ritmo después que murió mamá. Antes no fallaban: abrían el ocho de diciembre.
- La verdad, nunca me había fijado. No sabía siquiera que hubiera en la casa una planta de jazmines.
- No me extraña. Siempre fuiste un poquito reconcentrado en tus cosas.
- No comment.
- Che, pero qué penetrante, el comentario.
- ¿Viste? Voy a ver si está el agua.
- No, Rober, pará. Falta bastante. Podrías haber traído los bizcochitos.
- Ahí están.
- Ah.
- Un día de éstos, que según vos decís son los que te faltan, podrías decir qué bien, o bárbaro, si te parece.
- Bárbaro. Qué bien.
- Qué profundo... el nene trae los bizcochitos. Mi mamá me ama.
- Mi papá me pega.
- Sí: me das con un caño, Viejo. Toda la vida me diste con un caño.
- No es cierto. Puede haberte parecido que era rígido con vos, o con tus hermanos, pero, a mi modo, los quiero mucho. Siempre traté que estuvieran juntos. En las buenas y en las malas.
- Hace casi un año que no veo ni a Teté ni a Julito.
- No será por mi culpa.
- ¿Sabés, en realidad, todo tu esfuerzo porque estuviéramos juntos solamente sirvió para que cada uno de los tres no se bancara a los otros dos.
- Tus hermanos te quieren. Ellos se ven, y sé muy bien por sus comentarios que te respetan más de lo que vos te imaginás.
- Yo también los quiero, pero si estoy lejos, mejor.
- Sos un desamorado, Rober, y nunca te importó tu familia. La pobre Marta es la que más viene acá, para traerme a los chicos.
- Creo que quiere seducirte. Tené cuidado porque todavía podés gustarle a una mujer.
- No seas gracioso, querés.
- Vos sabés qué es lo que quiero decir.
- No. No lo entiendo muy bien. Sería mejor que en un acto de arrojo fueras a buscar el agua.
- Sí papá.
- No te hagas el vivo, Rober. Si te parece la traigo yo.
- No. Esperá. Vos embocale bien al clavito.
- No entendés.
- Traigo el agua y me explicás, ¿dale?
- Dale.
- ...
- ¿Cómo es?
- ¿Cómo es qué cosa?
- Por eso no nos entendemos.
- ¿Por qué?
- Siempre te hiciste el otario a la hora de las explicaciones.
- No te olvides que estás hablando con tu padre. ¿Qué decíamos?
- Vos me ibas a explicar por qué yo traía el agua.
- Porque yo estoy trabajando, trabajando duro en una obra de ingeniería que se lleva toda la capacidad de mis neuronas.
- Dale, papi, por favor te pido: Por esta única vez, tratemos de entendernos.
- Sos vos el que no entiende, pero solamente porque no querés, o porque querés hacerme decir las obviedades más grandes. Deberías aceptar que para mí, ahora, no hay nada más importante que esta puerta, que este mosquitero, sólo porque no puedo hacer otra cosa. Por eso fui a conseguir los clavitos con cabeza de bronce al mejor precio, le pongo tejido plástico a toda la puerta y no solamente al lugar en que está roto.
- ¿Tomás con azúcar?
- Sí, claro. Pero, vos, ¿entendés?
- Creo que sí. No es tan difícil, y te respeto. Pero me parece que vos también deberías respetarte algún momento de descanso. ¿Qué problema tenés en tirarte a descansar?
- El tiempo, Rober. El tiempo. La urgencia la tengo con los demás. Cuando hay otro es necesario hacer algo, darle un sentido a cada segundo en el que estamos juntos.
- Creo que te entiendo muy bien. No solamente te entiendo, sino que además, me parece que estoy procediendo de la misma manera. Salvo cuando vengo a visitarte.
- Lo que es en sí mismo una excepción. Gracias. Esto pinta bien.
- Ojo que me parece que está caliente.
- No. Está bárbaro. Qué bien.
- Sos un zorro, Viejo.
- No, te digo en serio. Está muy bueno, es uno de los mejores mates que tomé en mi vida. Sin ironía, sin "mala onda", como dicen los chicos.
- Te decía que a veces me pasa lo mismo. Ando medio hiperkinético, o algo así, de a ratos, o por épocas.
- Significa una de dos cosas: O le encontraste el sentido a las cosas de la vida, o estás en camino a darte cuenta que las cosas de la vida no tienen sentido.
- A veces me preguntan a quién salí tan ácido.
- Había un tío en España...
- Funny.
- ¿Y cuando respondés un reportaje, también decís "funny", así como al descuido, o te cuidás de que te salga natural?
- Esas boludeces son para consumo interno. Además, no contesto reportajes.
- Sin embargo no hay semana que no hojee una revista y encuentre ciertas consideraciones tuyas sobre tal o cual cosa.
- Qué sé yo... No es problema mío. Después de tantos años, me llama algún periodista amigo y charlamos sobre cualquier cosa, y después de un tiempo descubro que estaba respondiendo a un reportaje.
- Mirá qué bien.
- Qué mal, querrás decir.
- No, qué bien te usan los amigos que elegís.
- Uno no elige tanto, papi.
- Oh, sí. Claro que sí. Y si un amigo hace eso, no es amigo, y si sigue siendo amigo uno es un pelotudo hecho y derecho, salvo que tenga menos de cuatro años.
- ¿A qué viene tanta dureza?
- No sé. Estos clavos de porquería...
- Dejame que te ayude.
- No, no. Está bien.
- Dejame ver, por lo menos. Tomá otro mate.
- Gracias.
- ...
- ¿Viste el limonero, qué lindo se puso?
- No... Esperá. Ya voy. A mí me parece que es mejor sacar todo el fleje.
- Sí claro, pero si le saco todo el fleje, el trabajo pierde por completo su espíritu deportivo.
- Recién no era tan  deportivo ni nada. Era una cuestión de tiempo.
- Por eso.
- Cuando estás vos...
- Cuando está cualquiera.
- Sí: Es verdad. Cuando está cualquiera. Pero a veces, puedo estar lo más bien, sin urgencias, solamente haciendo nada, con algunas personas.
- Necesito ejemplos.
- Marta viene aquí y se deja estar, tranquilamente, mientras tus hijos hacen un pozo en la tierra, allá en el fondo. No tengo que pedirle que haga mate, no tengo necesidad de hablar sobre nada profundo, ni siquiera parecerle inteligente.
- Al respecto de esa persona yo decía que quería seducirte...
- ¿Ahora no la nombrás?... Pero mirá que sos chiquiliín, Rober.
- No pases al ataque que a esta altura de la conversación vos ibas a explicarme algo muy importante. Mucho más aún que el sabor de los bizcochitos.
- Hijo, estás hecho un grandulón. ¿Viniste a pelear, vos, o me parece?
- Dale, Viejo. Contá que estoy con muy buen ánimo. Y es sabido que cuando uno no quiere, dos no pelean.
- Ay, ay ay. ¿Cómo se le explica a un hijo que un padre no necesita casi nada; que se arregla con el poquito de cariño que le sobren a los hijos cualquier día domingo?
- No sé si eso es un teleteatro o una canción de Gal Costa, pero en todo caso parece un videoclip. Hablemos en serio, por favor.
- Puta, no puedo clavar estos clavitos si me exigís tanta concentración. Hace quince minutos que llegaste y ya me dan ganas de matarte.
- Herodes...
- Va fangulo, diría tu abuela.
- No seas beninún, también.
- ¿Sabés cuánto hace que no escuchaba esa palabra?
- Tenemos que ir a Génova. Contame por qué carajo no entendés que Marta te seduce con esas actitudes que se parecen al cariño. ¿Qué necesidad tiene de venir aquí, cuando vos podés venir a mi casa los días que yo tengo a los chicos?
- No tiene muchos lugares donde ir. La plata no le sobra. Del mismo modo que no le sobra a nadie en este país.
- ¿No le darás plata, no? Porque a mí me sale carísimo.
- No midas costos con los hijos. Tratá de dar todo lo que tenés.
- Tendrías que hablar un rato con Gary Becker.
- ¿El tenista?
- No, es un cómico norteamericano que acaba de recibir un premio Nobel de economía por su última gran broma respecto a la educación de los hijos. Pero en su caso, como en tantos otros, la culpa no la tiene el chancho, sino el que le aplaude los chistes.
- Debe tener un frío en el mate...
- No más que todo el mundo: papá, vos también estás un poco chalado.
- Marta te quiere, beninún.
- Viejo, no te pongas pesado. Tomá.
- Gracias.
- Pasa que amo a Colette, estoy loco por esa mujer, y no la cambio por nada ni por nadie. Es mi mejor historia y nada puede compararse a ella.
- También me cae bien; no creas que soy un necio. Pero resulta tan poco natural que no elijas a la familia, que prefieras eso que parece solamente una relación... qué sé yo...
- Querés decir carnal y no te animás. Pero tranquilizate, porque no es en absoluto carnal, o mejor dicho, no es únicamente, absolutamente carnal. Esa mina tiene un contacto de primera con las sensaciones originales, no sé muy bien cómo explicarlo...
- No querrás decir carnal, ¿no?
- Dame ese mate.
- Pará que falta.
- No falta nada. Dejá de chupar en seco.
­- Marta te quiere.
- Viejo, hoy y siempre el amor fue un asunto de a dos, aunque no lo pareciera.
- ¿Ahora me vas a decir qué es lo que cimentó mi casa?
- No podés negar que eran otros tiempos...
- Hace más bien poco que murió mamá. Yo diría que éstos son los tiempos que corren, éste es el tiempo que corrió siempre. Este es mi tiempo, hijo, y lo comparto con vos arreglando el mosquitero.
- Eso es filosofía de historieta, o por lo menos tiene su tufillo característico.
- No es filosofía. Alcanzame la pinza, carajo, y no me pongas nervioso.
- Tomá.
- Gracias. Bárbaro. Qué bien.
- Sos un divino, papi, pero a mí no me engañás..
- Bárbaro. Qué bien.
- La ironía es un sayal demasiado grande para hombres pequeños como nosotros.
- Andá a decírselo al presidente. Calentá un poco el agua.
- Sí. Esto está frío.



         9


         A veces, finalizado el ensayo, me doy cuenta que se pudrió todo. Que el éxito más grande que pueda obtenerse ante el público será apenas una sombra, un reflejo. Sólo un remedo de lo que acabo de ver. No me gusta decírselo a nadie, pero la verdad es así de fría. No entra en ningún cálculo del público o de los críticos que en realidad no están viendo en el escenario lo mejor que la obra, que el director y sobre todo lo mejor que los actores pueden dar. Es triste, porque muchas veces frente a mi gente yo me doy cuenta de eso. No se trata de nada racional, sino que hay una especie de cosa en el aire que me indica esa característica de inmejorabilidad. Es una lástima. ¿Cómo decirle al actor que ya está; que está bien?... ¿Cómo darle, después de la perfección, una vaga sensación que aún quedan cosas por vencer, antes del estreno, cuando el estreno es el pico máximo de ansiedad? Puede ser increíble, pero no tengo el valor de hacerlo.
         Les miento, pero solo a medias: Digo que está bien, pero mirando hacia el piso, con cara compungida. Dejando la idea en el aire que en el fondo no está tan bien como dije, o mejor dicho como no dije. La situación en el fondo me entristece mucho porque sé muy bien que esa noche tendré problemas con el sueño, claro, cómo dormir si es justo ahí cuando le agradezco a Dios haber sido testigo presencial de ese portento irrepetible.
         Me resistía, al principio, pero ahora veo que el uso de las VCRs viene bien para el análisis y el pulido de las escenas. Desde que arrancamos con las filmaciones, casi todo el mundo entiende mejor y más rápido las relaciones posturales,  las inflexiones vocales de cada escena.  No encaramos casi ningún proyecto desde que empezó La Sacudida sin la presencia del Tábano. Lo de Tábano le quedó porque al principio casi todos se resistían a la experiencia, pero ahora estamos encantados con las filmaciones. Tábano se metía al baño con la cámara y enganchaba a todo el mundo en posiciones sino dudosas, por lo menos dudables. Claro, él se defendía diciendo que los actores se enojaban porque ésos eran los momentos en que estaban sin careta. Que luchaban en contra de lo espontáneo. Tenía razón el loco ése. Puede parecer irrelevante, pero la gente seguía endurecida aún después de haber grabado alguna escena por primera vez. Cuando el Tábano los filmaba en los recreos, se hacían los tímidos o los enojados y la situación se puso bastante tensa, pero al siguiente  ensayo la gente se comportó con soltura y los resultados fueron de lo mejor. Por eso empecé a ir a todos lados con la cámara, más que nada porque es chiquita, pero finalmente vino bien donde menos lo imaginaba. Por otra parte, como buena expresión multimedia que es la Sacudida, no podía faltar el video en cada muestra. Pero todo esto es secreto, y solamente te lo digo por nuestra  amistad y la confianza que tengo en vos, claro. Pero no me importaría que apareciera en el Suplemento de la Revista, sobre todo señalando que todos los datos  han sido  obtenidos mediante malas artes, o citando fuentes bien informadas, o algo así, cosa que yo después pueda desmentir todo en otro medio y podamos armar una linda guerra que nos ponga a tiro de algún titular en un diario como la gente. Gracias, man, Dios y la Patria te agradecerán tanta abnegación etcétera etcétera, per saecula saeculorum, amén, amén, amén.
         Te comento de paso que Alicia está pasando por uno de sus mejores momentos interpretativos, y que por eso me animo a decirte que se convertirá - a no dudarlo-  en una actriz valiosísima una vez que termine el proyecto de La Sacudida y pueda encarar otras cosas. Sobre ella sería mucho mejor aclarar desde el vamos que entre nosotros no pasó ni pasa absolutamente nada, que se ganó el puesto a fuerza de trabajo y todas esas cosas que vos sabés.  En todo caso, para aderezar la nota se podría señalar que ella está enamorada de mí, o yo de ella, y que el otro no corresponde ese amor. Yo puedo decir, como le gustaría a un amigo mío de la infancia que vos no conocés, que nunca hice nada ni volveré a hacerlo. Alicia está de acuerdo y el marido también. Lo que él no sabe es que algo pasó, pero que la cosa no funcionó. Como diría Tito, un puterío.



        10


El hijo de puta no me contesta. Yo lo toreo, lo busco, lo atoro, pero no me da ni cinco de pelota. Es una basura de las que no quedan, un maldito pedante hijo de puta. Se la da de hombre de mundo, de gran señor, de hombre de bien. Pero yo sé la verdad. Viene al edificio con sus aires, su ropa prolija y siempre bien afeitado. Saluda a los vecinos, nunca se peleó con nadie más que conmigo pero yo sé que en el fondo es un troglodita degenerado malparido que más hubiera valido que no naciera nunca.
Vive encima de mi hogar. Ese monstruo, esa basura humana habita encima de mi casa y me da asco que así sea. Tiene costumbres viciosas, se acuesta tardísimo y trae mujeres por las noches. No sé cómo mierda hace, pero a la mañana se lo ve salir hacia su oficina fresco, como si nada hubiera pasado. Ya la va a pagar. Afortunadamente su cuerpo debe estar deteriorándose día a día con la vida que lleva, el muy guacho. Se va a morir joven el degenerado ése. Maldito sea.
A mí me parece que se droga. Nadie podría aguantar semejante ritmo sin drogarse. Me dan ganas de denunciarlo, pero en una de ésas no tiene nada en la casa. Algo ajeno encontrarán, seguro... Pero, ¿cómo probarlo? Si por lo menos estuviera seguro que ahí está el potus que desapareció la semana pasada del hall de entrada del edificio... Sé muy bien también que anda por ahí hablando mal de mí. El otro día me grité con otro vecino y se dijo por el barrio que me había peleado con él. Seguro que él mismo está haciendo alardes conque discutió conmigo. Debe pensar que de ese modo asciende un poco en la categoría de persona - que no es-  y que de ese modo gana respetabilidad.
No puedo ni imaginarme en qué clase de conventillo nació el hijo de puta, ni cómo hizo para llegar a vivir en un barrio respetable como el mío. No sé tampoco cómo no hay una ley que le impida la entrada y la permanencia a basuras semejantes en las empresas grandes. Porque el degenerado va y viene de su oficina con su aspecto honrado, y nadie sabe en realidad la vida que lleva. Me da rabia ser el único que sabe su secreto, y no poder decírselo a nadie. Bueno, en realidad se lo he dicho a cuantas personas he podido, pero debe resultarles difícil creerlo, porque aparte de ser un flor de hijo de puta es un buen actor.
Yo sé que hace ruido de noche. Que aprieta el botón del baño a cualquier hora, a propósito, sin necesidad alguna, sólo para despertarme a mí o a mi señora. Que a veces son las tres de la mañana y el muy hijo de puta  está lavando algún plato. Que canta todo el día, cuando está en  su departamento,  y sobre todo cuando sale al pallier para hacerme creer que es feliz. Que escucha música clásica a todo volumen para que la gente piense que es un poco culto. Y siempre, siempre, ese cincel.



         11     


         El murciélago es un animal de sangre caliente mientras está activo, y de sangre fría cuando se halla dormido; apto para entrar en hibernación con más rapidez y facilidad que cualquier otro tipo de mamífero, se le puede conservar con vida en una refrigeradora. En cuanto se le coloca allí, el murciélago hace descender la temperatura de su cuerpo y se echa a dormir; los latidos de su corazón disminuyen de 180 a tres por minuto; sus movimientos respiratorios, que eran ocho por segundo, se reducen a ocho por minuto. Si ha acumulado suficiente grasa - como generalmente lo hace desde principios del otoño, al comenzar a prepararse para la hibernación-, sobrevivirá durante muchos meses en la refrigeradora, sin que sea menester alimentarlo ni cuidar de él en forma alguna. Permanece allí, con el motor, por decirlo de algún modo, al ralenti hasta que pasa al laboratorio.
         La imaginación popular relaciona al murciélago con algo sombrío, diabólico y repugnante. En cambio la mayoría de los científicos que lo emplean en sus experimentos acaban encariñándose con él. El biólogo Ernest Walker afirma que "los murciélagos nada tienen de repugnante. Son tan amigos de la limpieza como los gatos, se asean todas las mañanas y también después de cada comida. Son seres únicos.
(James Poling, op. cit.)



         12


- Tomá.
- Gracias. ¿Sabés cuál es la diferencia entre Marta y Colette?
- ¿Justo a mí me preguntás? Claro que la sé.
- Me refiero a la diferencia histórica.
- Creo que también la conozco. Colette es el futuro.
- A veces sos muy necio. Ojalá estuviera seguro que te lo proponés.
- Hablo en serio, y no quiero ser patético con respecto a Marta.
- Es una mujer excelente.
- Ya lo creo, pero no es mía. Ya no me corresponde. Mirá qué palabra sale sin buscarla...
- No quiero ni puedo hablar mal de la francesa. No me interesa. Es más. Me parece muy inteligente una cosa que dijo aquí mismo sobre América y Europa, cuando hablábamos sobre los quinientos años de no se sabe qué cosa, si colonización o conquista.
- Sí eso es lindo. Pero caés en el viejo error de calificar o considerar a las personas por su inteligencia, su coeficiente intelectual o por lo que parece que dicen.
- El de la inteligencia es solamente un índice de valoración. Creo que uso por lo menos otros cinco índices, y resulta que siempre te duele el que estoy usando. En serio. A veces sos necio.
- Puede ser. No conozco a nadie que tenga la permanencia absoluta en el juicio perfecto, pero tampoco a nadie que viva permanentemente diciendo estupideces. Cuando hablamos, parece que yo estuviera en este último costado. Y si hablamos sobre terceras personas, no parece: estoy seguro que despreciás por completo lo que digo, que no es otra cosa que lo que pienso.
- ¿Eras vos la persona que no quería ser patética?
- Me refería a Marta.
- ¿Y qué pasa con ese mate?



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- Este chico es sordo, dijo el tío Lolo refiriéndose a Robertito. Iban caminando con Daniel y la tía Amanda, por la playa de Mar de Ajó. Eran las primeras vacaciones de Robertito y se mostró extrañado frente al mar. Tres veces le preguntaron qué le parecía, y Robertito sólo miraba hacia el horizonte. Su primo Daniel, más ducho que él en esas cuestiones marítimas, debido a que había veraneado allí mismo el año anterior, quiso arrancarle un comentario. Dijo.
- ¡Cuánta agua!, ¿no?...
Robertito no contestó. Seguía mirando no se sabe dónde.
- Este chico es sordo, repitió el tío Lolo.
Unos instantes más tarde la mirada de Robertito se posó nuevamente en la gente. Para cuando reaccionó, todos hablaban de otra cosa.
- Sí... Dijo. Después de unos instantes, reflexionó: - Y eso que se ve la parte de arriba, nada más...
- ¡Qué pibe bobo!, le retrucó el primo Daniel.
Debería ser el viento del mar, o el espectáculo de amplitud y grandeza al que Robertito no estaba acostumbrado, pero casi todo el tiempo que duraron esas vacaciones se mantuvo en una especie de campana de vidrio, al amparo de los estímulos exteriores. Se pasaba horas y horas tirado boca abajo, en la playa, humedeciendo primero la arena,   dándole luego formas extrañas con una pala. Su primo Daniel se las pateaba como al descuido. Pero esto no ocurría siempre. Al principio, sobre todo, era Daniel quien había tenido las mejores ideas sobre los edificios que debían levantar. Pronto Robertito se cansó de los edificios y se decidió a construir otra cosa. No sabía exactamente de qué se trataba, pero estaba seguro que con el correr de los minutos y de su esfuerzo la arena cobraría la figura que él estaba buscando. Una vez Daniel estuvo tratando de llamar la atención de su primo durante varios minutos, para ir juntos al mar. Robertito permanecía absorto frente a su escultura, dándole algunos retoques, sin escucharlo. Daniel se enojó mucho por por eso. Le pisoteó una especie de chorizo alargado con una pelota en la punta y se fue a nadar. Antes le dijo
- Sos un pelotudo.
Pero Robertito no lo había escuchado: Estaba encantado con las huellas de su primo marcadas en esa extraña escultura. Quiso hacérselo notar,  pero Daniel corría, feliz, hacia aquel horizonte lleno de agua. Robertito observó inmóvil esa creación deconstructiva de su primo hasta que le dolieron los ojos. La arena empezó a secarse y a desprenderse de a poco, en miniderrumbes para nada trágicos. Entonces sintió la primera necesidad en su vida de hacer algo no definido con sus manos.
De inmediato pensó en la pintura como medio de expresión, ignorando por completo lo que sentía en ese instante, cuando había captado por primera vez la mutación de las dimensiones en su modelo de trabajo. Se imaginó a sí mismo frente a un caballete, manchado con témperas o con óleos, y tuvo la certeza de que adentro de los pomos de pintura estaba todo el universo esperando ser pintado, del mismo modo que en la arena preexistían todas las figuras posibles.
Robertito surcaba las aguas de estas reflexiones, imaginando un pincel deslizándose sobre una tela, con un montón de amarillo por delante, cuando se sobresaltó por los gritos de su madre, parada a medio metro de la forma de arena que había surgido ahi, frente a sus propios ojos. Todo el grupo había estado llamándolo desde la orilla, y Robertito no les contestaba. Su madre se acercó a él, para llevarlo de un brazo hacia donde estaba el resto de la familia.
- Máaa, berreó Robertito, quejándose, mientras era arrastrado frente al mar. Su madre pareció recapacitar y se detuvo. Se arrodilló en la arena, para escuchar bien lo que iba a decirle Robertito. Estaba realmente preocupada. En esos días ella había leído un artículo sobre el autismo, y Robertito tenía por lo menos dos de las características que allí se señalaban. Trató de serenarse y le acomodó el flequillo a su hijo, que seguía con la mirada perdida en el mar.
- ¿Qué te pasa, hijo?, le preguntó.
- No sé.
- ¿Cómo no sabés?... ¿Querés caca?
- No... Yo digo...
- ¿Qué hijo, qué?, le preguntó su madre, ansiosa.
El chico tenía la mirada perdida en el mar, con esa expresión que empezaba a asustar a la mujer. Después de unos instantes, preguntó:
- ¿Puede ser que en la forma esté el todo?
Su madre quedó perpleja. En realidad ella no había entendido bien la pregunta, pero se ofendió inmediatamente  porque pensó que ese enano estaba tomándole el pelo otra vez. Luego se avergonzó de sí misma. Lo acercó hasta el grupo y le dió un sándwich. Pasito a pasito, Robertito se alejó de la gente para darle otro vistazo a la forma en la arena. Mientras tanto, el primo Daniel les contaba a los demás que por las noches, muy cerca de la playa, había tiburones, inventando una historia sobre un pescador y una lancha, o algo así. Hacía las delicias de todos los demás.
Robertito masticaba su sándwich distraídamente. El mar apagaba las voces de los demás con su gemido grave, pero no lo suficiente como para Robertito escuchara las historias de Daniel, por un lado, y por el otro a su padre, comentando con preocupación que aquel hijo suyo estaba un poco loco.
- Nooo... Ese chico está sordo, dijo por tercera vez esa mañana el tío Lolo.



         14


- Tito... A veces me cuesta hacer una pregunta así de frontal, pero la noche promete y la verdad es que tengo un frío de cagarme.
- ¿Querés un pulóver?
- No. Qué pulóver ni ocho cuartos... ¿Tenés más whisky? Si no hay, te juro que voy  a comprar.
- No, che. No es para tanto la miseria. Es una buena oportunidad para descorchar el Cutty Stark.
         Robertito recorrió la habitación y fue hacia el bargueño.
- ¿Más café?, le preguntó a Leandro.
- Dale. Si querés, yo lo preparo.
- No, no, respondió Robertito. - Todavía tengo un poco de la colada anterior.
- Menos mal, dijo Leandro. - Porque salvo por el frío, acá se está fenómeno.
- Tomá. Vos abrí la botella.
- Gracias... ¿No la tendrías reservada para alguna ocasión o persona en especial, no?
         Robertito volvía de la cocina.
- No. Sí, se contradijo. - Pero Palmer no vuelve más.
- Qué sabés de él?
- Nada. Ése sí que la hizo bien. La última vez que lo llamé me dijo que estaba ocupado. Después, Conadep. Nunca más.
         Robertito se dejó caer pesadamente en el sillón y tendió su vaso.
- ¿Traigo hielo?, preguntó, una vez instalado.
- No. Para mí está bien así... El otro día me acordaba de la época en que nos emborrachábamos, y me reía solo.
- ¡Qué agresión, qué estúpidos éramos!... Terminábamos sintiéndonos una verdadera mierda... Yo, por lo menos. Me acuerdo que uno de los índices más altos de mi inconsciencia me llevaba a dormir en el baño, al lado del inodoro, con la luz encendida para embocar más rápido el vómito.
- Nunca lo hubiera imaginado. Siempre saliste de todos lados caminando derecho. Riéndote de todo, eso sí, pero caminando derechito. Lo que me encantaba, era ver cómo tratabas de entender lo que se te decía, mirando atentamente los labios de quien estuviera hablando, para no perderte una sola palabra de lo que decía.
- Pero invariablemente les hacía repetir una parte de lo que habían dicho, porque no me acordaba de nada. Brindo por eso.
- Salud. ¿Te acordás una noche en Libertango, o algo así, donde fuimos a escuchar a un grupo de tango- fusión, o viceversa?
         Robertito se puso la mano en el mentón, haciendo memoria. Bebió un sorbo largo. Leandro lo observaba atentamente.
- Te sobra el vaso, pero sos un Rodin, dijo.
- Pará, pará que no me acuerdo de nada. Me da bronca. Es como ser otro, qué sé yo. Me acuerdo que fuimos una noche a un boliche en Uruguay y Santa Fé, o por ahí cerca y nos tomamos todo, pero lo demás lo tengo medio borrado.
- Había un tipo que parecía de otro tiempo, una especie de maestro de ceremonias, oráculo de la casa y pitoniso de la política que se pasó la noche buscándote pelea.
- No, che. No era yo. Dame más.
- Pero sí, hombre, no seas cerrado. Fuimos porque te invitó una minita de tu empresa, que estaba muy bien... Creo que es uruguaya...
- ¡Ah, sí!... Andreíta, claro. El tipo ése se encamaba con ella, claro, "una especie de oráculo o pitoniso", che, tendría que haberme dado cuenta, tenés razón... El tipo quería relacionar a toda costa el tango con la revolución proletaria y el materialismo dialéctico con la milonga... pero sí... claro, Gallardo, creo, se llamaba.
- ¿Pero salía con esa piba?
- Sí, che. Cosa extraña, esta Andreíta. Supongo que el tipo apareció con alguna onda paternalista, no sé. El asunto es que casi le enseña a tocar el bandoneón. El tipo le llevaba unos treinta años.
         Leandro se tomó el vaso de un sorbo.
- Hay parejas, dijo, - que sinceramente me dan asco.
- No te conocía ese costado. Es medio represor, che. La gente se atrae porque le gusta, hasta que se rechaza o no, eso no se sabe.
- Bueno, pero fijate, una diferencia de treinta años...
- ¿Qué tiene que ver, Leandro? Me parece que vos te quedaste pensando demasiado en la uruguaya.
         Leandro llenó los vasos y quedó pensativo.
- No sé si estás bromeando, pero nunca lo pensé. Quién sabe, sí, me gustaba la uruguaya. Pero le llevo solamente diez años. De todos modos, insisto: hay parejas que me dan asco. No puedo imaginar un orgasmo entre esa piba y el oráculo tanguero.
- No tenés por qué imaginártelo: No te pertenece. Salvo que, en serio, aquella noche, o alguna otra vez, te haya atraído Andreíta, que, vamos a ser sinceros, tiene muchas armas para atraer a los hombres. Si bien se las reconozco, no sé por qué esas armas no surten efecto en mí: Me parece que se muestra como otra cosa y la reputa que lo parió me hirvió el café. Pará. Ahora te explico, si es que puedo.
         Solo en la habitación, Leandro se pasó el vaso por la frente, como le gustaba hacerlo en verano. Miró el whisky a trasluz y vió el equipo de música.
- ¿Che, puedo encender el aparato?
- Sí, hombre, claro. El café se echó a perder, dijo Robertito desde la cocina. - Si querés más, hacelo vos.
- No, no importa. Ya estoy bien. ¿Qué botón hay que tocar?
- El de power.
- Ya sé, boludo. Pero no lo encuentro. Acá está.
         Vino Gershwin, por casualidad.
- Qué bueno, dijo Robertito. ¿Qué te pasa?
- No sé. Me quedé un poco torcido con la uruguaya. Yo nunca la engañé a Mónica, ¿sabés?
- ¿Y con eso qué? Eso no te inhibe el deseo, aunque no quieras (o no puedas) reconocerlo. Por mi parte, durante tres años no engañé a Marta, y sin embargo eso no me hacía un buen tipo, porque al final terminé acostándome hasta con sus amigas. Fué un íncubo (o un súcubo, no sé) de lo más execrable, con un halo de santidad que me protegía. Lo importante (me parece) es el resultado final. Es lo que a vos te convierte en un buen tipo, Leandro. Quizás Mónica te rescató de toda la mierda que hay en Buenos Aires, o en una de ésas no te rescató nada y solamente consiguió hacer salir de vos eso que estuvo siempre adentro. Ahora, a mí, por ejemplo, se me hace impensable engañar a Colette.
- Se te ve muy bien con ella. En serio. Se te nota hasta en las piedras. Esto no se lo digas a nadie, pero estás muy plástico. Salud.
- A mí no me alcanza, pero brindo igual. Y hablando de alcances, yo nunca podré agradecerte todo lo que hiciste y hacés por mí.
- No seas idiota. Tu trabajo vale.
- Bueno, está bien. Eso es algo que no quiero discutir más con vos. Pero si no hubieras organizado las primeras muestras, los primeros contactos con la prensa (que ahora detesto), nunca podría haber asomado la cabeza. Salud.
- No tengo más. Nos vamos a agarrar una mamúa de las grandes, che. Me parece que lo mejor es que llame a Mónica.
- Son más de las dos de la mañana, Leo. ¿No te parece que se asustará si la llamás a esta hora?
- Prefiero asustarla un poco ahora a tenerla en vela toda la noche, pobre. Después anda todo el día hecha un zombie.
- Yo voy a aprovechar para hacer un pis, como dice José Luis.
         Cuando Robertito volvía del baño Leandro terminaba la comunicación.
- ¿Ves?, dijo Robertito. Estas cosas son las que te convierten en un buen tipo. Y te lo digo muy en serio, pibe, vos sabés cuánto te valoro y te respeto.
- Beberemos, entonces. Y hablaremos, que es otra forma de amar. No se me va de la cabeza el coito con la uruguaya. Creo que me doy asco yo mismo.
- ¿Nunca te encamaste con una vieja?
- La verdad que no, che. Contame.
         Leandro se rió, pero se frenó en seco cuando Robertito dijo
- no es nada del otro mundo, ni remite a ninguna especulación incestuosa. Pero si remite, la verdad es que no me dí cuenta. Como en todos los casos, el secreto está en esperar que ella llegue al orgasmo antes que uno, que para eso estamos.
         Luego Robertito rió, con ganas, e invitó a beber a Leandro, que no salía de su asombro. Encendieron cigarrillos y poco a poco Leandro creyó ir entendiendo que Robertito hablaba en broma, pero no estuvo seguro. Cayeron en un hermoso silencio acunado por Gershwin, que dió paso primero a Mozart y luego a Debussy. Al cabo de un buen rato, Leandro dijo:
- ¡Cuántas imágenes, Tito, qué bien me siento. No sé por qué no vengo a molestarte las pelotas más seguido. A veces te extraño, pero no te llamo porque me da miedo interrumpirte en tu trabajo.
- Nunca me molestaste, y cuando no pude atenderte fui franco como no pude ser con ninguna otra persona. Por otra parte yo parezco muy independiente, ¿sabés?, pero soy una mentira caminando. Me doy asco mucho más seguido que vos y por cosas mucho más graves que las tuyas. (Bendito seas, Leandro, si te espanta una tentación, un deseo prohibido). Creo que estás un paso adelante de la basura, y ahora estoy seguro que tu mujer no te rescata nada de todo esto, sino que afirma el terreno bajo tus pies. Y conste que yo sé que a ella le parezco una mala compañía. Ella me presiente infectado de lo que hay ahí, por la calle, y yo no puedo ir a golpearle la puerta clamando justicia porque tiene razón, carajo, brindo por ella y por tu hijo...
- Ay, hermano, me emocionás tanto que voy a ir al baño. Tengo que empolvarme la nariz, porque si no, se me van a notar las lágrimas.
- José Luis hubiera dicho "porque si no, me empolvo encima". Y hubiera dicho otras cosas sobre el deseo. Voy a poner el agua para el café.
- Bueno.
         Cuando Leandro volvió, Robertito estaba nuevamente acomodado en su sillón, mirando hacia la calle. Chopin atacaba con la marcha fúnebre.
- Me dejaste pensando con el asunto de las imágenes, Leo. Vos me hiciste notar, recién, que lo que escuchábamos te daba imágenes. Esto (Chopin), a mí no me da nada. Pero, cuando un autor consigue "darte imagen" a través de una pavana, por ejemplo ( a mí me vuelve loco la infanta difunta de Ravel, aunque sea un autor grasún), a partir de ahí casi empezás a exigirle que - en todos los casos-  te dé otras imágenes. Pobre tipo.
- Sí. Lo pensé. Y llegué a la misma conclusión: Pobres tipos. Porque con  la pintura y con la escultura ocurre otro tanto: Pobre del tipo que "le pone movimiento" a la imagen o a la forma estática. Cagó, hermano. Cagó para toda la vida. ¿Qué hace si después de haberlo conseguido no lo consigue más? ¿Dónde se esconde?
- Che, Leo, gracias por el ánimo que me das, pero ahí justamente es donde quería llegar. Se nos pide dar lo que no tenemos por qué carajo dar, y a partir de que lo damos, empieza a tornarse una exigencia del público, último destinatario etcétera etcétera.
- Los que están salvados son los escritores. Pero encima se quejan. Moldean palabras indefensas, te salpican por aquí o por allá con algún olor y después, en medio del discurso claman "No hagamos literatura"; "No saquemos a relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes". Me ponen triste, che, pero no sé si es la uruguaya. Quisiera estar con Mónica, acariciarle una teta.
- Si querés irte, Leo, no lo dudes. Yo no me acostaría por nada del mundo (sobre todo ahora que acabó Chopin y el agua está lista) pero comprendería perfectamente una necesidad como la tuya.
- Ahora no quiero asustarla llegando. ¿Qué loco, no? Parezco condenado a no gozar haciendo cualquiera de las dos cosas. A veces estas situaciones me preocupan; no por ellas mismas sino por la frecuencia conque me enfrento a ellas. Che, ¿seré feliz, yo?
- Qué sé yo, hermano... A veces me pregunto qué seré, yo... Si seré. Parece una canción de Xuxa. ¡Venga ese vaso, hermano!
- Sos un fenómeno, Tito. Ahora no, pero en general, cuando me alejo de Buenos Aires, me agarran unas ganas bárbaras de verte y de abrazarte. Salud.
- Un día de éstos tendríamos que ir a tomar algo por ahí con las mujeres. Colette llena las copas y después Mónica nos lleva a todos.
- Me encantaría hacerla, pero en casa. Terminar todos durmiendo en el parque, abajo de los árboles, una noche de verano. Con música de Vitale.
- Otro pintor, ése.
         A ambos el chiste les pareció graciosísimo y no podían parar de reir. Leandro tosía, tosía y tosía hasta que podía parar y recomenzaba las carcajadas, que contagiaron a Tito. Entraron en un círculo que se mordía la cola, y duró tres o cuatro minutos. Una pausa en la radio les dió tranquilidad hasta que escucharon un grito ("¡A ver si se dejan de joder, che!"), que venía desde el hueco del edificio. Tito hizo una seña a Leandro, divertido, y dijo:
- El venerable anciano de los pisos inferiores, y volvieron a reir mientras Tito iba rápidamente hacia la cocina y cerraba una ventana, que había abierto un rato antes para que circulara un poco el aire.
- Che, le dijo a Leandro en un susurro... - El agua hirvió, y volvió a tentarse. Ambos estuvieron reprimiendo la risa, parados en el comedor, hasta que decidieron hacer el café en silencio. Llevaron el whisky hasta la cocina, y fueron calmándose de a poco, conforme se colaba el café. Cuando estuvo hecho, volvieron al comedor.
- Che, Tito, el enfermo éste, ¿no cambia ni se muere?
- No, pobre. Debe haberse levantado a hacer pis, y si no controla algo más que su esfínter, se desespera. Tiene un serio problema de relación, sabés, de relación consigo mismo.
         Leandro sonrió, pensativo. Luego reflexionó.
- En una de ésas él sea mejor representante de la raza humana, hoy por hoy, de todo cuanto pueda llegar a serlo la hermana Teresa. No por calidad, claro. Digo por la cantidad de seres como él, y por cómo anda el mundo.
- No sé. Yo no puedo entrar en esas valoraciones por una cuestión de autoestima un poquito defecada. Pero se me ocurre que el viejo, de algún modo, con esas señales de presunto poder marca su territorio, como hacen los perros que orinan los árboles, o los leones que hacen caca en determinados sitios.
- Y bueno, si es por una cuestión de territorio, fijate si en Croacia no están haciendo tantas cagadas... Suerte que Méndez mandó la fuerza abrupta...
- No se la aceptaron, che. Por otro lado, me parece que está bien que trate de hacer algo Es el único buen intento que le visto, pobre hombre. Pero seguro que se quedó corto con la cometa.
- Hoy nos dan lástima todos, pero un poco de razón tenés. Que no caiga Sarajevo, por amor a Dios.
         Ambos bebieron tragos profusos de whisky. Leandro le ofreció un cigarrillo a Tito. Éste lo encendió y dijo:
- Y nosotros, aquí, tan lejos de todo y de todos, emborrachándonos como cubas, pensando que en una de ésas, podemos mejorar algo. Bueno, por lo menos, es lo que yo pienso y espero de mí. Qué infantil me siento a veces. Qué poca cosa.
- Pará, Tito. Que ésta no sea tu noche triste. Me parece que a vos te hace falta mucho más que una botella y media para hacerte caer... De paso... ¿Sabés lo que dice Kwang sobre el alcohol?
- Algunas cosas me contó, pero primero servime un poco y después te cuento yo a vos. Gracias. Una vez me habló sobre estadísticas de consumo de alcohol en Europa, creo. El tema lo tenía preocupado porque quería probar no sé qué cosa...
- Esa es la parte que yo sé, gracias a una de sus cartas sorprendentes.
- Cada vez menos, che. Ahora escribe para reclamar que uno no le escribe. El chino siempre fue el chino en Argentina, pero en el exterior se argentinizó.
- Pará, pará. ¿viste como es él, no? Parece que consiguió índices históricos de consumo alcohólico, y relacionó que los países de valores más altos, son los que sojuzgan a sus vecinos, o tienen mayor cantidad de colonias fuera de sus territorios.
- Qué loco, Leandro, qué loco. El chino va a terminar sosteniendo que el imperialismo fue producto de la inconsciencia o que... el neoliberalismo viene a ser el resultado de la pérdida de neuronas... ¿Qué loco?
- ¿Qué loco?, ¿quién dijo "qué loco"?
- No sé. A mí no me mires. Yo brindo por Sarajevo.
         Pasaron otro buen rato en silencio, fumando y bebiendo, hasta que Leandro se acomodó en el sillón y preguntó:
- ¿Cuáles son esas otras cosas que hubiera dicho el Gallego Giménez?
- Estoy seguro que hubiera defendido la pulsión del Deseo, con mayúscula, como le gusta a él, respondió Robertito. - Con las mujeres, digo. Estoy seguro que hubiera sostenido que si hay Deseo, lo que vale es satisfacerlo de una buena vez hasta conseguir el próximo, porque el hombre es el Deseo de un Deseo, pero ahí nos habría hecho trampas un rato con su amigo Hegel. Después, se hubiera quitado la careta, no sin antes hacernos sentir un poco mal, para terminar su acto haciéndonos reír un poco. Dame el vaso.
- ¿Pero José Luis es gay, no?
- No me consta ni una cosa, ni la otra. Mucho no me interesa, porque siempre fue respetuoso de la vida privada de los demás. Las cosas que hace publicar aquí o allá son todas mentiras, como en casi todos los casos. Lo que pasa es que tratándose de él yo, por lo menos, me doy cuenta.
- Qué tipo raro, che. Dos por tres mete un golazo de cabeza y después pasa una eternidad guardado. De lejos, me da la impresión de un seductor empedernido, un narcisista completo. Cuando termino de convencerme de eso, seguro que pasaron seis meses desde que está desaparecido, por lo menos hasta la próxima vez y yo tengo que reestructurar mi paradigma.
- Ensayarán, qué sé yo. Todo el mundo hace más o menos lo mismo, pero lo que pasa es que varían los ritmos naturales entre el yin y el yang, entre el diástole y la sístole. ¡Oia!... ¿Sentís?...
- ¿Qué pasa?... Tito, ¿qué te pasa, carajo?
- Nada, nada. Será el alcohol, o acaba de ocurrir algo, aquí, en esta habitación. Algo bueno. ¿No sentiste nada?
- No, che. Me siento mucho mejor que hace un rato. Me parece que voy a comprar una botella de nacional.
- No, pará, pará. Si te da igual el vino blanco, tengo un par de botellas en el bar. A mí me gusta tomarlo bien helado, pero no me importa. Vamos a terminar con esto de una buena vez... ¿En serio no sentís nada?
- No, hermano. No me asustes que yo soy un poco miedoso. ¿Qué es? ¿Cómo es?
- Casi ya fue. Como un cambio de percepción. Todo estaba más claro. La música, los colores. De repente yo estaba en medio de la habitación, o en todos lados. Fue una sensación muy linda. Ahora te la cuento y me emociona un poco.
- ¿Ves?, esas cosas son las que yo valoro de vos, dijo Leandro. - Podés salirte de vos, aunque no sea a voluntad. Una vez leí que Fellini se iba, cuando era chico, y recorría Roma desde el aire.
- ¡Qué lindo, Leo, no sabía. Me gustaría, como él, dejar algo groso. De paso, ser feliz. Pero parece que todo es tan difícil... Voy a traer el vino. Puta, qué sbornia.
         Leandro se acomodó otra vez en el sillón, mirando a través del ventanal.
- Lo que parece más difícil, dijo casi gritando, porque Robertito estaba en la cocina, buscando el destapador, - es hacerlo creíble. Lo que uno deja, digo.
- Sí, man. Muchas veces me acerco demasiado al tango y me convenzo que todo es mentira. Ni pienso cambiarte el vaso.
- Hacés bien, Tito. Igual se va a mezclar todo adentro. Me pregunto si esta curda no será otra autoagresión, pero en el fondo no creo. Esta es una hora en la que podría morirme tranquilo, aunque siempre queda algo por hacer.
- No jodas, che. Primero armame un par de exposiciones... No, por ahora no. Pero tampoco te mueras porque creo que pronto, muy pronto, va a ocurrir algo hermoso.




II





"No de otra suerte, el hijo de Cilene, al alejarse de Atlante, su abuelo maternal, volando entre el cielo y la tierra, hendía los vientos, camino de la playa arenosa de la Libia."

Publio Virgilio Marón. Eneida (Libro IV)



                 1


- Pa.
- ¿Qué?
- ¿Por qué te fuiste?
- Porque no podía vivir con mamá.
- ¿Y nosotros?
- Ustedes sí.
- Ya sé, papi. Pero vos estás siempre diciendo que es una lucha, que esto, y que el otro.
- Sí, si no peleás, te morís.
- Igual que en la selva.
- Eso. Igual que en la selva.
- ¿Y entonces?
- ¿Entonces, qué?
- ¿Por qué no luchás?
- No sé. A veces me da la impresión que con mamá ya no podía ni hablar. Se caía todo como en un pozo. Una especie de energía que se nos restaba a los dos, y nos quedábamos quietos, callados, como vacíos.
- A mí me pasa con Julieta.
- ¿Qué Julieta?
- Una de cuarto be.
- Ah. ¿Cómo es?
- ¿Julieta?
- No. Bueno, sí. Si querés contame. Pero me interesa saber lo que pasa con Julieta.
- Yo tampoco sé. Como vos. Estamos lo más bien y de repente estamos mal.
- Qué lío, ¿no?
- Sí. Qué lío. Julieta es hermosa, la más linda. Somos novios, pero a veces hace como si no me viera. A mí me da mucha rabia, y entonces le hago lo mismo. Me parece que así no vamos a ningún lado.
- Seguro. Buscate otra.
- ¿Tengo que avisarle a Julieta?
- Sería lo mejor... Pero no siempre se puede.



2


Robertito había descubierto un nuevo e impensado placer en las reparaciones del hogar desde que comenzó a verse con Colette. Anteriormente, cualquier inconveniente casero le causaba una profunda depresión. Claro, que su vida matrimonial había sido deprimente hasta el divorcio. Sus propios hijos remarcaban la inutilidad de su padre: Julián, el mayor, se agarraba la cabeza cada vez que surgía uno de los tantos desarreglos en la casa de Mataderos. Su ex esposa había aprendido a no preocuparse demasiado por esa inutilidad, y hasta había aprendido los rudimentos del oficio de pintor. Robertito se había declarado incompetente en esas lides. "Yo soy escultor", solía repetir frente los desajustes. Mariano, el hijo menor, no tenía aún edad para opinar, pero había visto, sin embargo, con sus ojitos azorados, cómo su padre desarticulaba por completo un tren eléctrico que supuestamente debería haber quedado arreglado.
Quizás entonces por esas cuestiones magnéticas de la atracción de los polos opuestos es que Robertito se había hecho tan amigo del paraguayo. El otro había aparecido en el edificio por casualidad y se había quedado casi por necesidad. Tenía la virtud de animarse contra cualquier empresa: Pintura, electricidad, albañilería, lo que fuera le venía bien para mostrar sus dotes. No es que supiera de todo, no: Simplemente preguntaba por ahí, en la ferretería, o en la pinturería, y se amañaba en casi todo terreno. A Robertito casi le daba vergüenza recurrir al paraguayo para cuestiones tan nimias como un tomacorriente inutilizado, o el encarar la pintura del baño de servicio, pero con el correr del tiempo lo llamaba para cualquier cosa. "Ojalá lo hubiera tenido a mano en la vieja casa de Avellaneda", pensaba. Seguía arrastrando la enorme inseguridad de toda su vida.
Con Colette todo fue distinto desde el principio. Ella parecía confiar en  él, hasta el punto de dejar en sus manos el secador de cabello, por ejemplo, que quedó perfecto. Y eso que lo había arreglado con un ácido encima. Robertito no podía creerlo. A partir de esa primera experiencia se animó con otras cosas mucho más complicadas aún, y casi siempre tuvo éxito. En algunas ocasiones, sus herramientas no alcanzaban o el problema lo excedía; entonces entre ambos decidían la contratación del servicio. Mal o bien, había solucionado para siempre el problema del sumidero del baño y la extraña invasión de hormigas en la cocina de ese departamento, en un séptimo piso.
Las cucarachas fueron otra de sus primeras experiencias, que no resistieron al aerosol con que Robertito se armó al otro día. Había ido a buscar un poco de agua a la heladera, después del amor, y había pisado una estando descalzo.
Después vino aquella otra etapa tecnológica, en la que Robertito aprendió algo de electricidad. Los enchufes anduvieron a la perfección y los artefactos reaccionaban según su uso. Colette estaba encantada con la idea. Lo ayudaba y lo apoyaba, armándole cigarrillos que compartían. Terminaban cada trabajo un poco loquitos, pero ella paulatinamente fue confiriéndole tareas de mayor envergadura. Cuando Robertito arregló el portero eléctrico tocaba el cielo con las manos: Colette le mostró su afecto y agradecimiento con un abrazo fortísimo y un beso lleno de cariño. Aquella tarde estaban verdaderamente cargados, porque les duraba un ácido que habían hecho la noche anterior, Colette armó unos charutos enormes y finalmente, como hacía un poco de calor, tomaron un par de cervezas. Aquel beso derivó en una caricia, la caricia en otro beso, y así llegaron a un amor animal y muy ruidoso. Robertito terminó llorando por la emoción, cosa inédita en su vida. Algún tiempo más adelante surgieron otros trabajos, de mayor o menor importancia, los que siempre tuvieron la mejor disposición por parte de Robertito para ser solucionados. El tema de la llave o el arreglo del lavarropas, por ejemplo, lo contaron como principal protagonista, contento y feliz, con el  destornillador en la mano y casi siempre todo traspirado. Por su natural ineficiencia en los quehaceres cotidianos, Robertito terminaba al principio con las manos destrozadas, pero sin sin perder el buen humor ni la presencia de ánimo. Colette le pedía que no se lo tomara tan a pecho, y finalmente agradecía gustosa tanta hermosa disposición. Ambos habían estado pensando muy seriamente en casarse, pero los dos eran lo suficientemente tímidos como para comentárselo al otro con vehemencia. De todas maneras, Colette tenía la firme intención de terminar su tesis y radicarse en Francia, pero esas cuestiones de residencia y espacios podían ser discutidas más adelante. Los hijos de Robertito vivían con su ex esposa, de modo que no revestían un problema grave. Además, hacía más de un año que Robertito no le daba ningún dinero a Marta para la educación de los pequeños. Esto no significa que hubiera algún inconveniente grave entre ambos, no: simplemente estaba claro que Robertito andaba siempre sin un peso encima. Tampoco sabía nada acerca de guardar dinero. En ese aspecto era un fracaso de los grandes, de ésos que no tienen explicación alguna. Tenía su empleo y no pagaba alquiler, pero nunca podía juntar lo suficiente como para encarar ningún proyecto.
Por el contrario, Colette había sabido administrar sus ingresos de manera tal que siempre le sobraba algo. De ese modo había conseguido guardar algo de dinero, que si bien no era mucho, alcanzaba para cualquier imprevisto como el del lavarropas. (Ese fue uno de los casos en los que Robertito no supo qué hacer, y debieron contratar un servicio) Habían pactado que Colette no le daría ni un solo peso a Robertito, para que él pudiera aprender a manejar su propio dinero como un adulto que era. Él mismo rechazó con firmeza una oferta de dinero por parte de Colette. Robertito estaba necesitado porque debía organizar una exposición de sus trabajos. Finalmente, todo fue un verdadero éxito, llevado adelante con un montón de promesas y la ayuda de muchos amigos que le facilitaron el servicio de la imprenta para las invitaciones, la sala de exposiciones, y todos los detalles inherentes a la muestra que tuvo una excelente acogida sobre todo por parte de la crítica. Robertito estaba feliz y agradecía públicamente haberse encontrado con alguien como Colette, porque sostenía que ella era el verdadero catalizador de tanto cambio en él, y que era la única capaz de haberlo logrado. Colette no creía ni media palabra de lo que Robertito decía, pero lo dejaba pensar de ese modo, sonriendo escépticamente ante esos comentarios. De todos modos lo quería bastante, porque su novio se había sabido ganar su simpatía y afecto.
Colette no creía nada de lo que Robertito decía porque con anterioridad él había atravesado otras etapas creativas, y además porque estaba segura que él le había dicho exactamente las mismas palabras a su ex esposa, o a alguna de sus innúmeras e inconfesas amantes. De lo que se desprende, claro, que Colette desconfiaba en el fondo de Robertito, aunque ella misma no fuera conciente de eso.
Bastante razón tenía Colette: Robertito era un adolescente de unos treinta y cinco años, preguntándose cada mañana qué hacer con su vida, no hallando respuesta alguna y continuando con viejas rutinas. De hecho, no había sido él quien planteara el divorcio, sino su ex esposa, un poco harta de la inmovilidad de Robertito, por fuera de la escultura. Pero se daba un fenómeno extraño con él: Debido a su condición de artista, su núcleo social lo respetaba más allá de lo que en realidad valía, y en la Compañía de Seguros donde se ganaba la vida tenían ciertas consideraciones que para con otros resultaban impensables. De modo que era una especie de reptil que se mimetizaba con el medio en el que se desenvolvía, sin arriesgar nada en ninguno de los mundos paralelos donde se movía. Robertito había conseguido que la Compañía, por ejemplo, le comprara varias esculturas por año, bajo pretexto de regalárselas a sus mejores clientes. Además, le ofreció a su empleado las instalaciones para aquella primera exposición, dándole un espaldarazo impensable: Los críticos quedaron maravillados por asistir a una muestra fuera del circuito habitual. Los medios de comunicación hicieron notar el hecho, e invitaron a otras Instituciones a seguir el ejemplo de La Aseguradora Argentina, que ganó metros de publicidad gratuita en la sección artística de los periódicos. Robertito se convirtió, así, en un empleado mimado, a la vez que en un artista precursor.
Después de aquellos tiempos sobrevino el divorcio, algún exceso con las pepas y más tarde el encuentro con Colette, quien estaba bastante a gusto con él, aunque no lo tomara demasiado en serio. Rápidamente Robertito ocupó un espacio de relativa importancia en la plástica, y su divorcio vino a confirmar su disconformidad con el stablishment, generando aún más confusión en la imagen que la gente se hacía de él, que  tenía la madurez suficiente para seguir viviendo con la certeza de ser el mismo estúpido de siempre, pero no necesariamente los otros coincidían con esa opinión, y es más aún: había quienes llegaban a pensar que era una persona muy inteligente.



         3


- Es que si lo piensa bien, en realidad, no existe nada más fácil de estudiar que la medicina.
- No... eso me parece sorprendente, viniendo de usted. No sé si quedarme perplejo o callarme la boca.
- ¿Por qué?
- Me resulta increíble escuchar esas palabras.
- Lo que digo es cierto. Desde siempre el hombre tiene doscientos siete huesos, camina sobre dos piernas y se aparea de la misma manera.
- Pero Jefe, el conocimiento varía, se ensancha, y eso justamente es lo que pone al hombre en conocimiento de su ignorancia.
- Pero se dice lo mismo, de mil otras maneras: En el fondo, la materia que se describe sigue siendo la misma.
- Eso ocurre en casi todos los campos, pero la medicina no es una ciencia meramente descriptiva. Yo insisto que la sabiduría desnuda toda nuestra ignorancia.
- Eso puede sonar un poco poético, e incluso serlo, pero le aseguro que no es cierto.
- A mí me parece que nada (o casi) es como parece. Y encima, a veces es justo al revés, aunque no le cuadre a los hombres prácticos. Por eso creo que lo que le decía sobre la realidad es tan cierto, que no tiene nada de poético. Como estos papeles.
- Está equivocado, pero nos pagan para trabajar, precisamente con esos papeles.¿Falta algo?
- Sí: una firma aquí. Ahora el I.N.D.E.R. nos pide el resume de pólizas por cuadruplicado.
- Ahí tiene, joven.
- Gracias, señor.
- Usted lo merece.
- Hasta luego. Chau, Jorge.
- Hasta luego.
- Chau, Roberto.
- ...
- Che, Jorge...
- ¿...Sí...?
- Este alemán... ¿Es medio boludo, no?
- No... ¿Por qué?
- ¿No escuchaste las cosas que decía?
- No. Estaba distraído con la estadística. Pero no me parece ningún boludo.
- Nunca va a llegar a nada. Y vos tendrías que prestar un poco de atención.
- ...



         4


- De todas las necesidades que tuve en mi vida, ninguna fue tan fuerte, tan vital, tan imperiosa como la de verte, tocarte, hablar contigo, sentirte.
- Merci.
- ¿No vas a decir nada más?
- No, ¿por qué?
- No sé. Me parece que podrías extenderte un poco más, pero no sé. En el fondo, no sé.
- Nunca sabes nada, mon petit.
- Bueno, es que... en fin, te digo algo que me sale del alma, de las entrañas, y vos solamente decís "merci", (que te queda tan lindo, eso es cierto) y después fumás. Mirás el techo.
- Apago, si te place.
- No, no es eso.
- ¿Quieres algo del alma? ¿algo que salga de mi interior inconteniblemente? no esperes ni media palabra, porque no sirven para nada.
- A veces...
- Apago. Te apuesto a que quieres un poquito más.
- No. Don't be a bad girl.
- Yo también quiero algo más.
- La panza no.
- Sólo un poco. Me gusta. Extiende tus brazos en cruz. Eso despierta la parte religiosa de mi mundo interior. Así. Me gusta.
- A mí también, pero...
- Estás un poco húmedo, querido.
- No... no hagas eso.
- Estás riquísimo, y ya no tan blando. Mejor que fumar. Ponte boca arriba, por favor... Sí. Así.



        5


Es un verdadero sorete cuya verdadera cara sólo conozco yo. Me cambió la táctica el sorete ése. Antes era yo quien lo ignoraba. Cuando saludaba, yo ni bola. Si me hablaba sobre cualquier tema, yo hacía como si no lo escuchara. Pero se copió. Después de una noche en la que el hijo de puta dió una fiesta. Me acuerdo que fue un sábado. Serían como las doce y media de la noche y escuché unos terribles zapatazos en el techo de mi casa. Algún hijo de puta amigo de este otro hijo de puta estaba corriendo por el departamento a esa hora. Yo no me ando con vueltas. Agarré el teléfono y llamé. Me atendió él, disimulando la voz, como si fuera un nene. "Maldito hijo de mil puta", le dije. "Terminala con ese ruido". Hizo como si se pusiera a llorar, con una voz de nene caprichoso que ha sido sorprendido en una falta.
Pero yo soy macho. El ruido paró. Al otro día los vecinos me dijeron que habían visto salir a muchos pibes del edificio, pero no me creo que hayan estado en  el departamento del hijo de puta. A eso del mediodía salí de casa para ir a lo de la Lili, y me lo crucé por la calle. Venía con el gordo Lope, ese vago del portero. El hijo de puta traía una botella de Coca Cola en la mano. Era la época  en la que yo ni lo miraba, porque ya lo había reputeado. A mí me pareció que algo iba a cambiar porque se pasó de mano la botella. Yo me hice el que no lo veía pero noté que levantaba la mano libre y hacía una cruz en el aire, en dirección a mí.
"Que Dios te perdone", me dijo. Y como yo soy macho y me la aguanto  quise hacerle la pelea. Me daba un poco de miedo que tuviera la botella en la mano, así que le dije que era un flor de hijo de puta y que largara la botella. El gordo Lope no sabía muy bien qué hacer cuando el hijo de puta apoyó la botella en el piso, y entonces se puso en el medio. El maldito se ponía las manos en la espalda y me preguntaba "¿qué me vas a hacer?", cosa que me enfurecía más y más. Pero el gordo Lope y otro hombre que pasaba nos separaron. En realidad me separaron a mí, porque el muy guacho decía que no me quería pegar. Después repitió: "Que Dios te perdone". Eso fue lo útimo que me dijo. Que Dios me perdone. Pero a quien tiene que perdonar Dios es a él, maldito malparido hijo de mil putas. Ahora anda en no sé qué cuestión de las esculturas. Dice que esculpe. Qué va a esculpir el hijo de puta si yo me doy cuenta a la legua que no le da el cuero ni para esculpir ni para pelear ni para nada. Solamente hace ruido con el martillo para ponerme nervioso a mí  que no le hago mal a nadie que no me joda.



         6


- De eso, mejor ni hablar.
- ¿Por qué?
- No sé, no soy el primero que prefiere evitar ciertos temas. Otra gente lo hizo, con mucho más criterio e inteligencia que yo.
- ¿A quién te referís?
- Cortázar.
- Vamos, si hasta desarrolló el tema en aquella novela... No me acuerdo el nombre, pero estaban un Polanco y un Calac.
- Sí, ya sé. Pero no le gustaba.
- Vos no sos Cortázar.
- Tampoco Drácula, viejo, gracias a Dios.
- Mozo... Un café y un cortado. Pero vos le revoloteás al tema, sin darte demasiada cuenta.
- Ya sé. Me doy un poco de lástima. No me salen las alas.
- No seas boludo, querés. Todo el mundo habla de la perfección de la anatomía en tu obra.
- ¿Y a mí no me toca nada?... ¿Ni siquiera abrir un juicio sobre lo que hago? Por favor, no me pongas nervioso que dentro de un rato tengo que encontrarme con mi ex- esposa.
- Bueno, justamente ahí tenés un buen ejemplo acerca de lo que estamos hablando.
- Sobre lo que no estamos hablando.
- ¿El cortado?
- Para él. ¿Me da otro azúcar?... Gracias. Está bien. Como quieras. Pero me parece estúpido darle la espalda a algo que está en el mundo, en el inconciente colectivo y en el conciente de algunos que se animaron a mensurarlo, a definirlo, a estudiarlo.
- Claro que existe, no lo niego. Lo único es que no quiero nadar en esa mierda. Mientras tanto, sigo tratando, cuando puedo, cuando tengo ganas, de aproximarme al tema sin que me haga daño.
- Entonces, vos estuviste buscando la forma...
- Claro, hombre, claro. Pero no puedo andar diciéndole a cualquier boludo de las revistas por dónde ando. Además, está la imposibilidad siempre: la naturaleza es inasible, y son muchos entre los que tenemos alguna aproximación al arte los que creen que pueden con ella. Es una mentira.
- No estoy de acuerdo.
- Es tu derecho, y respeto tu opinión. Pero no tengo la obligación de compartirla sobre todo teniendo en cuenta mi impotencia manifiesta.
- Te repito que la gente parece no compartir esa sensación, y, es más, que destacan justamente la perfección en las formas.
- Pero no me salen las alas.
- Ahí es donde te parás y empieza tu gran necedad. ¿Cómo las querés?
- No sé. Reales. Quizás, en ésto se resuma todo: No existen las esculturas trasparentes. Qué café de mierda.



         7

         "Unico" es, en efecto, el calificativo que espontáneamente acude a los labios cuando se habla de los murciélagos. Así por ejemplo es extraordinaria su longevidad, lo que explica el interés que despiertan en gerontólogos, cardiólogos y especialistas en arteriosclerosis. La longevidad de los mamíferos suele guardar relación con el tamaño del animal. El ratón de campo no vive, por lo general, más de un año. El perro envejece a los 12; el caballo a los 17. Sin embargo, el murciélago común, cuyo tamaño es menor que el del ratón, vive 15 años o más.
         Y hay algo que es todavía más sorprendente: aunque durante toda su vida su alimentación se compone de insectos grasos, no sufre, al parecer, trastorno alguno. El naturalista doctor Philip Krutzsch  ha estudiado al murciélago en sus diversas edades y, según resultados preliminares de su investigación, las paredes arteriales de los ejemplares de 20 años no presentan diferencias sensibles con los de apenas un año. ¿A qué obedece que el murciélago envejezca sin que se deterioren sus arterias? Este es el enigma que el doctor Krutzsch desearía poder aclarar.
(James Poling, op. cit.)



         8


- Listo.
- Quedó lindo...
- Siempre es así. Ayudame a montarla.
- Tomate el último,
- No. Prefiero que sea después.
- Bueno. Yo la sostengo de acá.
- Sí. Dale ahora. Fuerza.
- Tratá que quede derechita.
- Estoy tratando.
- Eso. Dale.
- ¿Abajo va bien?
- Sí. Dale. Acomodá.
- Acá entró.
- Acá también. Listo. Ahora sí. Dame ese mate.
- Entro las cosas y me voy, Viejo.
- Bueno. Eso sí: vení más seguido.
- Hecho.
- Mentiroso.
- Pero limpito.
- Un día me gustaría ir al cine. Vos y yo. Juntos.
- Pero, claro, vos elegirías la película.
- Privilegios de la edad.
- No sé... Yo prefiero las europeas.
- Eso se te nota.
- En serio que sos un zorro, Viejo. Dame un beso.
- Te acompaño hasta la puerta.
- ¿No te parece que todo es más chico? Veo el barrio empequeñecido.
- A mí siempre me pareció que era el país que se degradaba.
- ...Chau, papi. En una de ésas, hasta tenés razón.
- Viniendo de mí, no me extrañaría. Chau. Dale un beso a Colette.
- ¿Dónde?
- No te hagas el gracioso.



         9


         Pero en el fondo, cuando nos ponemos serios, descubrimos que en el escenario apenas si está la representación palpable de lo que todos sabemos de antemano: presenciamos un remedo de la realidad, una burda imitación de las cosas posibles fuera del escenario, y aquí me acuerdo siempre de la alegoría de la caverna, que me espanta y me pone los pelos de punta y será por eso que la quiero tanto. Carajo. Es eso, caminando adentro de uno desde el principio, sin las pelotas de decírselo a todo el mundo. Pero también en el fondo la gente sabe que se acabaron los autores, que el teatro murió como función irrepetible a partir de ese encasquetamiento de la realidad - de ese reflejo de la realidad que otorgan los actores- : las maquinitas de VCR.
         Ionesco. Qué sería de Ionesco escribiendo para Canal 9. Claro. No, claro... Ionesco no escribiría para Canal 9. Pero alguien encontraría otra forma de prostitución sutil. El Willie Shakespeare se pegaría un tiro en la boca. En la boca el subte. Me da lástima.
         Beckett, Pirandello, Ibsen. Otros, ésos. Con tanta locura en la cabeza, qué harían; a quén le darían toda esa locura, si ahora están todos locos. No quedan adultos que pregunten las preguntas de los niños frente a otros adultos: Hasta dónde llega el mar. Cuánto dura un instante. Hasta cuándo sirve lo profundo. No me imagino a David Letterman preguntando esas cosas frente a una pantalla de tevé.
         Sin embargo, aún gozo ante la sola idea de hacer creíble que un actor mío interrogue, cara al público, como un niño, en qué minuto empezó el tiempo. Si tiene un momento último, final, y adónde queda. Qué era del hombre antes de ser y qué será cuando ya no sea. Dónde se pone al amor, o cuánto pesa el alma. Todavía me emociono ante esas ideas y creo que, mientras haya un imbécil que crea que tiene algo interesante para preguntarse ante el otro, y la pasión necesaria para mantener viva la atención de ese otro, que lo escucha, todos nuestros esfuerzos valen la pena, voto a Spielberg. 
         Por eso, La Sacudida.



10

Pese a la bruta confusión reinante en su vida, Robertito seguía repitiendo a diestra y siniestra que en el fondo era y seguiría siendo aquel muchacho de barrio que había jugado al fóbal con el Ruby, el Pipi, el Tati y el Cicatriz, aunque no eructara en cámara frente a la mismísima Mirta. En definitiva, recitaba con toda convicción que cada exposición era una nueva muestra de sus pelotudeces. Pero en el fondo, nadie lo escuchaba. Había gente a su alrededor que sentía que Robertito se consideraba superior, vaya a saber por qué extraño artilugio de la química de los cuerpos, el peso de las miradas, o quizás por ciertas explicaciones concluyentes que Robertito podía propinar respecto, por ejemplo, a la tabla periódica de elementos de Mendeleiev. Si bien era cierto que Robertito podía recitar casi la mitad de la tabla, era absurdo pensar que la había aprendido para impresionar. Ante estas situaciones, algunas personas se reían de Robertito francamente y en su cara, cosa que a él también lo divertía muchísimo. Otros, sin embargo, a veces se inhibían ante su presencia y creían estar frente a otra persona. Robertito creía que en los dos casos todos se equivocaban, porque pensaba que el mundo funcionaba en base a un enorme error de apreciación, cuyo primer ejemplo era el propio Robertito. Todo le parecía el fruto de un azar caprichoso, pese a que estaba firmemente convencido de que Dios no jugaba a los dados, frase que le había robado al propio Einstein sin el más mínimo respeto. Tanto sus compañeros de trabajo como sus amigos aceptaban sus definiciones, algunos creyendo que eran poses de artista, y algunos convencidos que estaba actuando el rol de otro. Robertito estaba seguro que no se podía estar seguro de nada, y que de todas las posibilidades de la verdad, la mejor era la de la duda, porque le resultaba la más respetable.
Había discutido casi agriamente con Colette este punto, porque ella sostenía que el poder de la decisión humana era lo que acercaba al hombre a la verdad. Esto siempre le había sonado bien a Robertito, pero había sido incapaz de encontrar una sola verdad en toda su vida. Ni siquiera la plástica, ni siquiera los hijos  le habían servido. Sobre los alucinógenos, mejor ni pensar. Había comenzado a  investigar el ácido como un medio de conexión a formas más elevadas, pero en algunas ocasiones su uso se había convertido en un fin, sintiéndose luego completamente vacío. Sólo había conocido la plenitud de su persona en fracciones de segundo, caminando por la calle, enfrentado desnudo de preconceptos el recuerdo de Colette. Eso era una sensación, sostenía Colette, y no guardaba ninguna relación con las ideas que creía estar confrontando. Pero Robertito no tenía la menor idea sobre las ideas, y en el fondo casi no le interesaban. Creía que estaba aprendiendo su oficio de escultor, y, quizás, si Dios le daba vida, podría llegar a hacer algo importante. Pero, claro, no estaba seguro. Por eso buscaba afuera de sí mismo el motor de la forma. Creía que su arte trasmitía alguna sensación - ninguna idea-  y que valía la pena seguir intentando el monumento perfecto, la escultura precisa, pero frente a esa duda, dudaba también en considerar a su tarea un arte, ya que le gustaba mucho más pensar en la escultura como una actividad de investigación plástica.
"Yo no sé adónde voy cuando empiezo a esculpir", le había dicho una vez a Colette, y ella no pudo creerle. Era por eso que Robertito sostenía que la vida era una suma de casualidades, una monstruosa cantidad de datos demasiado aleatorios que convertían a cada quien en Hitler o en Jesucristo. Colette se entristecía ante semejante cosa, e insistía en el poder de decisión del ser humano. Cada vez que tocaban el tema, ella señalaba - no sin razón-  que había una línea de conducta en cada persona.
- Sin ir más lejos, Bicho, basta ver el catálogo de tus obras para percibir que existe un hilo de conexión entre todas ellas.
- Seguro, Colette, seguro, le había respondido Robertito con una sonrisa. - Pero no soy yo quien teje ese hilo.



         11


- Escucha esto:
- No, Colette, por favor. Ahora no.
- Es hermoso...
- No importa. ¿Por qué las mujeres no entienden que el hombre debe descansar después de determinados momentos?
- Vamos, necesito un esfuerzo de tu parte.
- El amor me cansa.
- Por favor.
- Está bien. Pero si me quedo dormido, disculpame.
- Bien. Dice así: "Tifón (hijo deforme de la Tierra y el Tártaro) y Equidna, que era mitad serpiente y mitad hermosa mujer, engendraron la Hidra de Lerna. Cien cabezas le cuenta Diodoro, el historiador, nueve la Biblioteca de Apolodoro. Lemprime nos dice que esta última cifra es la más recibida; lo atroz es que por cada cabeza cortada dos brotan en el mismo lugar". ¿No es bonito?
 - No sé por qué, pero me recuerda a un tío mío.
- Es Borges.
- No, no. No me refiero a cuestiones de estilo, que no entiendo. Me siento como si estuviera en una playa.
- Más adelante dice que la hidra vivía en un pantano.
- La historia no me dice nada, Bebé. El asunto es que me siento igual que me sentí alguna vez, hace mucho tiempo, frente al mar.
- ¿Cómo es eso?
- No sé. Ví todas las formas en el todo, creo. La hidra, que no conocía sino hasta ahora, también debe haber estado ahí. Pero no lo sabía.
- Creo que te tengo.
- No lo dudes. Pero es como si hubiera otras cosas (que las hay)
- Ahora sí que no estoy.
- Como cuando aprendías castellano.
- Oui.
- A que en las terminaciones verbales te dijeron: "Amar, temer y partir"
- Oui, Oui. Pero que conjunción trágica, ¿no?
- Eso no importa. Lo que yo digo es, qué sé yo... como si hubieras estudiado mucho, mucho, mucho el idioma, y solamente después de muchos años te hubieras dado cuenta que existían otros verbos.
- ¿La hidra?
- Sí. Sos muy piola. Pero ahora me parece que hay que usarlos.
- Iremos tras la hidra de... a ver, espera... Lerna?
- No. La esculpiremos.
- ¡Qué bonito!... Aunque no sé hacerlo.
- Armemos algo. Esto me pone bien. Quiero que me digas cómo te la imaginás.
- Fea; también joven. Con una cara de estar diciendo "¡qué asco!".
- Me gusta.
- Toma.
- Merci.
- No me extrañaría que quisieras un poco más de amor.
- No lo creo. Pero tampoco lo descartes: Con estas cosas, uno nunca sabe.
- Te la pasas diciendo eso, y en el fondo, creo que lo sabes.
- Armás los charutos más lindos.
- Quisiera besarte mucho.
- Prefiero que leas.
- ¿Sí?... Esto es hermoso; escucha esta parte: "... Se ha dicho que las cabezas eran humanas, y la del medio era eterna. Su aliento envenenaba las aguas y secaba los campos. Hasta cuando dormía el aire ponzoñoso que la rodeaba podía ser la muerte de un hombre. Juno la crió para que se midiera con Hércules.
"...Esta serpiente parecía destinada a la eternidad. Su guarida estaba en los pantanos de Lerna. Hércules y Yolao la buscaron y el primero le cortó las cabezas y el otro fue quemando con su antorcha las heridas sangrantes. A la última cabeza, que era inmortal, Hércules la enterró bajo una gran piedra y donde la enterraron estará ahora odiando y soñando".
- ¿Habría que esculpirla decapitada, debajo de la piedra, cuando era joven y temible o será mejor dejarla en la idea?
- Esa es tu tarea. Tu decisión. Y estoy segura que ya sabes la respuesta.
- No, en serio. Me gustaría saber cuál es tu opinión, y sobre todo, la imagen que te queda de esa historia.
- Para verla, la prefiero joven, temible, horrorosa. En la plenitud de su poder.
- Esa misma era la imagen que me quedó a mí. Pero me gustaría que la dibujaras.
- No sé hacerlo.
- Intentalo, por favor.
- Ahora no...
- No, claro. Cuando vos te decidas.
- ¿Quieres dormir?
- Sí... Desde hace un rato. Me gustaría dormir tres o cuatro meses, contigo, hibernando o invernando (no sé) como hacen los osos y algunos otros animales.



         12


                                                                  Alberta, 10 de junio.

Roberto:
                   Sigo andando, como verás. La gente del planeta está loca, muy loca, y uno está aquí, al descuido, sin saber para qué cuernos ha venido por estos lares. No me refiero a Canadá, que, con todo, tiene un montón de cosas lindas para ver y una torre que mide como mil. El planeta está enfermo, y por más buena voluntad que uno ponga en todo este asunto, siempre habrá aspectos oscuros de los cuales apartarse.
         Vos me decías en una carta que me persiguió cuarenta mil kilómetros que de nada valía el contacto con la prensa; que eso había que dejárselo a la gente que gozara con esas cosas. Un poco de razón tenés. Pero tenés más bien poca y la poca que tenés no alcanza en absoluto.
         Llevé encima durante unos tres meses un recorte periodístico en el que un comediante de televisión de la costa oeste norteamericana declaraba montones de boludeces. Ayer me dí cuenta que lo había perdido y hoy me decidí a escribirte.
         Se trata de un tal Billy Frank, de una cadena televisiva y gran repetidora federal. Tuve la oportunidad de verlo el año pasado, mientras era solamente un payaso en ascenso. En un año, el señor artista ganó cerca de doscientos millones de eso, compró acciones de la cadena donde laburaba, una mansión en Beverly Hills y otra en Flórida (acá la onda es decir Flórida) Seis autos, mujeres, tarantela y vino. En la nota le agradecía a Dios que la fama lo hubiera sorprendido a esta altura de su vida y no antes, porque de otro modo, podía haberlo descerebrado. Conocía gente a quien le había ocurrido. Tiene veintiséis años. Se siente maduro. Mirá vos. Toda su corta vida generando basura, para que después lo conviertan en un opinador de lo que debe y lo que no debe ser. La gente necesita consumir esas cosas, indudablemente, porque los yankis saben brindarle más y más basura. (Mac Donald's sigue creciendo).
         No sé qué contarte. Mucho mundo, muchas cosas. Muchas cosas que no entiendo ni entenderé jamás. He visto con estos ojos rasgados cosas que te sorprenderían. Muchas que no creerías. Tengo ganas de volver a casa, pero no sé muy bien cuál es el camino, por un lado. Por el otro, no sé cuál es mi casa. Es fulero cuando te vas, porque te quedás bastante más de lo que parece. No me refiero al tiempo que te quedás sino a la parte de uno mismo que se queda. No me lo creerías jamás de los jamases, Rober, pero ahora creo que el tango, que es puro sentimiento,  tiene razón. Por lo menos en este aspecto del que te estoy hablando. Ahora mismo, por ejemplo, yo quisiera ir por allá, caminar por San Telmo o por la rambla de Mar del Plata, pero al mismo tiempo dejarme acá, qué sé yo. Estar de los dos lados. Mi esquizofrenia no me ayuda.
         Te extraño,
                            Kwang.



         13


- Estuve con papá.
- The wise man.
- Está muy viejo.
- Sigue siendo sabio.
- Sí. Ya pudre.
- No seas malo.
- No, hablo sin mala leche. No me da bronca. Apenas si me cansa un poco. Se pasa todo el tiempo oraculizando.
- ¿Y eso?
- Vos sabés... Le falta hablar de sí mismo en tercera persona, o recordarte cada tanto que estás hablando con tu padre, como hacía el presidente enano.
- Es una sociedad audiovisual, qué querés.
- Que la gente deje de hablar como si estuviera diciendo la verdad.
- Es que está convencida de eso.
- ¿Por qué será que no se dice "me parece que tal cosa, o tal otra"? Yo solamente escucho que tal cosa es así y tal otra es asá.
- Es un pueblo necesitado de autoridades.
- Para comerles el hígado.
- Para criticarlos, para amarlos y odiarlos al mismo tiempo, no importa. Lo que vale es que estén ahí, aunque sea para equivocarse, a cambio de la tranquilidad que da no estar uno en su lugar. Debe ser una situación incómoda.
- No jodas, Teté.
- Hablo en serio: Yo no me bancaría ni tres días saliendo a la palestra a pontificar sobre cualquier cosa.
- Yo te pido que no jodas, simplemente porque pienso que a ellos les gusta el papel.
- Y, en el fondo, debe haber una vocación para figurar todos y cada uno de los días opinando sobre cosas que no se conocen del todo. Pero la gente necesita certezas. Incluído vos, que parecés tener todo resuelto.
- Sí. Basta con mirarme.
- No te hagas el irónico porque es la mejor vía para parecerte al enemigo.
- No creo que sea el enemigo: Es sencillamente la parte de uno que uno mismo no se banca, como la otra cara de la moneda, o esas cuestiones orientalistas del yin y el yang. Lo que me da por el quinto forro es que la pasen tan bien, che. Desde el saladito con caviar al inodoro de oro, y tanta  gente pasada por agua cada vez que llueven tres gotas.
- Ahí ponen la parte de la cinta en la que uno escucha que el sistema es deficitario, que el planeamiento de desagüe hídrico está obsoleto, etcétera.
- Con el vibrión, los mismos cuentos.
- Oh, no. Ahí tenés, por ejemplo, el recurso de la minimización del problema.
- Me acuerdo. Para que nos reconozcan, vamos a tener que estar todos coléricos.
- En algún sentido, vos mismo me explicaste que ése es el modo en que se hacen las revoluciones...
- Too much Bakunin.
- ¿Qué sabés de Kwang?
- Nada. Debe andar midiendo coleópteros en Waikiki, si es que ahí hay coleópteros.
- Estoy segura que sí. Con ese nombre...
- Me pregunto si habrá autoridades.
- Seguro que hay gusanos.
- Si es que hay autoridades...
- O coleópteros.
- Me encantó lo que dijiste.
- A mí también.
- Che, tengo que irme.
- Lástima. Empezaba a disfrutar tu compañía. Hace mucho que no me pasaba.
- ¿Sabés por qué te llamé?
- No.
- Me dijo papá que había luchado (no usó esa palabra) por que nos mantuviéramos juntos. Que fuéramos unidos. ¿No es rarísimo?
- ¿Por qué?
- Porque nunca me dí cuenta que hacía algún esfuerzo en esa dirección. Nunca, Teté. Yo por mucho tiempo no te odié, ni te quise, ni nada.
- ¿Y ahora?
- Debo estar cambiando, porque ahora sé que existís.
- Qué loco sos.
- ¿Por qué?
- No sé muy bien... A tu edad, podías haber reparado en mi existencia.
- Me refiero a sueños, ambiciones, proyectos. Sobre todo en el costado poético de todo eso.
- Alguna vez hablamos de todas esas cosas cuando éramos chicos. Mis sueños y proyectos nunca fueron  muy grandes. Mucho dolor, sabés.
- No. no sé. ¿Qué te dolió? Nuestra familia siempre practicó el Olvido como deporte nacional. Y el silencio ante el mal recuerdo, por las dudas.
- No me dí cuenta sino hasta ahora, pero entre otras cosas, me dolió tu indiferencia. Tu opinión era importante para mí, porque vos eras el artista, el revolucionario.
- A mi edad, mirá de lo que vengo a enterarme. En serio te digo. Nunca se me hubiera ocurrido.
- No seas bobo. Por otra parte, en una de ésas, son imaginaciones mías.
- Andá a saber... Yo no busqué nada de esto. Al contrario: si yo siempre estaba en Babia.
- Se te ve bien, a veces, en las revistas. Ahora das una imagen distinta, de hombre completo.
- Te hago una promesa, Teté: Nunca más. Ni Kwang ni sus larvas me lo perdonarían.
- ¿Qué decís? Mirá que sos loco.
- Yo pago el café.
- En eso no cambiás.
- ¿Para qué? Me encanta salir de un bar con una mujer hermosa.
- Rober...
- ¿Sí...?
- Ya no somos los que fuimos.
- No, claro.
- Veámonos más seguido...
- ¡Listo! Es un trato, y todos sabemos que los tratos se hacen para ser quebrados.
- No, dale, no seas malo. La nena a veces me pregunta cómo es eso de las esculturas, y vos estás más lejos que si vivieras en Alemania. El otro día me fijé en la guía Filcar y conté las cuadras: Apenas dieciséis.
- Es una cagada.
- ¿Qué es una cagada?
- Que se entere de antemano que la escultura es una cagada. Si tiene alguna inclinación, no se la coartes, pero no le pongas demasiado vuelo a la idea porque la escultura no tiene nada de poético. Dejala imaginar, que es lo mejor que le pasa en la vida a una persona. La ilusión, el proyecto hueco, la docta ignorancia.
- Me parece que la docta ignorancia se refiere a otra cosa.
- Sí, es otra cosa, pero vos me entendés. O por lo menos ponés cara. ¿Qué te debo?
- ¿Cara de haber entendido o cara de no estar de acuerdo?
- Está bien. Quedate con el cambio. Cara hermosa. Sí. Estás hermosa, Teté.
 - Gracias. Che, vos tendrías que pensar seriamente en casarte, rehacer tu vida y esas cosas que hace la gente cuando se separa.
- Estoy muy bien así como estoy, con Colette. Por otra parte... ¿rehacer mi vida?... Vamos, Teté. Apenas si la estoy haciendo, y vos me pedís que la rehaga.



14

La adolescencia sorprendió a la barra llena de un montón de libertad, aunque había miles de cosas que parecían demasiado turbias. Dentro de la libertad no podía estar el hecho de disponer sobre la vida de los demás, por ejemplo. En la barra no se discutía demasiado sobre política, porque había otros intereses. Robertito empezaba sus experiencias con la pintura, con demasiado miedo como para andar mostrando sus trabajos y bastantes esperanzas para abandonar. Le preocupaban los fusilamientos en Lugano, todas las santas noches, pero el tema resultaba como prohibido. Por entonces, Robertito se preguntaba si sería posible conjugar alguna actividad artísitica con la política, pero no encontraba respuesta. Le hubiera gustado hacer un arte mayor, para la toda la gente. Pero no encontraba el modo. Quería - necesitaba-  comunicarse con la gente para revelar lo único que creía conocer un poco: él mismo. Se sentía expuesto en cada tela, y en el fondo le gustaba. Pero cada vez que leía sobre escuelas, técnicas o métodos, quedaba exhausto y su creatividad se venía abajo pesadamente. Estaba seguro que Van Gogh no había leído sobre impresionismo, por ejemplo. Sólo lo había inventado. Pasaría algún tiempo hasta encontrar las mismas mentiras en el modelado y en la escultura. En la escuela no encontró a nadie que compartiera su inclinación, salvo Kwang, que estaba loco o por lo menos es es lo que sostenía casi con vehemencia. Leandro podía conversar con ambos debido a un enorme conocimiento teórico. Le pasaba libros que Robertito no leía, le contaba sobre los distintos modos de expresión que conocía. Casi siempre discutían, pero se querían con ese cariño irracional de la adolescencia, sin compromisos y con toda la vida por delante.
- Tenés que estudiar, le decía Leandro, quien fue el primero y durante mucho tiempo el único que podía entrar al taller de Robertito.
- No jodas, le contestaba Robertito, - y alcanzame el pomo del bermellón. Después tomaban mate y charlaban, se preguntaban por qué todo era tan confuso.
Ahí, a ese taller llegaron los libros de Engels y Bakunin en las manos de Kwang, para intranquilizar los tres. Luego vinieron Marcuse y Kierkegaard, Marcel y Unamuno. El paroxismo de la desesperación fue Sartre, que duró poco tiempo. La vida se parecía muy poco a aquello que leían, pero les licuaba el cerebro y consideraban a la lectura como parte de sí mismos. Perón mientras tanto se moría, al igual que Sartre, dejándolos en una sensación de orfandad eterna y absoluta, como si todo fuera a venirse abajo.
En realidad todo se vino abajo. Leandro hizo el servicio militar y ya no volvería a ser el mismo. Vio atrocidades que creía reservadas a la geografía asiática, para regodeo de Kwang, pero el infierno estaba allí, a quince cuadras de sus casas. Una de las batallas más idiotas de la ultraizquierda vernácula se desarrolló en el lugar donde Leandro prestaba servicio. Nunca quiso hablar con Robertito sobre el combate, pero contaba una anécdota horripilante sobre el fusilamiento de una muchacha de unos veintiún años. A los zurdos aquellos que había interpretado en las teorías los reventaron a tiros. "Fue como cazar conejos, pero lleno de miedo", solía repetir Leandro. "Ocurre que el Fal es un arma muy fiel, Rober", le decía a sus amigos. "Tirás, y tirás, y siempre tenés bala en recámara si no usás el automático. Estos bobos venían con escopetas, imaginate. Por otra parte, donde pegás con el Fal, dejaste al tipo fuera de combate, así le hayas dado en el dedo gordo del pie", y no daba ningún detalle más. Sobre la chica, sí. La metieron en uno de los tres calabozos de la guardia delantera, y Leandro quedó como custodia. La miraba y le daba miedo, pero después de lo que había vivido, podía no demostrar nada. La chica era bastante linda y tenía una herida en una pierna. Miraba al mundo desafiante y se burlaba de su carcelero. Leandro tenía orden de no dirigirle la palabra y de matarla si se movía. Estaba todo lleno de canas de civil, de milicos que habían llegado de refuerzo - más bien tarde, porque al pobre de Cisterna lo habían acribillado frente al puesto uno- , pero estaban conformes por el resultado: Sólo había habido cuatro bajas. Caballero era su amigo, y alguna vez le había dicho que no le importaba morir joven. Pobre, no sabía nada.
Uno de los botones de civil apareció en el calabozo. Era joven, tenía una pinta inequívoca.
- ¿Acá está la mina?, le preguntó a Leandro. Éste asintió. La miró y volvió a salir inmediatamente. Por ahí se decía que estaba a punto de llegar el jefe del ejército en helicóptero, qué sé yo. Había una confusión de las que hay siempre, pero en ese momento se notaba que nadie tenía claro nada de la vida. Sánchez, un sargento con unas pelotas de acero, lloraba contra una pared. Aparecieron milicos del Batallón en camiseta, uno en piyama. Volvió el cana de civil al calabozo, acompañado por un hombre mayor.
- Acá está, dijo el joven.
                 El otro miró a la guerrillera.
- Matala, ordenó el que sin dudas era el jefe. El jovencito tenía una nueve milímetros en la mano, y titubeó apenas un instante. "Andate", le dijo a Leandro, que era lo que más quería hacer en el mundo. Casi salía de la guardia cuando se dio vuelta, nunca sabria para qué, antes de trasponer la úlima puerta del pasillo de los calabozos. Pese a que el policía mayor se interponía en su visión, pudo observar la mano firme del joven oficial apuntando adentro del calabozo, y escuchar la voz de la chica diciendo que esperara, que quería ponerse de pie. Pasaron unos segundos atroces, en los que Leandro creyó que le reventarían las sienes, y después se oyó un tiro como un cañonazo, mucho más potente que todo lo que había tronado esa noche.
El joven bajó el arma y miró su obra. El mayor, al salir, le dijo que la próxima vez apuntara un poco más arriba y a la derecha.
Leandro, que aquella noche había visto - y se prometió que jamás se lo contaría a nadie-  cómo el soldado  radioperador le rompía la cabeza a un zurdo hijo de puta con un martillo, a falta de armas, y había sentido un placer enorme, (fue eso lo que lo hizo reaccionar y empezar a tirar pausadamente, sin apuro, contra todo lo que se movía en la noche de diciembre), que había visto las más grandes atrocidades, nunca pudo olvidar la mirada de aquella muchacha. Después del martillazo de Castro, de su estupor inicial Leandro pasó al exterminio sistemático, con el cuidadoso esmero de un cirujano. Se lamentaba no haberse percatado que a Cisterna se le había trabado el Fap, porque podría haberlo cubierto cuando esos hijos de puta llegaron hasta su puesto. Pero aquella noche estaba muy alterado, y a veces cree que en realidad no fue él quien estuvo allí, entre las balas y los gritos y aquel olor a sangre.
Robertito lo dejaba irse cada vez en la historia de la muchacha, porque era la única de guerra de veras hasta el desastre de Malvinas, pero cuando la invasión Leandro estaba demasiado viejo para combatir y gracias a Dios no lo habían convocado. Leandro tenía una frase que resumía, como conclusión, todo el estado de ánimo que lo embargaba cuando recordaba tanta violencia:
"En lo que puede convertirse un hombre"..., susurraba reflexivamente. A todo esto Kwang siempre se reía, porque tenía en su haber una teoría al respecto, sobre la inmutabilidad del ser, las transformaciones y los árabes, que Robertito oiría alguna otra vez en su vida, pero con décadas de distancia entre ambas.



         15


         Se encontró de pronto en medio del pantano, preguntándose qué cosa era la que tenía que hacer con los pocos elementos que llevaba a mano. Recordó una vieja amenaza, varias imprecaciones ininteligibles y la certeza de una lucha cercana, impostergable. Final. Un cincel y un martillo, con los pies metidos en el fango. Qué significaría todo eso, a esta altura de la tarde, no sabía. La única seguridad era la cercanía de la batalla decisiva, pero él no estaba acostumbrado a pelear por nada.
         Todo se había transformado en alguna otra cosa de la que alguna vez fuera: Le pareció que tanto el cincel como el martillo eran completamente inútiles ahí, en ese lodazal donde todo resultaba en vías de descomposición. No había una piedra a la vista, y toda la materia orgánica asemejaba ir camino a la pudrición. A su derecha crecían bambúes altísimos. "No sirven", pensó. Adelante y hacia la izquierda había una orilla en la que se confundían el barro y el agua. Pudo reconocer un paisaje del río de Quilmes, donde fuera a pescar en su infancia. Pero ahora todo estaba oscuro y distorsionado. Chapoteó indeciso hasta llegar hasta ella y trepó a una pequeña ladera. Frente a él había un hermoso sol anaranjado con iridiscencias que lo mantuvo extasiado por un rato, hasta que escuchó los ruidos. Presentía cerca a Colette, aunque no pudiera verla. Se le ocurrió que nunca jamás se alejaría de ella.
         De pronto se sobresaltó: El enemigo estaba justo frente a él, a apenas unos metros. ¿Y si el enemigo fuera Colette?... "Dios, no lo permitas", rogó. Luego avanzó hasta donde había un agujero en el limo. En la pestilente atmósfera circundante no había ningún ser vivo. Rodeó el pozo contendiendo la respiración y trató de adivinar la reazón de su permanencia en ese lugar: no recordó nada. "Quizás, más adelante, en dirección a la luz del sol...", pensó. Pero estaba vacío. Le daba lo mismo ir hacia adelante o retroceder. Dónde quedaba la lucha. Para qué luchar. Las preguntas sonaban, también vacías, en el vacío de su persona.
         Un rugido a su espalda lo puso alerta y se dio vuelta, blandiendo instintivamente las armas en sus manos. El hedor a podrido era insoportable. Al reconocer en sus manos esas armas, pudo advertir que estaba completamente desnudo. Creyó que debía avergonzarse, pero no pudo hacerlo, ni siquiera intentándolo. Estaba bien eso de andar con el sexo colgando, en una actitud primaria y defensiva. El rugido se repitió, ahora más cerca. Robertito ensayó una defensa instintiva: Se preparó para aullar, aullar y aullar, tanto que para cuando terminara, ese sol naranja debería haberse escondido. En su lugar, habría una luna plateada y también redonda (esto sería perfecto) y todo ser vivo en ese lugar le temería.
         Su primer y único intento fue bastante estrafalario, y no le gustó en absoluto. Acomodó la mandíbula para proferir una "A" amplia, abierta, pensando que luego debería convertirse en una "O", para rematar el grito de los tiempos en una "U" que aterrorizara a cualquier fantasma que se atreviera por el lugar.
         El resultado fue una especie de balido infantil, bastante más débil de lo que se había imaginado. Para colmo, cuando terminó su alarido, el sol seguía ahí donde lo había dejado antes de cerrar los ojos. Tuvo un acceso de tos.
         "Carajo", pensó. "Este debe ser el momento en que las cosas dejan de ser como en las películas". Su hermano Lito no aparecería por ningún lado, y Colette se había quedado en apenas un presentimiento. Solo frente a no sabía qué cosa, vislumbró la panza del sol yéndose por esta vez y desoyendo sus mejores deseos. El rugido se escuchó por tercera vez y sólo entonces Robertito estuvo seguro que sobrevendría una batalla, por lo irracional de la situación. De otro modo,  podría haber evitado la pelea.
         Justo frente a él, la tierra se abrió en una explosión sorda. El barro le salpicó los ojos, impidiéndole la visión momentáneamente. Cuando pudo mirar quedó paralizado: se encontró frente a frente con la Hidra. Ella había brotado de aquel suelo fangoso, y ahora lo observaba con una mirada divertida. Era horrible, pero no tan absolutamente horrible como Robertito creyera. Por otra parte, se notaba que ella también estaba un poco turbada. Tanto tiempo sin ver a un hombre, y ahora encontrarse con ese espécimen. Pero, pobre, en una de ésas no fuera la original. Robertito recobró un poco de autoestima y se puso en guardia. Estaban frente a frente, midiéndose uno al otro, Robertito con el cincel y el martillo en las manos, tratando de contarle las cabezas. Ni las cien de uno ni las nueve del otro: "Para ser preciso, son unas cuantas", pensó Robertito, que de pronto estuvo exultante. La del medio era fácilmente reconocible, porque tenía el cuello más grueso que las demás. Pero Robertito tenía la sensación de estar frente a una hidra trucha. "La Hidra de Bernal", claro. Le dió un ataque de risa. Se envalentonó, pero a la vez se distrajo.
         La hidra hizo sólo una jugada antes de volver al pozo de donde había salido: Mientras dos de sus cabezas se acercaban, - una por la derecha, otra por la izquierda-  la cabeza eterna se abrió paso entre otros cuellos, ganando distancia, con una lúbrica lengua sibilante entre los labios en dirección al sexo de Robertito. Él se dió cuenta a último momento de la estratagema para castrarlo y trató de decapitarla con un golpe de su cincel, con tanta mala suerte que se golpeó a sí mismo en un nudillo. Apenas si salía de su sorpresa y de su dolor, cuando vió que la hidra volvía a su pozo con rapidez. Pensó en tapar el agujero con alguna piedra, pero dónde encontrarla en semejante barrial.




III





"...En la numerosa penumbra, el desconocido
se creerá en su ciudad
y lo sorprenderá salir a otra,
de otro lenguaje y otro cielo..."

J. L. Borges, "El forastero".



         1



- ¿Qué hacés?
- ¿Cómo andás, Lito?
- Bien, estudiando...
- El domingo estuve con el Viejo.
- Sí. Me contó. Lo llamé hoy a la mañana. Le hizo muy bien que fueras. ¿Estás recomponiendo el frente interno?
- No... No sé. Ando medio lastimado, y no sé muy bien por qué.
- ¿Empezaste análisis o algo así?
- No. Yo no creo.
- Lo decís como si se tratara de una religión.
- Algo de eso hay, Lito. ¿Qué estás estudiando?
- Administración. Esta materia es un embole.
- Antes te gustaban esos temas...
- Esperá que corro un poco los papeles. Esto es un quilombo. ¿Querés mate?
- No. Odio el mate.
- Qué raro. Me dijo el Viejo que le cebaste unos mates riquísimos. Justo él. Debe haber sicotizado.
- No. Es cierto. Tomamos mate.
- ¿Y entonces en qué quedamos?
- Tomé mate porque sé que le gusta a papá, che. Parecés cana.
- Ah. ¿Café?
- Café sí. Gracias.
- Tengo hecho. Cuando estudio, tomo litros.
- Eso no es bueno. Deberías probar con otra cosa.
- No rompas las estructuras, que estoy solo porque me las rompían.
- Justo sobre eso quería hablarte.
- ¿Tenés fuego?
- Sí.
- Por aquí debe haber, pero generalmente no lo encuentro cuando lo necesito.
- Acá tenés.
- Gracias.
- Acá estaban los fósforos. Muy pocas veces, el lugar de las cosas me coincide con las cosas. ¿Qué me decías?
- Sobre estar solo, la familia. Papá. Esas cosas.
- ¿Qué hay?
- Nada, eso. ¿Vos sabés que podés contar conmigo?
- Creo que sí, pero en general, prefiero no pensar que alguna vez necesitaré algo.
- ¿De mí?
- De nadie, pero sobre todo, de vos.
- ¿Y por qué, che?
- Esas estupideces de competencia infantil, creo.
- No te pongas freudiano.
- No, para nada. Además, mi analista es lacaniano.
- Freudiano, lacaniano. El sicoanálisis es bastante anal, che.
- ¿Sabés?, a veces, cuando decís esas cosas, me divertís muchísimo. Antes, cuando éramos chicos, me daba bronca. Envidia, me parece.
- Esa pasión casi morbosa por decir lo que sentís, o lo que sentías, ¿viene también de tu derrotero lacaniano, o es sólo una simpleza de tu gusto cinematográfico, dicho sea de paso, marcadamente woodyalleniano?
- ¿Ves lo que te digo? Tenés ciertas filosidades que le hacen muy bien al deporte nacional, como bien hubiera dicho el gordo Muñoz. Esérá que va a hervir el café.
- Debemos haber heredado algo del Viejo, che. Me reía muchísimo con tu programa de radio.
- Mentís.
- No, para nada.
- Una vez dijiste que nunca lo habías escuchado.
- Mentía. Eso sí.
- Sos un cómico. Deberías hacer guiones para la tele.
- Estoy harto de la tele.
- Todo lo que ocurre, ocurre en la tele.
- Vos sabés que eso es mentira. Hace poco recibí carta de Kwang y me contaba sobre un personaje Billy no sé cuánto, que se llenó de oro diciendo pelotudeces por la tele.
- Reagan empezó así. Por otra parte, la mía es la primera de las generaciones que creció (desde el chupete) con una tele encendida. Ahora estamos en los puestos gerenciales, y dentro de poco estaremos a punto de encaramarnos en el área de la toma de decisiones. Che, ese Billy, ¿no será Clinton, no?, porque los yankis son especialistas para conseguir presidentes raros.
- Acá no.
- Bueno, en una de ésas se invierten los tiempos, y dentro de un par de años lo tenemos a Carlitos de cómico...
- No creo que quiera esperar... Lito...
- ¿Azúcar?
- Sí. ¿Qué nos pasa a los hombres, que nos resulta tan difícil comunicarnos?
- No sé. Pero si a lo que dijiste le cambiás algunas palabras, parece un bolero.
- ¿Te acordás de Elisa?
- Elisa, vida mía...
- Pensaba en ella hace unos días, y me preguntaba por qué se radicó en el sur...
- Te aseguro que no fue por despecho.
- Ni se me ocurría. Me dieron ganas de verla.
- Es el viejo embrujo de los antiguos amantes. Tienen una atracción especial.
- Vos también te la volteabas.
- No. Yo me la volteaba siempre, hasta que te la volteaste vos.
- Bueno, che. Los hermanos tienen que compartirlo todo.
- Eso también me dió bronca, aunque nunca te lo dije. ¿Qué tenías que meter la cuchara ahi, en mi frasco de dulce?
- ¿Sabés que no sé?, pero era casi como si me dieras manija... Que estaba tan fuerte, que cojía tan bien...
- Tu moral dista mucho de ser la mejor, hermano. Elisa se radicó en el sur y no regentea ningún prostíbulo, como te gustaría. Tiene tres pibes y ahuma pescado con más éxito que en la militancia política.
- Ah... Che... ¿Y cómo sabés?
- Mandó carta a la casa del Viejo. Nos escribimos desde hace años.
- Entonces sos vos el que se quedó con ella.
- El que se quedó con ella es el que le hizo tres hijos y la disfruta, la aguanta, la ama o lo que sea. Se llama Oscar, creo.
- Me da celos.
- Cunde Lacan en esta pieza.
- Sí. Ojalá viniera Woody Allen.
- ¿Está rico?
- Está buenísimo, che. Pero no me siento nada bien.
- Quizás debieras saber que ella tiene muy buenos  recuerdos tuyos...
- Otro error.
- ¿Por qué?
- Porque no sabe.
- Nadie sabe nada, Rober.
- Sí. Es una lástima.
- No nos pongamos melodramáticos. Contame qué carajo estás haciendo acá.
- Interrumpiendo tus concienzudos estudios sobre administración, y enterándome repentinamente que puedo sentirme patético.
- No seas boludo.
- No me digas cómo no puedo sentirme.
- Bueno, tenés razón. Pero es bastante demodèe. Che, ¿cómo anda Colette?
- Bien. Esa mina es de oro.
- Me alegra, Rober. Marta siempre me pareció un poco extraña.
- Qué va a hacerle, amigo. La mujer es un bicho extraño.
- De antemano odio tu respuesta, pero ¿vos sabés que Lacan decía que la mujer no existía?
- No jodas.
- En serio. Y no odio tu respuesta.
- Qué tipo piola. A mí se me ocurrió que existían, pero que no eran humanas.
- Eso sí que está bueno.
- Que no existen en la medida que los hombres creemos. Tienen otras constituciones fisiológicas y mentales. Hasta espirituales, diría yo. No se trata de machismo: Son sencillamente distintas.
- Sería distintismo, entonces.
- Eso. Distintismo. Lo que falla en la teoría - lo único que falla-  es que venimos de ellas. Entonces, nosotros somos también distintos, y esto nos coloca en el plano de la primera igualdad.
- Qué lamentable, Watson. Pero qué lindo.
- Va fangulo.
- Vos también. Elisa, extraterrestre.
- Cuando seamos grandes sabremos un montón de cosas y razones, las que no nos servirán para nada.
- ¿Vos estuviste ingiriendo alguna droga especialmente nueva, o algo así?
- Volvió la cana, pero ahora está del otro lado.
- Sí. Es eso. Hay funciones intercambiables en las que uno debe representar determinados roles inevitablemente, y uno los cumple con la pasión de los actores.
- Padre, hijo, amante, colchonero, Rey de bastos...
- Asesino.
- Sí. Víctima, boludo, amo y esclavo, hombre, mujer. Protector y protegido. Después de un tiempito, hay que sacar la cuenta: Si hiciste muchas veces de asesino, por una cuestión meramente cuantitativa, te catalogan como asesino y listo. Che. Tu ejemplo interruptivo, o tu interrupción ejemplificadora, es caprichosa, ¿no?
- Supongo que sí. ¿Por qué?
- Qué sé yo. Hace tanto que no venís.
- No seas boludo.
- No me mates.
- Dame otro café, por favor.
- Marchando.
- ¿Viste "Novecento"?
- Creo que sí.
- Ahí dos hermanos se encaman con la misma mina, en el mismo momento. ¿Te acordás?
- No eran hermanos. Y me parece que después uno lo mata al otro. ¿Por qué no seguiste comentando cine?
- Pará con eso, querés. Por otra parte, no se mata nadie. Pero eso es lo que deberíamos haber hecho con Elisa.
- ¿Matarla?
- No. Haberla amado bien amada y con mucha alegría.
- Sí. Eso. Y ahora que vos la extrañás un poco, podríamos ir a Bariloche y nos metemos todos juntos en la cama, con el marido y los pibes.
- Todos los roles, todos.
- Un vero lupanar.
- No, una casa de familia. La familia humana.
- Mamá era una santa, pero vos sos un hijo de puta.
- No sé... Uno termina estando siempre en el medio...
- ¿En el medio de qué, Rober?
- De todo. Al final no sabés qué carajo hacer con tu vida, con tu destino. Y ésas son palabras mayores: el problema es empezar a manejar el cambio chico, las situaciones cotidianas de todos los días. Esas chirolas no se pueden aceptar, porque... ¿para qué carajo sirven?; sin embargo, son esas chirolas las que te llevan a tomar decisiones más importantes, llegado el momento.
- Pero vos no parecés tener problemas en manejar tus decisiones cotidianas...
- ¡Justamente! Acabás de dar en el clavo. Dijiste: "no parecés". A mí me parece que nada es como parece.
- Uy, qué lindo. Parece una de esas frases ingeniosas que inventábamos cuando éramos chicos, para cuando fuéramos grandes. ¿Te acordás?
- Sí. Me acuerdo. ¿Cómo sabíamos que terminaríamos contestando reportajes?
- En tu caso, karma, que le dicen.
- Ah... Pero nunca se llega al fondo de las cosas.
- Lo mío se trata solamente de un error de cálculo, lo mismo que mi concepción.
- Cómo jodés con eso...
- Vamos, Rober. Es la verdad. Papá me lo recordó cada vez que hacía una cagada.
- Sabés muy bien cómo es el Viejo...
- ..y mamá nunca me dijo lo contrario. Por otra parte, gracias  Dios que puedo decirlo, que de algún modo me expreso, todavía. De otro modo me habría matado, o dejado morir.
- Si fuera tan cierto lo que decís, habrías muerto de silencio antes de empezar a hablar, es decir, no hubieras nacido.
- La alegría de los viejos...
- No digas boludeces. Te repito: Mamá nunca avaló las sandeces que pudo haber dicho el Viejo.
- Tampoco lo contradijo. Para mí es más que suficiente.
- Mirá que te hacés quilombo por cada cosa...
- Bueno, Rober. Se trata de mi mambo, o de mi rollo. En todo caso, de mi vida. Dejame entenderla como yo pueda, o quiera.
- Tenés razón, pibe. pero ¿tendrás fuego?




        2


         Resulta asimismo inexplicable la resistencia de los murciélagos a las enfermedades. Algunos de ellos pueden sobrevivir a dolencias virulentas, por lo común mortales para otros mamíferos. Es el único animal capaz, por ejemplo, de sobrevivir a la rabia. Cabe esperar, pues, que mediante el estudio de este animal los hombres de ciencia descubran nuevos sueros contra enfermedades virulentas, una vez que consigan aislar su factor inmunizante.
         Hasta en la reproducción de la especie el murciélago es una criatura extraordinaria. Entre todas las de los mamíferos, la hembra de este animal es, al parecer, la única que puede almacenar el esperma recibido del macho para emplearlo cuando le parezca oportuno. El apareamiento de muchas especies de murciélagos se produce en el otoño, antes de la hibernación; pero sólo durante la primavera siguiente la hembra ovula y permite que la fecundación se realice. Endocrinólogos y ginecólogos tratan actualmente de descubrir el secreto procedimiento de que se vale la murciélago para impedir la fecundación, lo cual podría mejorar las técnicas de inseminación artificial en el ganado, y aún podría arrojar nueva luz en el tratamiento de la esterilidad en la especie humana.
         Los murciélagos nacen (por lo regular uno por cada madre) a principios del verano. Como durante la preñez de las hembras los machos se aíslan en lugares escondidos, las colonias de murciélagos que en verano infestan torres y desvanes y los rincones cubiertos de vigas en las granjas, sólo se componen de hembras que van a tener cría.
         El murciélago, único mamífero totalmente apto para el vuelo ejecuta esta función por medio de sus "dedos": sus alas son anatómicamente equivalentes a la mano del hombre, con dedos unidos por una membrana. Aunque inferior en velocidad a algunas aves, ejecuta evoluciones con mayor rapidez que todas ellas, incluídos el vencejo y el colibrí. Mientras vuela a toda velocidad, puede virar, describiendo un arco de 90 grados, en un espacio escasamente mayor que el largo de su cuerpo. Durante el vuelo puede llevar sobre sí un peso doble del suyo.

(James Poling, op. cit.)



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         Por otra parte, en una de ésas lo mejor sea entregarse a lo que viene, a toda la joda de la multimedia y la cocaína en hermosas cajitas para consumo personal y debidamente oficializada, porque - vamos a ser sinceros-  a la frula no la para nadie. Los versos norteños de lucha- en- contra- de o las campañas anti- esto- o- lo- otro son nada más que eso: versos. El sur es el que acompaña en la velada con su guitarra desafinada, y no queda absolutamente nadie que dude de su existencia, salvo el Nano que es un santo, aunque a ése también le haría una rinoscope, porque vamos, hombre. Nadie escapa de este laberinto.
         Sin embargo, es notorio que aún desde este sufrido sur pueden llevarse a cabo tareas de salvataje para la vapuleada capacidad de asombro de la gente. En una muestra del año pasado, el Tábano puso un extraño aparejo de máquinas y maquinitas que revelaban aquello que no es tan evidente o evidenciable: Rescataba en escasos segundos la materia Kirlian de quien quisiera pagar una módica suma. La gente estaba encantada: Podía ver claramente, a la salida del espectáculo, la energía que había sido fotografiada dos o tres horas antes, en el inicio. Casi todos pasaban de la extrañeza a la satisfacción y el orgullo, cuando veían las hermosas imágenes que descubría la cámara del Tábano. Sinceramente, nadie en el grupo de producción había apostado un centavo a favor de la idea, pero a la luz de los resultados, tuvimos que convencernos de la confianza que había puesto el Tábano en el proyecto. El suyo fue uno de los rubros más solicitados en aquella Sacudida, y fue entonces cuando empecé a pensar en esa clase de prostitución de las cosas, cuando se masifican. Pensaba en la emoción que debió habr reinado en el estudio del doctor Semyo Davidovich Kirlian, a fines de la década del treinta, manejando por primera vez la cámara de su invención, y en aquellas hojas de parra, y luego ratones, que comprobaban en un ciento por ciento de los casos la existencia de esa energía a la que el doctor tuvo el buen tino de bautizar con su propio nombre. Por eso y por esta necesidad mía de desenmascarar a los increíbles definidores de la realidad es que estoy siempre detrás de lo que se repsenta en un escenario. Para mí, Kirlian es otro excelente ejemplo para probar que nada - o casi-  es como parece, y que más vale estar atento a las no- evidencias,  a lo inimaginable, voto a otro doctor, esta vez Dalton.



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- Pasa que nunca tuviste amor, verdadero amor, por nadie más que por vos.
- No es cierto. Yo creo que a los chicos los quiero.
- ¿Ésta es la forma de demostrarlo? Desapareciendo, escondiéndote, metiéndote con esa puta francesa? Sos un hipócrita.
- Voy a hacer como si eso no lo hubiera escuchado.
- No necesitás decirlo. Vos no escuchás a nadie que te hable. Siempre estuviste solo, y vas a seguir estándolo porque no sabés o no podés compartir nada.
- Otra falsedad: Comparto mi vida con Colette, y ella hace lo mismo conmigo.
- Eso tampoco es compartir. Viviendo cada quien en su casa, quedándose a dormir una noche uno en la casa del otro, saciando el cuerpo hasta la próxima vez. Alguna vez criticaste todo eso.
- Es cierto. Pero estoy buscando, justamente, convivir con ella y ser feliz, carajo, que al fin y al cabo me lo merezco, del mismo modo en que te lo merecés vos. El hecho que vos y yo hayamos fracasado no implica que no podamos triunfar por separado. Solos, o con la compañía de alguien que esté dispuesto. Tenés tanta mala leche conmigo porque ahora estás sola y pretendés cobrármelo en plata. Pero en el fondo sabés, y lo sabés bien, que si no te doy plata es porque no la tengo.
- Vamos, por favor, no me vengas con eso. Resulta que la semana pasada abro el diario y allí estaba el señor, al lado de una estatua, en Río de Janeiro.
- Pero vos sabés cómo son esas cosas... Eligen una escultura, un representante, o encuentran alguna razón para hacer una muestra, y te dan un pasaje, estadía en un hotel de segunda, y se llenan la boca con que la Fundación de las Pelotas apoya el arte cuando en el fondo están lavando dinero para no pagar impuestos.
- ¿Y si es así, para qué te prestás?
- Creo que porque nunca había estado en Río... pero en realidad, no sé.
- Vos nunca sabés.



        5


Leandro tenía la certeza de estar enfrentando a un marciano cuando hablaba con Robertito. En lugar de separarlos, esa sensación los había unido muchísimo, sobre todo en una época particularmente oscura, después del divorcio. Leandro había insistido para que su amigo no se dejara caer, y gracias a ese apoyo Robertito pudo desarrollar nuevas técnicas, y hasta se animó a proyectar - en contra del método de trabajo que siempre se había propuesto-  una serie de esculturas sobre los siete pecados capitales.
- Ocurre que mi método es no tener ningún método, le dijo Robertito aquella tarde en el café de la Ciudad. Leandro sonrió con cautela silenciosa y le planteó la idea. Así fue capaz de entusiasmarlo por un tiempo, mientras Robertito arremetía contra la Soberbia, su primera expresión sobre el tema propuesto. Leandro se puso feliz, al visitarlo ese fin de semana en el taller. Si Robertito perdía la energía - cosa que finalmente pasó- , a Leandro se le ocurriría algo.
A raíz de haberlo encontrado completamente fuera de sí, seguramente por una de esas sesiones de ácido, dos semanas más tarde le presentaría a Colette. Robertito largó todo y se dedicó a ella. Era muy feliz, y podía prescindir perfectamente de la escultura para serlo.  Para ese entonces, Robertito estaba inscripto en una especie de movimiento bastante amorfo y falto por completo de ideología, que había recibido el nombre de "La Sacudida". José Luis Giménez, una especie de cineasta, o cazador de sonidos e imágenes, o algo así, era el gestor de la idea e impulsor de un proyecto cuya finalidad a Robertito no le había quedado nunca clara, pero que incluía expresiones artísticas de todo tipo. Se habían conocido en una exposición de pintura, hacía algunos años. A Robertito le llamó la atención ese personaje flacucho, con el maxilar levemente desplazado hacia afuera, de modales feminoides, que grababa el sonido ambiente de la reunión con sumo cuidado. Le hizo una serie de preguntas, a modo de un reportaje, al que Robertito se prestó con toda solicitud. Le extrañó que lo hubieran reconocido tan rápido y pensaba que las preguntas eran siempre un poco molestas, pero era ése el precio de la fama. Al cabo de un rato, Robertito se dio cuenta que aquello no era un reportaje: Después de cinco o seis preguntas acerca de la estética del arte, de las que Robertito zafó bastante bien y por supuesto sin comprometerse demasiado, el presunto periodista se acercó a sus recuerdos de la infancia. Respondió una o dos sin mayor convicción ni detalles, hasta que José Luis le pidió que se concentrara, y que luego tratara de imitar el ruido de un pedito de los que se tiraba cuando era chico. Robertito le preguntó por qué no se iba un poco al carajo, y así iniciaron una relación bastante jocosa. José Luis no tenía la menor idea sobre a quién estaba reporteando: lo había visto por ahí y pensó que podía hacer su trabajo. Éste consistía en una especie de cámara sorpresa para captar gestos, expresiones y reacciones de la gente. Robertito se rió bastante de la situación, y luego José Luis confesó que  una cámara lejana  había registrado todo el reportaje, pero que el grabador  no funcionaba. Llevaba consigo, sin embargo, un complejo sistema de micrófonos escondidos entre sus ropas, con una tecnología de primera. Robertito pensó sinceramente  que era una excelente broma. Tiempo más tarde, y habiéndose conocido un poco más, surgió lo de La Sacudida, y José Luis lo invitó a tomar parte en ella. Robertito había dicho que sí porque sí, adoptando una postura defensiva, sólo porque pensaba que cualquier tipo de difusión era positiva para su carrera artística. "Todo suma", repetía una y otra vez, cuando Colette empezó a cuestionar su inclusión en esa especie de movimiento. Robertito se había remitido a enviarles tres esculturas, las que fueron fotografiadas, filmadas, y hasta probablemente recitadas en los boliches del jet set. Robertito sentía verdadera lástima por el grupo, pero no le importaba: "Que el acto de presencia lo hagan las piedras", decía. No era una decisión del todo coherente con el otro aserto acerca de que "todo sumaba", debido a que Giménez había obtenido una excelente cobertura de prensa para la Sacudida, pero Robertito no se arrepentía: creía - de corazón-  que todas esas explosiones "posposmo", no servían demasiado; que duraban, precisamente, lo que dura una explosión. Pero no le importaba verse bajo la luz de los reflectores, de vez en cuando. Todo eso no era más que otro modo de figurar, de poner su nombre justo ahí donde la gente creía que debía estar su nombre, y todo ese jazz.
        
         6


- Un buen día, a cualquier hora, descubren en Nueva York o en París que ya no pueden vivir sin tus esculturas y empiezan a pagarlas a precio de oro, o más. Entonces tenés setenta años y no se te para más y los nietos exigen un automóvil o algo así.
- No siempre las cosas ocurren así.
- No, claro. También puede ser que para entonces hayas muerto.
- ¿Qué carajo hace que tengas una visión tan optimista del mundo y de la vida?
- Tercera posibilidad, no tan alocada o improbable como las anteriores: Para cuando te necesitan en el primer mundo, desarrollaste un buen cáncer de estómago a lo Greenaway, o dio positivo el sero, lo que parece a simple vista (o a simple oído) tan sólo un contrasentido.
- Deberías morirte ahora mismo. No por ácido o por descreído, sino por boludo.
- Esta tarde mejor no; no tengo tiempo. Tengo una escultura por terminar.



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         Giménez nunca perdía oportunidad de llevar ciertas situaciones hasta su punto límite, sin importarle demasiado las consecuencias. Una de ellas se dió después del divorcio de Robertito, cuando coincidieron con otro amigo común que bien les vendría a los tres hacer una excursión de caza. Cada uno de los tres tenía su motivación, diferente de las de los demás, pero coincidieron en la conveniencia de drenar cierta agresividad disparándole a algunas liebres.
         El único que tenía una idea precisa sobre el deporte de la caza - si es que se le podía llamar deporte, como decía Robertito-  era Franco, que prestó las escopetas, puso el vehículo y aportó la logística necesaria para la excursión: Cantimploras, brújula, combustible sólido para el fuego en el campo y - sobre todo-  los contactos imprescindibles para conseguir los permisos de caza y portación de las armas.
         "Todo legal", se reía Giménez en la camioneta. Robertito dormía como un tronco, porque habían salido temprano por la mañana de un día de julio. Hacía frío y amenazaba lluvia. El destino final era un enorme campo privado a las afueras de 25 de Mayo, en la provincia de Buenos Aires. Salvo el sueño diurno de Robertito, todo estaba funcionando a la perfección: Mientras Franco manejaba con rapidez por la ruta, Giménez lo divertía contándole historias graciosas. Amodorrado, antes del amanecer, Robertito se despertó un poco anquilosado por el frío.
- ¿Hay ginebra, che?, preguntó con los ojos entrecerrados.
- Tómese un mate, amigo, le respondió Giménez.
- Gracias. Franco, ¿cuánto falta?
- Paciencia, Rober. No te veo del todo bien. Andás hecho un pelotudo y no quiero que te pegues un escopetazo.
- Quedate tranquilo, Franco.
- Si se lo pega, que se joda, dijo Giménez. Pero yo, por las dudas, voy a caminar atrás de este zombie. Tengo campera nueva.
- No se preocupen, chicos. No pienso ponerle cartuchos a esa cosa. A lo sumo, cuando ustedes cacen algo, tiro unos escopetazos al aire.
- Con el culo que tenés, seguro que bajás un pato.
- No, repuso Franco. - Esta zona es muy seca y no van a ver un pato ni pintado. Pero algún tirito tenés que hacer, Rober. No te olvides que para algo salimos.
- Le hace miedo, dijo Giménez. Después rió.
- ¿No hay ginebra?, insistió Robertito.
- El agua del mate tiene un buen chorro.
- Yo digo ginebra de verdad, no esta sopa.
- Vamos, Rober, dijo Franco. - No desprecie el mate en el campo, que nos va a traer mala suerte.
- ¿Y usté déjese de joder con tanta cábala y tratándonos de usté, che, le dijo Giménez.
         Franco rió con ganas.
- Pero, pedazo de insensibles, ¿no son capaces de sentir toda esta inmensidad? ¿No les llega un poco de naturaleza a los pulmones?
- Sí, eso. Quiero un faso, dijo Giménez.
- Aguantá que ahora vamos a desayunar.
- No, Franco. Necesito un rubio. ¿Querés, Rober?
         Robertito extendió la mano. Fumaron un rato, en silencio. Empezaron a verse las casitas típicas, con alero y perros curiosos que seguían la camioneta con la mirada. Tardaron menos de cinco minutos el llegar al cartel de Zona Urbanizada y Franco aminoró la marcha.
- Quiero echar un meo, dijo.
- Qué lindo, pará, dale. Creo que me motivó la naturaleza, a mí también, dijo Giménez.
- Aguantá que ya llegamos.
         Robertito se desperezó, estirando los músculos de los brazos y bostezando ruidosamente.
- Que se cuiden esas liebres... Dijo Franco.
- Y las chinitas del campo, porque la vamo a reventar.
- Che, por favor, ahora no jodan, que la gente del campo es un poco susceptible a la viveza porteña, pidió Franco.
         Robertito miró de reojo a Giménez, que tenía una expresión rarísima en la cara.
- ¿Qué te pasa?, le preguntó.
- Nada... nada, respondió Giménez.
         Dieron un par de vueltas por el pueblo, buscando la comisaría. Franco quería avisar que andarían a los tiros ese día y esa noche. Eran como las once de la mañana, más o menos, y las nubes iban disipándose de a poco hacia el sur. Franco  decidió no preguntarle a nadie por la comisaría. Recordó historias contadas por su padre, de cómo nuestros gauchos se mofaban de los forasteros, y, si podían, los precipitaban en el error. Decidió por eso ir directamente al primer café que encontraran. Pasaron frente a uno ("El Ceibal") que les pareció bien, sobre todo porque también sería el único, y Franco frenó la camioneta.
- Che... le dijo Giménez. - ¿Es cierto eso?
- ¿Qué cosa?
- Lo de los gauchos.
- Sí, dijo Franco, y salió de la camioneta, estirándose como un gato. Por la otra puerta bajó Robertito, que todavía tenía sueño. Finalmente hizo su aparición Giménez, que resultaba un tanto extraño a ese paisaje. Sólo entonces, cuando lo vió, Franco tomó conciencia del aspecto de su amigo: Llevaba puestos unos jeans muy ajustados con la bocamanga adentro de los borceguíes, una campera azul con guardas anaranjadas en los hombros, anteojos de sol y un gorro con visera. "Lakers", decía. Giménez bajó de la camioneta por la puerta del conductor y al contrario que sus amigos, se quedó inmóvil mirando hacia el interior del café. Adoptó una postura casi militar, muy erguido, sabiendo que desde adentro del boliche lo estaban observando. Franco lo miró, extrañado.
- ¿Qué hacés, boludo?, le preguntó.
- ¿Che, y si bajamos las escopetas?, preguntó a su vez, Giménez.       - Matémosles a todos.
- ¿Estás loco? Dale, vamos.
         Robertito y Franco se adelantaron, pero Giménez no se movió. Ellos entraron al local; ya en la puerta Robertito tuvo una duda de último minuto, pero la abandonó enseguida. Cuando Giménez estuviera listo, entraría. Todos tenían alguna urgencia por ir al baño.
- Buen día, dijo Franco ni bien traspusieron el umbral, aunque no había nadie detrás del mostrador. Había cinco mesas ocupadas, una de ellas por cuatro hombres. En las otras había una o dos personas. Se escucharon algunas contestaciones al saludo. Robertito inclinaba la cabeza, también a modo de saludo. Ambos se sentaron en una mesa alejada de la más concurrida. Ahora sí, Franco encendió un cigarrillo.
- ¿Qué hace este animal?, le preguntó a Robertito en voz muy baja.
         Giménez seguía en la misma posición desafiante, como si estuviera de inspección en lugar de portarse como una visita. Adentro del local había bajado el animado sonido ambiente y ahora nadie hablaba. Los parroquianos observaban a Giménez, que poco a poco empezó a moverse, muy lentamente, estirando un brazo hacia un costado y siguiendo la evolución de su mano con la mirada. El suyo parecía un ejercicio de tai chi. Luego comenzó a mover los muslos y finalmente las piernas, hasta que inició una danza que asemejaba un malambo bizarro.
- Qué hijo de puta, dijo Robertito.
         Por una puerta que había detrás del mostrador apareció una mujer, que se acercó a la mesa con desgano. Franco, conocedor del terreno, fue el que habló.
- Buen día. Dos cafés con leche y... ¿tiene pan casero?
         El rostro de la mujer se iluminó.
- Sí, señor, dijo con orgullo. Echaba rápidas miradas a Giménez, que había empezado a caminar muy lentamente hacia el café.
- Bueno, tráiganos pan casero, manteca y dulce de leche.
         La mujer se volvió hacia el mostrador y los parroquianos dejaron de prestarle atención a los forasteros, para volver a la conversación que habían interrumpido. Hablaban sobre el mejor modo de hacer un asado. Giménez sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón. Luego lo hizo girar varias veces sobre su cabeza con cuidado, en una involución parecida a la que hace el varón en la danza del gato.
- Qué hijo de puta, repitió Franco.
- No le des bola. Ya se le va a pasar.
         Los dos hablaban en voz baja, un poco abochornados por Giménez, que ahora se agachaba, apoyaba una rodilla en el piso y se lustraba los borceguíes.
- Lo mato. Dijo Franco. - Te juro que lo mato.
         Robertito lo miraba divertido, porque desde lejos manejaba el flujo de la conversación de todas las mesas en el bar. Podía ser un hijo de puta, pero conocía bastante del espíritu humano. Por otra parte, ese papel no lo estaba dirigiendo para nadie, ni tampoco nadie se lo había pautado. Simplemente se le ocurrió, y en ese momento Robertito se dió cuenta que esa mirada intrigante, en la camioneta, indicaba el momento justo en que a Giménez se le había ocurrido esta extraña comedia. Él, mientras tanto, cambiaba de borceguí y ahora lustraba el derecho, con tanto cuidado como lo había hecho como el otro. Cuando terminó, siguió su lenta marcha hacia el café. Las voces fueron bajando de tono poco a poco, hasta convertirse en un susurro para cuando Giménez llegó a la puerta. La atravesó despacio, midiendo todo el lugar con la mirada. Hay que decir que tenía a todo el auditorio dominado. Solamente uno o dos parroquianos le echaron miradas de frente, pero fueron ocasionales. La mujer, detrás del mostrador, ocupada con la preparación de los desayunos, lo observaba con alguna prevención.
         Una vez que Giménez estuvo adentro, volvió a sacar el pañuelo de su bolsillo. A Robertito se le ocurrió que recomenzaría el baile, pero en lugar de eso, Giménez hizo un ruido con la nariz y luego escupió el pañuelo. Se sacó los anteojos y los limpió cuidadosamente. Era innegable su excelente manejo escénico: Todo el mundo en el bar estaba pendiente de cada uno de sus pequeños gestos, aunque más de uno se hiciera el distraído o mirara el vaso de ginebra.
         Cuando Franco terminó de limpiar los anteojos, en lugar de ponérselos, se los colgó en la visera del gorro ("Lakers", decía). Luego saludó, con una voz fuerte, clara, gravísima y perfectamente impostada.
- Buen día, todos.
         Hubo un coro de salutaciones dedicado a José Luis Giménez, que avanzó solamente un paso.
- Qué polvazo, dijo. Hubo un silencio de parte de todos. Franco, en la mesa, le dijo a Robertito.
- Hoy debut.
- Dejalo, él la pasa bien y no jode a nadie.
         Los parroquianos echaban miradas furtivas, de control, a la mesa donde estaban ellos, pero el centro de la atención lo ocupaba Giménez, que se acercó al mostrador. La mujer estaba terminando de preparar el pedido. José Luis se paró a unos centímetros del estaño. Con la misma voz profunda y pausada dijo.
- Quiero una chocolatada caliente.
         Con esas palabras, el bar pareció volver a su ritmo habitual: Los gauchos siguieron con sus consideraciones acerca de cómo preparar un buen asado, sobre todo si se trataba de un chivito. Pese a que retomaron el curso de la charla, habían perdido gran parte de la pasión con que discutían al principio, antes que el trío llegara al local. Observaban de costado a Giménez, que se quedó solo tomando su chocolatada cuando la mujer se acercó a la mesa de Franco y Robertito para servirles el café con leche. José Luis se mostró interesado por la conversación de la mesa grande, y se le notaba en la cara su pretensión de participar en ella. Todo el grupo parecía estar en contra de uno, que insistía en la conveniencia de hacer un pozo para encender el fuego. El gaucho, un poco agobiado ante tantas argumentaciones acerca del viento, de cómo instalar la cruz del asador y otros inconvenientes, fue cediendo en su posición hasta quedar callado, mientras los demás derivaban de a poco la charla hacia otro lado. El gaucho vencido se dió cuenta que José Luis lo observaba.
- ¿De caza?, le preguntó, un poco por el vacío que le habían provocado. José Luis lo escrutó con la mirada, pero no contestó. Se sacó los lentes de la visera y los metió en un bolsillo. Franco decidió ir hasta el baño. Cuando pasaba cerca del mostrador, masculló:
- Dejate de joder, querés.
         José Luis lo ignoró por completo. Se dirigió al gaucho solitario.
- Sí amigo. Andamos tras la lampalagua.
         Otra vez se hizo un silencio pesado, incómodo. Franco, a punto de entrar al baño, se agarró la cabeza. Uno de los gauchos se rió, y unos segundos más tarde otros lo imitaron. José Luis los miró como si no entendiera cuál era la gracia, y se dirigió resueltamente a la mesa con la taza de chocolate en la mano.
- Pero yo creo que usted tiene razón, le dijo al gaucho que había estado observándolo. Éste pareció animarse, al recordar el chivito al asador.
- Le va a costar encontrarla, a la lampalagua, dijo un gaucho corpulento.
         José Luis acercó una silla y se sentó sin pedir permiso, dándole la espalda a Robertito, que estaba preocupado.
- ¿Y por qué?
- No hemos visto una en toda la vida, recordó el que parecía más viejo.
- Quién sabe... si se acerca un poco más al litoral... dijo el último.
         Los hombres tenían sonrisas paternales, lejos de ser cancheras.
- ¿Qué, no leen los diarios, ustedes?
         La voz de José Luis era pausada, segura. Hubo un momento de duda en el grupo, mientras Robertito se mordía los labios a tres metros de allí. No había podido tragar bocado.
- Insisto, siguió José Luis. - Lo más importante es el pozo.
         El gaucho, que ahora no estaba tan solo, desplegó una sonrisa generosa.
- Parece que el hombre sabe... dijo otro, que llevaba un pañuelo blanco anudado al cuello.
- Ni que lo diga, amigo.
         La voz de José Luis seguía teniendo el mismo tono grave, pero la cadencia de sus palabras se había tornado sospechosamente parecida a la de esos hombres.
- Lindo sombrero, dijo el corpulento.
         Sin mirarlo, como si se tratara de una reflexión más que una respuesta, José Luis dijo.
- Trafalgar Square, Londres. 1992.
- ¿Allá también asaba chivito? preguntó el grandote.
- Los martes. Cuando no llovía.
         Pareció una respuesta de lo más lógica, de modo que fue aceptada. José Luis, como para sí, en voz mucho más baja, continuó:
- Problema para hacer el pozo.
- ¿Cómo es eso de la lampalagua?
- La inundación.
         A cada respuesta de José Luis, los hombres prestaban un poco más de atención. Quizás no tanto por las respuestas en sí mismas, sino por la rapidez con que las ofrecía.
- ¿Y en qué diario lo han visto?
- Clarín, Nación. El Táims, en la página doce. Los grandes, usted sabe. La crecida más grande al sur del río Bravo. Huracán en Florida. Pero me interesa el asado.
- ¡Eso!, festejó el ex- gaucho solitario. Cuentenós cómo lo hace usté.
         Franco salió del baño y se tranquilizó bastante al ver el buen trato que le dispensaban a José Luis. Sonrió difusamente al grupo y siguió de largo hasta la mesa. José Luis no lo vio pasar. Decía:
- Lo primero es liquidarlo.
- Seguro.
- Eso.
- Perdón. No me presenté. Masllorens, con elle, quélevacer. Sans coitus interruptus. Esas cosas. Un buen cuchillo... Veinte, veinticuatro centímetros de hoja.
         Hubo un silencio en la mesa: José cambiaba el ritmo de sus palabras abruptamente y a su antojo. Hablaba lentamente y gesticulaba con las manos, hasta que ponía la sobremarcha y entonces era cuando confundía. En la mesa, Robertito impuso de las novedades a Franco:
- Nos van a achurar.
- Algo de eso estaban hablando.
- Pero primero nos violan.
- Che, no seas alarmista. No dijeron nada al repecto.
- Los está jodiendo.
- Qué infeliz...
- Tratá de atajarlo. Yo voy a mear. Se hace llamar Masllorens. Con elle.
- No jodas.
         Mientras tanto, José Luis, o Masllorens, se puso de pie y abrió las piernas. Hacía como si entre ellas tuviera un chivito.
- Un solo tajo. Profundo; lento al principio. Para que sepa. Hay que tratar que no chille ni lo vea la madre. De izquierda a derecha. Después rapidito.
- Así se mancha todo, le dijo el viejo con respeto...
- Espere. No interrumpa.
         Seguía gesticulando, como si realmente estuviera degollando un chivo. Tenía el puño izquierdo cerrado fuertemente, los dientes apretados, y en la mano derecha casi podía verse el cuchillo. (Veinte. Veinticuatro centímetros de hoja) El hombre corpulento tenía una expresión de asco.
- Rapidito, le decía, y después se corta por arriba con toda la fuerza. Con suerte, puede uno quedarse con la cabeza en la mano. Yo ahora los pialo en las patas, porque una vez me descuidé y uno se me escapó. Sesenta metros corrió, sin la cabeza.
- Qué hijo de puta, dijo Franco.
         El hombre de pañuelo blanco en el cuello sonreía.
- No puede ser... repuso con timidez el gaucho solitario.
         La mirada de José Luis se clavó en los ojos del hombre, que no atinó a decir nada más. Por otra parte, el corpulento dijo.
- Suele darse, con las gallinas.
         El del pañuelo perdió la sonrisa, imaginando quizás al chivito decapitado corriendo sin rumbo.
- Pero, sin duda, lo más importante está en el pozo.
         El primer aliado de José Luis perdió toda duda con respecto al relato y se acomodó a gusto, bebiendo un trago de ginebra. La mujer, otra vez detrás del mostrador, escuchaba atentamente, con la boca abierta.
- Esto se pone espeso... dijo Robertito.
- Pará. Está manejándolo. No podemos cortar este mambo. Por otra parte, quiero saber cómo termina.
         A decir verdad, Robertito estaba también intrigado, pero no le hacía gracia el hecho de tener que pelear contra esa gente.
- Al chivito, si no se me escapa como aquella vez...
         Aquí José Luis miró al auditorio, como esperando que alguien dijera algo, abriendo un poco las manos y dando tiempo para cualquier réplica. Nadie dijo nada. Sólo entonces continuó:
- ...lo ato...
         José Luis hizo el ademán de sostener algo pesado con la mano izquierda, mientras que con la derecha - simulando tener una cuerda en esa mano-  daba vueltas hasta asegurar la presa.
- y lo cuelgo para que se desangre bien desangrado.
         Todo el mundo se acomodó en su silla. Algunos bebieron de sus vasos.
- Y ahora viene lo más importante.
         El gaucho aliado estaba exultante. Pensaba que quizás eso que estaba haciendo José Luis era lo que él mismo debería haber hecho hacía unos veinte minutos, para convencer a sus amigos.
         José Luis hizo una pausa.
- ¡Una buena pala!, dijo con un tono levemente imperativo. Hubo algún acomodamiento nervioso en la sala, y a Robertito se le ocurrió que alguien iba a traerle a José Luis lo que pedía.
- Eso es lo que se necesita para hacer un buen pozo.
- Cierto, reflexionó el gaucho más viejo.
- Bueno, en fin... Hago el pozo (un buen pozo). ¿Habrá más chocolate?, preguntó sin mirar hacia el mostrador.
         La mujer reaccionó de inmediato, como si estuviera accionada por un resorte. José Luis estaba por terminar. Dijo en voz alta, pero mirando hacia el piso, como en una introspección:
- Meto al chivito adentro del pozo.
         Los hombres se agitaron un poco en sus lugares, y la mujer dejó caer un platito sobre el mostrador. A Robertito le pareció que alguno se llevaba la mano a la cintura, buscando su facón. Franco dejó dinero encima de la mesa. (Una fortuna, le recriminaría más tarde Robertito)
- Vamos, le dijo. Se levantó y se dirigió hacia donde estaba José Luis, haciendo un gesto universal que todos captaron: describía círculos concéntricos cerca de su sien derecha, con el dedo índice. Como José Luis estaba de espaldas, no se dió cuenta de la acción de su amigo, y continuaba, con parsimonia y seguridad:
- Lo tapo y después me voy. Dos. Tres meses.
         En ese instante Franco lo tomó del brazo y lo dió vuelta. Quedaron sus caras enfrentadas.
- Vamos, le dijo. - Tenés que tomar la pastilla.
         José Luis se dejó conducir por Franco, que le hizo otra seña inequívoca a la mujer, quien enseguida entendió que tenía el dinero sobre la mesa. Robertito ya estaba cerca del umbral cuando se acercaron los dos. Subieron con rapidez a la camioneta, donde José Luis se reía, aunque renegaba por no haber podido ver el último acto, carajo, mirá que sos boludo, Franco, y se quejaba como un chico porque ni siquiera lo habían dejado ir a hacer pis, que bien merecido lo tenía.



        8


El mismo día en que llegó al edificio empezó a amargarme. ¿Quién puede ser tan malparido como para mudarse de tarde? Terminaron de hacer ruido a las doce de la noche, cuando desde las diez rige por reglamento de copropietarios el horario de descanso nocturno. Lo llamé para putearlo. El muy cínico me agradeció la bienvenida y me deseó buenas noches, como un gran hijo de puta que es. Qué lo parió. Se dice por ahí que nació en Avellaneda, pero este engendro no nació. Lo cagaron en un baldío, seguramente.
Es una basura tan bien disimulada que la gente del barrio lo saluda y hace como si lo quisiera. Miguel, el de la casa de regalos a veces habla con él. Pero Miguel es un comerciante y seguro que está defendiendo el negocio. Le da conversación para que le compre esos hediondos sahumerios. Flor de boludo, también. Si supiera. Yo le dije que se cuidara de ese hijo de puta y me preguntó por qué. Claro. La gente no sabe lo que yo sé. Que se acuesta a cualquier hora, que seguro se droga por ese asunto de las esculturas. Todos los artistas tienen un costado insano y éste lo desarrolla por ese lado. Que también es seguro que tiene el potus en la casa, que debe ser todo mentira lo de la oficina y el empleo en la Compañía de Seguros y que es jefe y todo eso. El tipo es una mentira en sí mismo, eso puedo presentirlo cada vez que llega, a eso de las siete de la tarde.
El año pasado llegaba un rato antes. Más o menos a las cinco. Volvía a salir a las nueve de la noche, para volver a cualquier hora. Dicen que trabajaba en un restaurante. Qué iba a trabajar en un restaurante, el hambriento ése. Seguro que al segundo día lo echaban por comerse todo. Aunque la verdad es que está flaco, claro, tanta actividad. De ahí, mi certeza con el tema de la droga. Dicen que el restaurante cerró. Que ahora el hijo de puta hace horas extras en su empleo. Pero ese vago no trabaja ni siquiera en horario normal; ¿quién sería capaz de pagarle un centavo por hacer horario extraordinario? La gente es boluda, sin vueltas de hoja. Qué los parió. Creerle a ese malnacido, y encima ahora dicen que ganó no sé qué premio nacional. Qué va a ganar si es un infeliz de mierda, un payaso. Si hubiera ganado algo seguramente lo habría robado como el potus. Hijo de puta.



         9


         A Robertito lo habían mandado adelante, no fuera cosa que le encajara un escopetazo a alguno. José Luis caminaba medio perdido, sin saber muy bien qué era lo que tenía que hacer, hacia dónde mirar. El último en la fila era Franco, que conocía la rutina pero estaba completamente desilusionado por la situación que le tocaba vivir: de algún modo, el dueño del campo no aparecía, nadie en el pueblo era primo del doctor Casabé, nadie había escuchado siquiera hablar de él y ahí andaban los tres, derivando un campo ancho y ajeno. A las perdidas, Franco disparaba algún tirito, sin convicción. Como a las tres de la tarde, vieron a lo lejos una camioneta, pero no le dieron demasiada importancia.
- Che, Franco... Vamos a ir en cana por gauchos matreros, dijo José Luis.
- Callate un poco, querés, le respondió Franco a la distancia.
         Media hora más tarde, la camioneta apareció delante de ellos y se detuvo a unos cien metros. Un hombre gordo bajó de ella, con una escopeta en la mano. Instintivamente, el grupo se cerró sobre sí mismo, y achicaron las distancias.
- Déjenme hablar a mí, pidió Franco.
- ¿Y vos quién sos, Radio Nacional? Pará un poquito que esto lo arreglo yo.
- No seas boludo, José, le dijo Robertito.
         Pero José estaba encantado con la situación, y sobre todo, estaba dispuesto a manejarla. Caminó resueltamente hacia la camioneta.
- ¡Buenas tardes!, casi gritó.
         El hombre gordo se colocó la escopeta en el antebrazo izquierdo. Los tres vieron que maniobraba como si estuviera cargando un cartucho, o algo así, sin perderlos de vista.
- ¡Hola!, dijo José Luis. El hombre lo encañonó. A Robertito se le ocurrió, trágicamente, que aquello terminaría mal.
- Alto, dijo el hombre gordo, pero José Luis hizo como si no lo escuchara, y se acercó más hasta él.
- ¿Qué hace?, le preguntó con la misma actitud resuelta. El hombre dudó un instante, y luego dijo.
- Acá no se puede cazar. Quédese quieto.
         José Luis se dio vuelta, hizo un gesto tranquilizador a sus amigos y luego siguió caminando en dirección al hombre con la escopeta. No parecía preocuparse en absoluto por la situación. Se paró a dos metros del gordo y lo miró fijamente a los ojos.
- Baje esa arma, dijo en tono imperativo.
         El gordo dudó un momento y luego repitió.
- Acá no se puede cazar.
         Quizás porque el gordo no repitió la rutina completa (le faltó el "quédese quieto"), José Luis se sintió dueño de la situación y dió un paso adelante.
- Baje esa arma, carajo. No me ponga nervioso. Usted no tiene la más mínima idea sobre con quién está hablando. Soy el Coronel Casabé y cazo aquí cuando se me antoja.
         El gordo dejó caer una de sus últimas defensas, y bueno, eso de andar matando a un Coronel por accidente no le gustaba nada. Por otra parte, José Luis ya estaba parado a su lado, rodeándole el hombro con un brazo. Estuvo en esa posición unos minutos, mientras el gordo decía a veces que sí, con la cabeza. José Luis hablaba y hablaba mientras se acercaba al grupo, invitándolo a que conociera a sus amigos.
         Casi en lo que fuera la rutina del día, Franco dijo, por tercera o cuarta vez:
- Qué hijo de puta.
         Cuando José Luis se acercó a sus amigos, acompañando al hombre gordo, el tono que utilizaba era más bien compatibilizador, aconsejándole no andar con armas cargadas en el interior de un vehículo, con tantos baches que hay por el campo, y todas esas cosas. El gordo le explicaba que nunca de  los nuncas llevaba la escopeta cargada adentro de la camioneta.
- Me parece bien, amigo. Le presento aquí a mis amigos Franco y Roberto, que de armas no saben casi nada. Si no los saco yo, a éstos no los saca nadie. Bueno, muchachos, tenemos hasta el atardecer para tirar unos tiros. Después, estamos invitados a tomar unos mates.
         Robertito no lo podía creer. Franco estaba mudo. José Luis había conseguido sonsacarle algunas sonrisas al chacarero, así que se animó a decir que si más tarde el mate estaba rico, le enseñaría a hacer un buen chivito.




IV





"Twas brilling, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy the mome were the borogroves,
And the mome rathes outgrabe..."

Charles Dodgson, Jabberwocky, en "A través del espejo".



1

Aquel fin de semana había sido particularmente raro. Los chicos habían ido a Mar del Plata con su madre, Colette estaba enfrascada en el asunto de la tesis y Leandro seguía borrado. Su contestador automático repetía la melodía cansina, para rematar con el verso de siempre. Robertito había abandonado el proyecto de los pecados promediando la Soberbia, pero en cambio había encarado otras obritas menores (casi mendaces, las llamaba Robertito) que lo divertían mucho. Dejaba correr el cincel a ver qué pasaba, y a menudo pasaba algo. Estaba ensimismado, traspirando como un toro, bufando, con el torso desnudo, cuando se dió cuenta que el cuarto estaba casi a oscuras. Se había puesto a trabajar tardísimo, porque había dormido como un lirón, y de pronto se hizo la noche. Colette había quedado en llamarlo cuando terminara de estudiar con el grupo. Entonces verían cómo estaban de energías para salir, o pasar la noche juntos. Robertito se sorprendió por la hora, pero alguna otra vez le habiia pasado eso de trabajar incansablemente, sobre todo si tenía un ácido encima. En esas ocasiones, de acuerdo a su estado de ánimo se sentía una especie de Artaud o Aldous Huxley en los mejores momentos, o un insectóxico, palabra que usaba para autodefinirse si estaba en un mal día. No se preocupó. Al contrario, se sentía contento: La pequeña escultura estaba tomando la forma de un extraño ser alado  que, mirada de otro modo, también parecía un diseño de las máquinas voladoras de Miguel Angel. Robertito estaba cansado y sucio, lleno de polvillo y pequeñas piedritas pegadas a la piel, a su pelo, y hasta en los lagrimales. Tomó un vaso de agua y fue al dormitorio. Quizás una ráfaga de viento lo atrapó en el pasillo, y se escuchó tiritando casi imperceptiblemente. Le pareció gracioso, porque no tenía nada de frío. Separó un calzoncillo y un par de medias. Fue hacia el baño, contento con la idea del agua barriéndole la piel. Cuando encendió la luz se sintió enceguecido, y la apagó inmediatamente. Se pasó los dedos índices por los ojos, con fuerza, y decidió darse la ducha con la escasa luz que entraba por una pequeña claraboya.
El agua le pareció deliciosa, como si fuera todo y lo único que necesitaba para sentirse un hombre nuevo. Se demoró bastante en ese goce, y no le importó que el teléfono sonara y sonara. Supuso que sería Colette, y en ese caso, la llamaría ni bien estuviera seco. De otro modo, el llamado no le interesaba en absoluto. "Si es Leandro, que se joda", pensó con satisfacción infantil. Cerró la ducha no del todo convencido y se secó cuidadosamente después de frotarse con aceite. Sentía la piel renovada, sedosa. Al salir del baño, con la toalla anudada a la cintura, se sorprendió al ver todo el departamento a oscuras, de modo que encendió el pequeño velador que estaba encima del piano. Su luz resultó muy potente, lo que hizo pensar a Robertito que el polvillo, o quizás alguna piedra, le habían lastimado la vista. Apagó el velador y se quedó completamente desnudo, tendiendo la toalla encima de la pantalla antes de volver a encenderlo. El teléfono estalló a su lado, sonando ensordecedoramente. Levantó el tubo espantado, y al escuchar la voz de Colette dió un grito de dolor. Sentía que se le había perforado el tímpano. Usó la misma toalla para amortiguar el terrible sonido que le llegaba por el auricular. Colette se alarmó muchísimo, preguntándole qué era lo que estaba pasando. Como Robertito no sabía, no contestaba nada. Aún con la toalla acolchando el ruido, le resultaba terriblemente molesta la voz. Cambió el tubo de oreja y se frotó la cavidad del oído, mientras trataba de tranquilizar a Colette. Notó que de la oreja dolorida le manaba una sangre tibia. No abundantemente, pero sin pausa. Quedó petrificado, mudo. Abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Colgó el tubo y lo descolgó de inmediato: el recuerdo del primer timbrazo lo estremeció. Fue hasta la cocina, sacó un repasador de un cajón y lo introdujo adentro del viejo aparato, entre las campanillas, antes de volver a colgar el tubo. Mientras hacía todo esto notó que era capaz de escuchar con toda claridad los ruidos provenientes de la calle y de los departamentos vecinos. El oído aún le sangraba. Se miró la mano y se asqueó un poco de sí mismo cuando chupó, gozoso, la palma ensangrentada.
Advirtió que tenía la uña del dedo índice ennegrecida por completo. El teléfono volvió a sonar.
- Hola, farfulló Robertito. Colette estaba preocupada. Era una catarata de preguntas sin respuesta. Él le pidió entrecortadamente que no fuera a verlo, que estaba un poco raro, pero que no se sentía mal. Colette se enojó bastante, pero aceptó de mala gana dejarlo descansar. Para conseguirlo, Robertito descolgó el teléfono.
Notó con extrañeza que la piel de su brazo estaba un poco más oscura, y fue hacia el baño. Cuando encendió la luz no pudo evitar un insóito chillido que provino de su garganta, o quizás de un poco más abajo. El grito rebotó contra los azulejos y pareció volver amplificado. Había sido una reacción contra la luz, que lo lastimaba. La apagó inmediatamente y se miró al espejo con recelo. Una fina capa de vello aterciopelado cubría su rostro. Se impuso a sí mismo tranquilizarse un poco, pero le resultaba muy difícil. Se miró la oreja sangrante: Había crecido algunos centímetros hacia arriba, y también había ganado algún espacio hacia el costado. Robertito pensó "Dios", e inmediatamente "Lexotanil". Fue hacia el dormitorio a buscar a este último, casi fuera de sí. Encontró una tira de pastillas en la mesa de luz. Tomó tres de golpe, masticándolos concienzudamente. Se tendió en la cama. El oído había dejado de sangrar. Se tocó el pecho. El vello era agradable, después de todo.
"Debo estar soñando", se dijo. Sí. Seguramente era eso. Una sobredosis de trabajo, o algo así. Calibró la idea de ponerse desodorante, se preguntó con seriedad si tenía alguna importancia. Decidió que sí, y se levantó despacio. La única luz encendida en toda la casa era la del piano, pero le alcanzaba con creces. En el baño pudo advertir que todas sus uñas eran negras ahora, y que estaban afinándose. Le costó destapar el desodorante en aerosol, y al levantar el brazo, para colocárselo, sintió un dolor desgarrador. Entonces notó que estaba creciendole un vitelo casi trasparente entre el brazo y el torso, uniéndolos. Observó su cara de terror en el espejo y recordó el taparrollo.
"Me habrá mordido uno de esos hijos de puta", pensó. Pero, luego dudó: quizás se hubiera infectado con la caca pegada en la pared. Se rió frente al espejo, pero la sonrisa duró poco: Unos colmillos blanquísimos se asomaron entre sus labios. Tuvo ganas de llorar. Si estaba soñando, se trataba de una pesadilla, y si no lo estaba, sin duda alguna todo esto era una locura. "Carajo, toda la vida improvisando, y ahora que debiera tener en cuenta eso, no sé qué hacer", se dijo. Volvió al dormitorio con su axila desodorizada. Se tendió en la cama. Un mosquito volaba en la habitación y, de algún modo, Robertito tenía la plena certeza sobre el punto exacto donde estaba el insecto. Se levantó de un salto y aplaudió en el aire: Lo había matado. Sonrió, exhibiéndole a la oscuridad sus novísimos colmillos blancos. El esfuerzo pareció agotarlo: Quiso dormirse inmediatamente. Durante su sueño, Colette volvía con aquellas necesarias certezas de los seres humanos. Robertito había tenido una certeza: Él supo, pero supo de veras, dónde estaba aquel mosquito. Luego vinieron imágenes rarísimas: Esculturas volando, la nítida voz de Colette, - otra vez-  pero ahora diciéndole que no, que en realidad él no la amaba. Luego su padre le preguntaba dónde estaban las llaves. Dónde.



2


El paraguayo es un bocón. Estoy seguro que estuvo hablando en el edificio sobre los problemitas que tuvo con la Lili. No me extrañaría que le haya contado todo a ese hijo de puta. Dos muertos de hambre. Eso es lo que son. Aunque el paraguayo ande diciendo que la muerta de hambre es la Lili. Todo por meterlo en casa. Estos extranjeros son unos hijos de puta, también. Vienen acá, le sacan el trabajo y el pan a nuestra gente y ni bien pueden, se van.
Todo le dio la Lili a ese turro, y cuando llegó el momento empezaron los reclamos. Está bien que tanto el paraguayo como su esposa cuidaron a los viejos hasta que se murieron. Pero de ahí a reclamar todo lo que los viejos les habían prometido hay una distancia muy grande. Además, no hay modo de comprobar que los viejos les hubieran prometido nada. Desgraciadamente, o quien sabe por fortuna, se llevaron el secreto a la tumba. Es más bien raro que mis consuegros les hayan dicho que se podrían llevar la cama, por ejemplo. Se trata de un recuerdo que la Lili o el Edu querrán guardar, eso es seguro. Este hijo de puta del paraguayo anda diciendo estupideces sobre toda la familia por todos lados.
Lo de los asados en la quinta, por ejemplo. Qué tiene que andar ventilando que la Lili invita, pero invita a la romana. Por favor. Como están los tiempos, no es cuestión de tirar la plata, tampoco. ¿Encima que la gente viene a la quinta, hay que darles de comer?... Habráse visto. Es cierto que siempre les dice a los amigos que traigan un choricito demás, para que quede algo que comer durante la semana. Pero ¿qué carajo le importa al infeliz ése si también a él  e dan de comer? A ése es otro que voy a reventar. Me da una bronca bárbara que la gente hable. Todo el mundo debería callarse la boca, carajo.



         3


- Deberías pensar un poco en todo lo que falta andar.
- Falta envido... Perdoná. La verdad, eso no me importa. Yo no sé adónde voy.
- Entonces no te falta nada.
- Me parece que es al revés. Como no sé dónde voy, me falta todo.
- Para el camino, amor, deberías escoger mejor tu equipaje. Si vas a andar tanto como parece, deberás estar ligero. ¿Así se dice?
- Sí.
- Yo sé muy bien que no te peso demasiado. Un macho argentino puede dejar tirada en cualquier esquina a una amante francesa.
- Te amo.
- Lo sé. Pero tarde o temprano te convertirás en otra cosa, y para entonces deberías tener mejores armas que ahora.
- Nadie se convierte en ninguna cosa cuya simiente no estuviera desde antes en su espíritu... Dicen los árabes que el poder y el dinero no corrompen, sólo hacen caer ciertas máscaras.
- Yo no hablaba sobre poder, amor.
- Mejor, porque no lo tengo. Aparte, creo que conmigo, lo que deba ser, será.



4


A veces anda con barba, después se la afeita y se deja el bigote, otras veces se deja el pelo largo y  de repente se lo corta al rape. Es un pelotudo. Hace sesenta y cinco años que yo uso el pelo igual. ¿Qué necesidad tiene el malparido ése de hacerse el artista?... Porque ése sí que se hace. No es. El otro día lo ví en una revista al lado de una de esas mierdas que esculpe dale que te dale, todo el día con ese puto cincel. ¡Qué basura, por Dios!
Y a eso lo llaman arte. La gente es estúpida, no hay nada que hacer. Cada vez que lo veo se me atraganta hasta el aire. Me agarra una cosa horrible en la boca del estómago. Hijo de puta. A ver si me enfermo por culpa de ese degenerado. Mi señora dice que no tengo que darle tanta importancia, porque después hablo dormido y la pateo de noche. Pobre. Lo único que falta es que aparte de perder el sueño yo, lo pierda la patrona. O la lastime sin querer. Sí, es lo único que falta. Una cosa es darle unos buenos golpes a la mujer de uno, y otra muy distinta es pegar sin darse cuenta. Alguna vez la buena de Marietta cobró, pero se lo tenía merecido. Otra que cobraba siempre era la Lili, pero para eso están los hijos. A este hijo de puta de arriba me dan ganas de reventarlo, cuando me acuerdo. De hacerle la pelea de una buena vez, para ver quién gana. Yo le tengo tanto hambre que me parece que lo mataría. La verdad, el hijo de puta es mucho mas joven que yo, pero si me gana, después le meto un balazo con el Máuser. Qué me importa. Las satisfacciones hay que dárselas en vida, qué joder. La Lili me dice que no me haga tanta mala sangre, que me va a subir la presión, (yo me pongo terrible cuando me sube la presión) y que voy a empezar de nuevo como aquella vez, pero me parece que todo ese asunto ya está superado. Porque antes me ponía muy nervioso y les pegaba a las dos, pero ahora ya se me pasó. O mejor dicho se me había pasado, porque desde que está ese hijo de puta en el edificio ando con la sangre en el ojo.
La del quinto dice que es un dulce. Pero esa mina es una pelotuda. A esa también la he reputeado. Acá la gente no tiene disciplina, qué va a hacer. Necesita que alguien les marque qué es lo mejor. En ese sentido no tengo problemas, porque tengo ideas muy claras. Yo quiero trasmitir todo lo que sé, y es por eso que a veces tengo problemas con algún vecino estúpido. Pero después de la pelea todo se arregla y la gente ya sabe qué es lo que tiene que respetar. La verdad es que si no fuera por mí este edificio sería un quilombo.



5

Las llaves abrían la puerta de un aula. Allí el profesor Eduardo Cabello explicaba las razones por las cuales ciertas clases de guano podían provocar mutaciones en las especies que las ingirieran mezclada accidentalmente con sus alimentos, pero esto no era posible porque Cabello era profesor de Matemática, y nunca se había interesado por la biología. Tales mutaciones, según Cabello, podían acelerarse si entraran en contacto directo con la corriente sanguínea. Robertito se distrajo un poco, como lo había hecho durante toda su carrera estudiantil. Allí estaban, también, el Pipi y el Ruby. Esto formaba parte de otro enorme contrasentido ya que el Pipi nunca había podido atravesar el cuarto grado, detenido inevitablemente por la regla de tres compuesta que nunca explicara Cabello, claro, si él estaba para otras cosas. La teoría de conjuntos, por ejemplo, martirizó a Robertito durante aproximadamente seis meses, en la voz y en la mano derecha de Cabello, que sostenía su tiza blanca con sus dedos afilados y negruzcos. Las pequeñas garras se deslizaban por la superficie del pizarrón demostrando con fehaciencia que una buena dosis de guano proveniente de América del Norte era nociva para una clase de aves en extinción, de casi dos metros de alto y otro tanto de envergadura. Tal especie todavía no tenía una ubicación precisa en la escala zoológica, debido a que si bien estaba en extinción, también se encontraba en vías de franco desarrollo. Una rara forma de homo faber alado, sin alcanzar al sapiens, viviendo y conviviendo entre sus pares hominizados y humanizados. De cualquier modo, toda esta teoría de Cabello era decididamente indemostrable, tal como se lo señalara el alumno Ambrosis con su infaltable dosis de respeto y humildad.
Cabello quedó boquiabierto, sorprendido por esa inteligencia preclara y concisa. Por supuesto, ignoraría el sesudo comentario de Ambrosis, y estaba a punto de pasar a otro tema cuando lanzó su dardo en dirección al pobre Robertito, que permanecía aún extrañado por la presencia del Pipi en clase. Cabello casi gritó:
- ¿No es cierto, alumno Küchensjaäb?, y eso disparó los más terribles recuerdos del pobre Robertito, que había decidido cambiar su nombre artístico por el de Fórmica, que sonaba a italiano y a hormigas, expelidas del departamento de Colette a fuerza de un aerosol que ahora se le metía en el sobaco. Creyó con firmeza que el desodorante era una especie de insecticida que atentaba en contra de su existencia, pero luego dejó de lado su angustia al comprobar en su mente que su ser formaba parte de la especie humana ("sapiens", sostendría Cabello) aunque desconfiara por completo de las ideas que la raza era capaz de sustentar.
- Si no es capaz de explicarnos nada, Küchensjaäb, dijo Cabello remarcando su apellido, - salga inmediatamente de esta clase.
Aquel maldito de Cabello no quería entender que el aspecto de Robertito estaba mutando debido a aquel guano que descendía desde el norte, igual que el cólera. Nadie es culpable de estar enfermo, y para colmo, Robertito empezaba a pensar que se trataba de una pandemia dirigida de la cual él era solamente la primera víctima.
Al retirarse, Robertito se sintió inconsolablemente solo, incomprendido por ese bruto de Cabello y a punto de llorar. Se comprometió consigo mismo a llegar muy alto, y a ser alguien importante para reírse sin piedad y en público de semejante estúpido. Pero luego abandonó la idea. Estaba tan triste como nunca lo había estado, y para colmo en el corredor de la Escuela Nacional de Comercio de Avellaneda llovía y llovía sin parar. Alguien había deslizado una fina capa de harina en el suelo, para descubrir quién estaba robándose los alfajores del kiosko, fijándose luego en las huellas marcadas en el piso, y esto había provocado una pasta pegajosa que le impedía moverse con soltura. Encima, lo más lógico era que le endilgaran el crimen a su persona, porque cualquiera podía reconocer sus huellas de murciélago.
Batió sus alas con furia pero aún no pudo volar:  Era necesario todavía salir del colegio, atravesando el último corredor vigilado por la mirada de María Helena. Lo ayudó la Lidia Piraíno, gloriosa frente al poder de la institución, escudándolo detrás de su cuerpo. Robertito quedó en deuda de por vida con la Negra Piraíno, pero por ahora le era imposible hacerle llegar su agradecimiento. Quiso llorar otra vez, pero la cercanía de sus amigos de la infancia le recordó que los hombres no lloran, qué joder. Era de noche cuando salió a la calle. Todavía estaba lloviendo y le resultó necesario, imprescindible, llegar hasta la casa de Liliana para pedirle perdón. Tomó un colectivo y le pareció que hacía un viaje larguísimo. Caminó dos cuadras casi feliz, sabiendo que - por lo menos-  una custión importante en su vida sería resuelta esa noche.
Solicitar el perdón. No tenía idea sobre qué ocurriría después. No le importaba que lo condenaran para siempre. Supo que el meridiano por el que debía pasar la realidad era el perdón.
La casa estaba casi en penumbras. Don Carlos miraba sin apuro cualquier Boca- Independiente. El pobre Robertito no supo cómo presentarse, así, con ese aspecto. La luz de la pieza de Liliana estaba encendida. Ella leía, seguramente, alguna novela francesa.
Robertito se sintió ridículo tirando piedras contra el vidrio de la ventana, pero no le importó nada de nada. Ella se asomó, intrigada, y sintió de inmediato un profundo asco por Robertito. Se lo hizo saber, y el pobre se disculpó, informándole de inmediato el motivo de su visita. Ella le dijo que sí, claro, que estaba perdonado y que no se preocupara por ella nunca más. Que nadie es culpable por lo que siente. Robertito se sintió aliviado, al fin, por haber encontrado comprensión. Le pidió un favor postrero: Tan sólo un abrazo, aquella cosa que les había ocurrido alguna vez. Ella aceptó, pero Robertito pudo ver la expresión de Liliana reflejada en el vidrio, esa última vez. Lo comprendió todo de un instante y se retiró sin saludarla, con la amargura de haber perdido lo mejor a cuanto pudo haber accedido en su vida. Al rato susurró "te amo", pero él estaba demasiado lejos, y ella no pudo escucharlo, metida en la lectura y para colmo esperando que desde el teléfono llegara el llamado de un hombre de verdad.
La calle estaba aún húmeda, pero la lluvia había parado por completo. Decidió ver qué era lo que pasaba allí en su barrio. La gente lo ignoraba y eso le hacía bien. Nada ni nadie lo molestaría hasta llegar a sus calles, ésas de gatos astutos y alcantarillas tapadas. Notó que su cuerpo se había achicado un poco, y que un rabo bastante largo le arrastraba por detrás. En los callejones, en las cortadas, se sentía mejor y mejor. Quizás Kwang anduviera cerca. Al chino siempre le había resultado difícil volver a casa. Maravillado ante la idea, trató de volar una vez más, pero fue inútil. Anduvo una enormidad; mucho más de lo necesario porque el camino a recorrer aparecía y desaparecía en su mente, causándole hasta dolor físico. Sus pies no estaban acostumbrados a caminar tanto.
De pronto fue de día, y allí, en la misma calle donde jugara sus mejores picados, aparecieron Julián y Mariano. Ambos se reían del aspecto de su padre y llamaron a otros niños para que observaran el fenómeno y le tiraran piedras. Robertito se puso muy triste, pero lo tomó con calma. Se fue buscando la casa amarilla con jardín al frente, donde crecían unas rosas increíbles. Golpeó la aldaba con cuidado y escuchó con atención: Alguien se movía lentamente del otro lado de la puerta. Se acercaba con cautela, temiéndole algo que no tenía nombre todavía. Robertito estaba seguro que del otro lado estaba ella. Dijo.
- Mamá.
                 Pero nadie le abrió la puerta.



         6


- Aunque, si el trabajo es la esencia, (tal como le gusta a Hegel) la esencia probatoria del hombre, yo no puedo ofrecerle nada a nadie como prueba: estoy vacío.
- Peor aún, vos podrías afirmar y sin temor a equivocarte, que en realidad no exististe nunca de los nuncas.
- Correcto.
- Correctamente imbécil de tu parte, diría yo. Por otro lado, eso que dijiste es apenas una interpretación de Marx sobre lo que expuso Hegel. Hegel cagó, como Aristóteles, con tanto "Hegel dixit", hermano.
- No se puede razonar contigo, Pepeluí.
- A mí me parece que vos nunca pretendiste razonar con nadie, pibe. A lo sumo intentás que se respeten tus posiciones, por estrafalarias que éstas sean.
- Se agradece, Pepeluí.
- Te presentás ante el mundo como si te estuviera debiendo algo, y procedés igual que un tipo que deba probar a cada paso la razón de su existencia.
- No me parece tan mal...
- Pero lo está, viniendo de tu parte. Roberto... no es necesario justificar cada minuto que uno pasa bajo el sol. Ni siquiera los lepidópteros o los bufones de Kwang necesitan hacerlo. Pero vos insistís, como un necio, en ser otra cosa de la que realmente sos.
- Se me ocurre que eso le pasa a todo el mundo, man. Desde la hermana Teresa hasta los prohombres de la dictadura.
- ¿Sabés?, a mí me ayudó mucho el sicoanálisis, aunque creo que no es la panacea de este mundo. Es más: me parece que se está quedando atrás, con relación a esa cosa en que el ser humano está deviniendo, porque deja afuera al espíritu de ese nuevo ser que anda en el espacio. Pese a todas mis prevenciones, pude plantearle a mi locóloga, hace apenas dos sesiones,  que no tengo ninguna necesidad de definir mi sexualidad ahora, en este momento. Sin entrar en consideraciones tales como el trabajo - que sí define al hombre, pero no como vos dijiste que dijo Marx que decía Hegel-  hay cosas mucho más rudimentarias (como el sexo) que teóricamente deberían estar liberadas de ciertas celdas o casillas de las cuales no se mueven.
- A mí nunca me importó tu sexualidad, pero ahora que lo mencionás, me gustaría saber si sos gay, o qué.
- Justamente, te metiste en una casilla. ¿Qué sé yo qué soy?, ¿para qué me sirve saberlo?... Por si te tranquiliza, y a efectos de meterme en tu informe Kinsey, jamás tuve una relación homosexual. Me gustan las minas, no todas, pero algunas sí que me gustan. Las llevo a la cama y nunca pasa nada. Eso es todo, que te puede parecer aburrido, pero yo me divierto contándoles historias durante toda la noche. Difícil que alguna se me quede dormida, salvo esta hija de puta.
- ¿No se te para?
- Nada, che.
- ¿Y no te duelen los huevos?
- No. Además tengo uno solo. No me extrañaría tener un ovario escondido por ahi, qué sé yo... entre los riñones. Y eso del dolor es relativo... La de los huevos debe ser una función que se pierde con el tiempo. De ese modo debe comportarse la fisiología de los sacerdotes o de otros tipos que llevan vida célibe.
- Tendrías que haber conocido al padre Sigampa. En serio, ¿no te duele nada?
- No, te juro. Debe ir achicándose el cordón espermático hasta desaparecer, o algo así. Igual que Perón, pero sin la moto.
- A Perón se le paraba.
- Sí... dicen que hay un fetito en Centroamérica de lo que pudo ser...
- Pobre... ¿Sería nena, sería varón?
- Más celdas, y van...
- Bueno, che. Si no hubiera celdas no habría palabras.
- Sí, pero a veces - sobre todo con estas cuestiones de sexo-  me embola no encontrar el lugar donde situarme. Porque hablan de homos, de heteros... y me pregunto: ¿Qué tal si yo fuera un ejemplar de la primera generación de mamíferos holosexuales vivientes?
- Una especie hermafrodita hiper evolucionada...
- Una avanzada genética.



7


Cuando se iba lo sorprendió una manifestación callejera. Esto lo extrañó mucho, porque hacía bastante tiempo que nadie manifestaba nada. Creyó que su presencia habría sido extraña para cualquier grupo de pertenencia, así que trató de escapar inadvertidamente. Lo consiguió sin problemas, caminando con su paso cansino y resignado. Llegó hasta una zona de grandes edificios, completamente vidriados. Le sorprendió ver tamañas alturas, en una época en la que todo parecía achatarse, incluso su estatura. De algún modo consiguió subir a uno de ellos y observó a Buenos Aires, esa puta recatada, y por primera vez advirtió que si bien todo le parecía familiar, nada le era propio. Que era perfectamente coherente lo que le estaba ocurriendo, aunque se viera tan extraño. Que todo en la vida tiene su precio, y que le tocaba pagar con  interés alguna cuenta pendiente. Saber cuál era esa cuenta tenía un valor relativo. Le pareció que lo importante era, en ese momento, tomar conciencia que debía seguir adelante, aunque no supiera muy bien adónde. Igual que con el cincel en la mano, no tenía idea alguna acerca del destino final de su periplo. Hubiera querido volar. Le hubiera encantado volar. En lugar de intentarlo nuevamente, (estaba seguro de su fracaso definitivo) se descolgó con facilidad por las paredes de vidrio, ganando nuevamente la calle. Esta vez iría a su casa, ya que no se le ocurría mejor lugar que ése.
Caminó solamente unos metros cuando el Pipi y el Ruby le interrumpieron el paso.
- Pará, Robertito, dijo el Ruby. Llevaba una pequeña fusta en la mano derecha. Su aspecto era amenazante. Robertito se detuvo. Quedó contra la pared. El Pipi sólo miraba, con esos ojos profundamente verdes y cargados de lagañas. De cuando en cuando soplaba hacia arriba por la nariz, subiéndose los mocos. Unos metros más atrás, su padre, o su abuelo, recitaba una viejísima retahílla: "Veinte por ciento de vacaaa..."
- ¿No te decía yo que eras un tarado?, le preguntó el Ruby.
Robertito no contestó porque se distrajo un poco mirando a Obdulio, o Atilio, o algo así, que era el padre o el abuelo del Pipi, quien  seguía diciendo:
- ... Treinta por ciento de cerdooo...
El Ruby se golpeó la palma izquierda con la fusta. Empezaba a impacientarse, o actuaba como si eso ocurriera.
- ¿Eras o no eras un tarado?
Robertito admitió esa verdad, subiendo y bajando la cabeza e inclinándola un poco hacia la derecha. Miraba hacia el piso. El Pipi observaba todo con su aire ausente, buscando un poco de aire con la boca entreabierta, por esa cuestión de los mocos.
- ¿Aprendiste a cabecear un centro, cuando la pelota viene por la derecha?, preguntó el Ruby.
                 Robertito esta vez negó, con la cabeza.
- ... Veinte por ciento de grasaaa..., dijo Obdulio. Tenía también los ojos enrojecidos, como su hijo, o su nieto, que volvía a subirse los mocos. Ambos calzaban unas viejas ojotas descoloridas. El Ruby llevaba puestas unas hermosas zapatillas de cuero blanco.
- Entonces, seguís siendo el mismo estúpido de siempre, dijo el Ruby. Estuvo pensativo unos instantes y luego continuó. - Encima, con ese disfraz ridículo que te vuelve más y más idiota. ¿No te da vergüenza, che?
Robertito quiso explicarle el problema de la infección vía guano, pero le costaba empezar a hablar. Sentía que su voz sería tan estúpida como su aspecto. Además, en todo ese tiempo de cambio físico, había empezado a pensar que había otro tipo de infecciones contaminantes desde el norte, no tan espectaculares pero quizás mucho más nocivas que la suya, pero la teoría era aún bastante endeble en su cabeza como para sacarla hacia afuera.
Algo le indicaba que, en realidad, toda la situación planteada con su cuerpo no era una cuestión mucho más compleja que un tiro de piedra, que un acto del azar. Su fealdad contrastaba soberanamente con la belleza eterna que pretendía inculcarse desde arriba...
Por otra parte se sentía una experiencia piloto, una especie de precursor involucionante que causaba asco o desprecio, sólo por ahora. Sentía que llegaría el momento en que todo el mundo estaría infectado, de uno u otro modo. Imprevistamente, y como si hubiera leído sus pensamientos y no le hubieran gustado, el Ruby le descargó un fustazo en la cabeza. Robertito se enfureció, pero no tenía fuerzas para reaccionar. Dio un paso hacia atrás y las articulaciones de sus alas chocaron contra la pared. Recordó aquella tarde, en la que le habían pegado tanto.
- ... Eso es todo lo que se necesita para ser una gorda como vos, terminó diciendo Obdulio, o Atilio, a una persona que pasaba, sin importarle no haber llegado al ciento por ciento. El Pipi se subió los mocos otra vez.
- Dejá de hacer eso, carajo, le dijo el Ruby. Robertito aprovechó la distracción momentánea para iniciar su escape. Se alejó corriendo, rengueando, enclenque y dolorido. Pensó que podría escapar más velozmente, pero de todos modos no lo siguieron. Encontró un camino bien pavimentado, por la que no pasaba ningún coche. Anduvo lentamente. Tanto, que en su andar, sus propias estatuas lo sobrepasaban sin dificultad. Una a una, en una sucesión aparentemente interminable, desfilaban a derecha e izquierda, adelantándosele en aquella ruta, indiferentes a Robertito.
Amanecía frente a él y de pronto un zumbido atroz, como si fuera el motor de un gran tren eléctrico, empezó a taladrarle los oídos; especialmente el que estaba sano. Pero qué mambo.



8


         Los peritos de las fuerzas armadas han hecho objeto de cuidadoso estudio el sistema de radar del murciélago. Fue Donald Griffin, famoso biólogo de la Universidad de Harvard, quien descubrió que este sentido sirve al murciélago tanto para guiarse cuando vuela como para dar con los escurridizos insectos que persigue. Con este fin emite ondas ultrasónicas que, al tropezar con un objeto, devuelven ecos. En opinión de los científicos, comparado gramo por gramo y vatio por vatio con cualquiera de los radares inventados por el hombre, el "sonar" del murciélago es millones de veces más sensible y más eficaz.
         En uno de los experimentos llevados a cabo se tendieron en un cuarto oscuro, en forma caprichosa, 28 alambres del grueso de un cabello y se instalaron 70 altavoces, que debían producir un volumen de sonido dos mil veces más intenso que el eco del impulso emitido por el murciélago, y de igual frecuencia. A pesar de ello, los murciélagos volaron por entre la red de alambres sin tropezar con ninguno. Provistos de un sistema auditivo que no pesa más de un gramo, no solamente captaban los ecos de su propio "sonar" devueltos por los alambres, sino que sabían, además, diferenciar esos ecos "verdaderos" de los sonidos musicales más ruidosos que servían de "fondo".
         ¿Cómo evita el murciélago las interferencias en su sistema de radar? ¿Cómo distingue entre el eco procedente de un insecto y el que procede de las ramas que ha de esquivar ¿Cómo sabe el murciélago, al revolotear en una cueva entre miles de sus congéneres, cuáles con los ecos que corresponden a su propio sonar y al de los otros, para guiarse así por los suyos propios y evitar tropezones? Si se hallara la respuesta a estas preguntas podrían perfeccionarse nuestros dispositivos electrónicos directores y detectores.
         Cuando caza insectos al vuelo, el murciélago emite hasta 200 señales acústicas por segundo. Hace poco tiempo se creía que alcanzaba su presa con la boca, pero se ha demostrado con fotografías rapidísimas que ciertos murciélagos atrapan los insectos en la membrana que une sus extremidades inferiores, que pliegan con ese fin en forma de bolsa. Luego meten el hocico en ella y engullen la presa durante el vuelo.

(James Poling, op. cit.)



         9


- Podrías, por otra parte, tener en cuenta la opinión de la mayoría.
- Lo que no implica, necesariamente, que esa opinión sea la correcta.
- Eso resulta bastante elitista para un sujeto que se pretende democrático como vos.
- Yo no me pretendo democrático, pero todo esto no guarda ninguna relación con la voluntad de gobierno de nadie. Solamente digo que es todo verso, que hay gente que quiere creer que todo lo que se dice acerca del arte es verdad. Me parece, como en el tango, que todo es mentira. ¿Qué te pasa, no puedo pensar eso?
- Sí, pero estadísiticamente, si hay montones de personas que opinan, valoran y mensuran tus esculturas como buenas, es porque deben ser buenas. Vos deberías sustentar lo que hacés con una cierta base teórica, porque eso le haría muy bien a tu carrera, venderías mejor, que es en el fondo de lo que siempre te olvidás.
- Dame fuego. No me banco a toda esa gente que habla sobre lo que hace como si fuera lo más importante que hay en el mundo, y habla de posmodernismo, formalismo, hiper- realismo y todos los ismos. Dejame hacer la mía, que es la que sé hacer. Lo demás, para bien o para mal, vendrá solo. Por otra parte, la gloria o el olvido son caras de la misma moneda; como decía el condenado frente al cadalso: "Dentro de cien años, ¡todos calvos!". Y respecto a las estadísticas, había un francés amigo de Colette que siempre contaba el mismo chiste: Decía que las estadísticas indican que la policía mata muchos menos delincuentes de los que nacen. De otro modo, no habría empresarios, políticos, policías ni (sobre todo) gente dedicada a establecer estadísticas.




10


Colette estaba preocupada, furiosa y fastidiada. Quería tenerlo enfrente a ese monigote de Robertito para agarrarlo bien de los huevitos. Pero sonreía ante la idea: eso era algo que ella ya había hecho con ternura. Se prometió que hablarían seriamente esa noche. No podía ser que durante una semana discutieran asuntos tan serios como el de la convivencia y que luego Robertito desapareciera así como así, por cualquier cosa. Cobarde, hijo de puta, turrito mío, venga con su mujercita, pensaba Colette.
Se maquilló cuidadosamente y salió de su departamento dispuesta a que Robertito le explicara de una buena vez qué era lo que estaba pasando. Tuvo ganas de matarlo a ese divino.
Llevaba puesto el vestido negro que se ajustaba a su cuerpo y ponía un poco nervioso a Robertito, un poco por celos y otro poco porque le provocaba una excitación especial: cuando lo usaba, ese loco no medía circunstancias ni lugares, públicos o privados. Se la pasaba tocándole el culo a Colette, pero sólo algunas veces ella se enojaba.
Se sentía hermosa y desafiante. Dominadora de las situaciones y los hombres que anduvieran por ahí.
 
         11


- Dejá de juzgarme.
- Para eso estoy.
- Es que, de verdad, en el fondo, no podés.
- ¿Y por qué?
- Porque en el fondo, y de verdad, vos sabés quién soy.
- Eso no importa. Mejor aún: Sé que todo lo tuyo no es tan malo como quiere ser ni tan bueno como parece.
- Sólo busco una transparencia.
- Apariencia querrás decir.
- Da lo mismo. Ahora y siempre, para mí y para todos. El mundo es un constante aparecer.
- Qué profundo che. Pero no es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo.
- Me hacés acordar a Bernardo, que siempre supo vender ingenio, a falta de genio.
- No me impresionás. Y es más: me parece que tenés miedo.
- Sí.
- No comparto ni siquiera tu pretendida nobleza.
- Por eso digo que me conocés.
- Me das lástima. Pero preferiría que me fueras indiferente.
- No me vas a detener. Si me cerrás una puerta, voy a conseguir otra. Creo que en el fondo estás celoso.
- ¿De qué? ¿de quién? La tuya es una historia de perdedores, aunque la hayas escrito con alguna pequeña victoria.
- Como todos nosotros, sobre todo al sur del río Bravo. A vos todavía te hace feliz el cachetazo de Gilda.
- Es porque todavía me conmuevo, imbécil.
- Dejame en paz, querés.



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         Hay 1300 especies conocidas de murciélagos repartidas por todas las regiones del mundo, salvo las polares. En contra de lo que generalmente se cree, no hay murciélagos ciegos; tampoco es la hibernación característica común de todas las especies. Sin embargo, en cuanto a aquellas que la practican, existe otra misteriosa circunstancia: muchos son los murciélagos que en la temporada de invierno se reúnen en casas abandonadas, cuevas y minas, pero su número jamás llega a igualar al de los que vemos durante el verano. Todos los inviernos desaparecen millones y millones de murciélagos. ¿Adónde van? Nadie lo sabe.

(James Poling, op. cit.)



      13
                                               

La luz entraba por la persiana, incomodando a Robertito, que se levantó con un gusto pastoso en la boca. El portero eléctrico estaba sonando desde hacía un rato, provocándole una horrible molestia. Estuvo seguro que abajo estaba Colette, todavía furiosa. No la dejaría entrar. Eso también era seguro. Fue hasta la cocina a tomar agua y al pasar por el comedor colgó el tubo del teléfono. Frente a la mesada, cerca de la chicharra del portero eléctrico, pudo reconocer y relacionarla claramente con el motor de aquel tren en el sueño. Estaba confuso y hambriento, tan cansado como cuando se había acostado, pero sin dolor alguno en su cuerpo. Unos nuevos y briosos músculos le habían brotado en las pantorrillas, en los muslos, y hasta en las plantas de los pies.
Abrió la heladera sin dificultad (comenzaba a controlar sus movimientos) y sacó la jarra de agua helada. Recordó que en el congelador quedaban dos chorizos y una morcilla. Los sacó y los apoyó en la mesada. Qué confusión.
Bebió con cuidado, sorbiendo lentamente de la propia jarra. Luego tomó la morcilla, y empezó a masticarla lentamente, desgarrando con sus flamantes colmillos la piel lustrosa. Eso calmaba su hambre y le provocaba mucho placer. Fue hacia el dormitorio, y camino al baño quiso orinar. Otra vez le volvió esa sensación de frío, al escucharse tiritar, pero de pronto comprendió que no estaba haciéndolo. Por el contrario, advirtió que estaba generando una especie de zumbido intermitente que le permitía saber exactamente dónde se encontraba, prescindiendo de sus ojos. Sólo para probar, llegó hasta el baño con los párpados cerrados. Entró, y al mirar hacia abajo, vio un abdomen bastante prominente, saludable y velludo. No alcanzaba a divisar su sexo. Se paró frente al inodoro y se tanteó abajo con una mano. En la otra llevaba la morcilla. le dio otro mordiscón. Su sexo era pequeño y gracioso. Los testículos se habrían retraído hacia adentro, porque no estaban allí. Un fino chorro de orín brotó desde sus piernas, aunque no podía ver su origen. Antes de terminar escupió un pedazo de cuero de cerdo, o algo así, que cayó cerca del orín espumoso. "Qué asco", pensó Robertito. Luego fue hasta el dormitorio. Se tendió en la cama, siguió comiendo y escupiendo debajo de la cama los trocitos de morcilla que no le gustaban. Cuando terminó, tiró también debajo de la cama la piel de la morcilla. Imprecisamente recordó que era domingo, y que era posible que Colette viniera. Sería mejor hablar con ella para que no lo hiciera. Se levantó con mucha facilidad y caminó, seguro, por el departamento. Fue cerrando las cortinas a su paso, ya que la claridad lo molestaba bastante. En el comedor, dudó antes de tomar el tubo. ¿Qué decirle?... ¿Cómo reaccionaría?...
Se paró en medio de la habitación y miró hacia el espejo. Sonrió: Aún se reflejaba en él. Desplegó sus brazos y el espectáculo lo conmovió por su belleza: El vitelo había crecido hasta sus muñecas, de modo que parecía vestido con una formidable capa de piel. Su cara era bastante desagradable, sobre todo esas orejas cónicas que apuntaban hacia adelante. Sus ojos eran pequeños y parecían penetrantes, pero en realidad no veía muy bien. Se acercó al espejo y así pudo observar con detenimiento, que aparte del vitelo en sí, había una serie de membranas cartilaginosas que se rebatían conforme él cerraba los brazos. Las contó a contraluz, y vió que eran cuatro a cada lado. Con los brazos levantados, inclinó cuanto pudo las garras hacia abajo, adoptando una posición hermosa, que le recordó a una grulla. Sonrió otra vez, y se tiró en un sillón, al lado del teléfono. Ahí estaban los cigarrillos y el encendedor. Tomó uno y lo encendió: buena cosa, a veces, el tabaco.
Así estuvo Robertito, durante un largo rato, pensando en nada y fumando, cuando volvió a sonar el teléfono. Lo atendió con precaución por aquel asunto del ruido.
- Hola, dijo.
Era Colette, que quería saber de él. Lo había llamado desde temprano (eran las seis y media de la tarde) y estaba preocupada y muy enojada, pero controlándose bien.
- Es mejor que no nos veamos, le explicaba Robertito. Ella insistía, creyendo por un lado que Robertito estaba triste por algo que no podía o no quería confesar, o que se había ido por ahí con otra persona.
- No es nada de lo que pensás, Colette, dijo él,  - pero es lo suficientemente raro como para que quiera estar solo. No sé si alguna vez podré explicártelo, pero tampoco creo que lo entiendas.
Colette se enojó mucho más aún y creyó que Robertito le ocultaba algo realmente serio. Estaba triste ahora ella también, imagiándose cosas horribles.
- Ocurre que estoy muy cambiado, dijo Robertito. Colette se enfureció y cortó la comunicación. Robertito aplastó el segundo o tercer cigarrillo, con fastidio, contra el cenicero. Se quedó sentado, durante un tiempo impreciso, hasta que sonó el portero eléctrico nuevamente. No le pareció desatinado atender, así que lo hizo. Abajo estaba José Luis Giménez, el cineasta, o el videoasta, o algo así, con una idea ge- nial, re- bue- na, para la sacudida. Robertito le explicó que le resultaba imposible atenderlo, aparte del hecho que la sacudida no le importaba un reverendo pito, pero José Luis no entendía o no quería escuchar nada de nada. Parecía que habían conseguido un contacto con la CNN, o la BBC, algo relacionado con los Estates, vos me entendés, decía José Luis desde abajo. Tanto insistió que Robertito pensó devolverle aquella broma de la primera vez, y finalmente lo hizo subir. Tenía una especie de macabra satisfacción que fue creciendo de a poco hasta que sonó el timbre. Después dudó un poco: ¿y si ese infeliz se moría de un ataque al corazón justo ahí, en el comedor? Robertito se preguntó, primero, si sería imputable,  pero se tranquilizó al pensar que juzgarlo sería muy poco humano. Sonó el timbre.
- ¿Quién...?, preguntó Robertito.
- José, dijo el otro.
- Esperá. Estoy desnudo.
- No importa, man. Abrime. Tapate con cualquier cosa.
- Tengo un disfraz, dijo Robertito.
- Qué lindo. Dale, abrime, le respondió José Luis.
- Esperá que me lo pongo.
- Dale, boludo.
Robertito oscureció la habitación cuanto pudo. Estaba anocheciendo, pero todavía se filtraba bastante luz a través de la cortina.
- Yo voy a abrir la puerta, dijo Robertito. - Después me voy a retirar un poco. Dame un momento y después entrá, pero cerrá la puerta rápido.
Ante tantas indicaciones, José Luis Giménez dudó un poco acerca de la conveniencia de atravesar el umbral.
- ¿Estás loco, man?, preguntó. Después, entró.
Es posible que haya habido caras más extrañadas que la de José Luis, pero Robertito no las había visto nunca. Realmente, estaba divirtiéndose. José Luis cerró la puerta, tal como le había pedido Robertito, pero se quedó cerca, preparado para escapar. Miraba incrédulo en dirección a una estatua que respiraba.
- ¿Roberto?, preguntó.
- No, le respondió Robertito. - Soy Batman.
José Luis inclinó la cabeza hacia un costado, como hacen ciertos cachorros que escuchan un sonido raro. Estaba asqueado, pero pensaba que Robertito estaba haciéndole una broma. Se sentía filmado, observado no sólo por esa especie de engendro que tenía por delante, sino también por otras personas, que disfrutarían como locas ante esta película. Sin duda, este hijo de puta desarrolló un sistema holográfico, o algo así, que proyecta la imagen justo en el centro de la habitación. ¿Dónde mierda habrá metido el micrófono, y qué clase de película está usando esta bestia para que capte imágenes con tan poca luz?
Todas estas cosas se preguntaba José Luis Giménez antes de decidirse a dar un salto para quedar en el centro de la escena, rompiendo la ilusión óptica que estaba presenciando. "Seguro que la voz está amplificada", pensó, ya que le llegaba bastante alterada. Lo fantástico era que parecía provenir de ese personaje - lo quiero en mi película, se dijo- , panzón pero delgado, algo petisón, con unos muslos desarrolladísimos y esa postura completamente animal.
Robertito comenzó a desplegar su nueva membrana, abriendo los brazos lenta y uniformemente. Los últimos rayos de la tarde atravesaban ese hermoso tejido, completamente recorrido por múltiples vasos sanguíneos y terminales nerviosas. De pronto, José Luis Giménez comprendió la realidad y no se resistió más: Dio dos pasos hacia el centro de la habitación. Robertito no se movió. Estaba hermoso, salvo por ese gesto involuntario en su rostro. Tenía una tristeza de miles y miles de años. Había perdido toda satisfacción en la escena, pero quería jugarla hasta el final. José lo reconoció. Adelantó su mano derecha con los dedos índice y mayor hacia adelante, buscando alcanzar el vitelo.
- Roberto... dijo.
Se miraron a los ojos. A Robertito se le caían las lágrimas. José Luis fue presa de una inmensa lástima. Batman bajó los brazos, también lentamente, e hizo un gesto de resignación. José Luis estaba emocionadísimo, lleno de ternura y compasión. No se le ocurrió otra cosa más que abrazar al murciélago.
- Pará, hermano, a ver si todavía te muerdo, dijo el bicho.
José Luis debió haber tomado conciencia de la situación, ya que sintió que le faltaba el aire. Tuvo un  mareo que le pareció leve, pero un instante después se desmayó. Robertito quiso atajarlo, pero descubrió en ese momento que había sobrestimado la rapidez de sus miembros superiores. El pobre Giménez cayó sobre el costado derecho, afortunadamente encima de un sillón del comedor. Rebotó en él y cayó al piso haciendo un ruido pesado, pero Robertito supo de inmediato que no se trataba de nada grave. Se quedó mirando a ese tipo de quien no esperaba nada, pero que le había dado una gran lección. Fue presuroso hacia la cocina, en busca de la jarra de agua fresca.




        14


Colette bajó del taxi con una furia tranquila. Usó sus propias llaves y entró al edificio sin tocar el portero eléctrico. No le extrañó en absoluto que el ascensor no funcionara. De cada tres veces, dos de ellas había tenido que subir los cuatro pisos. Al llegar al tercero pensó que era hora de abandonar todo ese asunto del tabaco. ¡Qué agitación, por Dios! Llegó hasta la puerta del departamento y estuvo tentada a pegar la oreja para escuchar lo que pasaba adentro, pero eso no se hace. No, señor. Introdujo la llave y dio media vuelta. Empujó la puerta y se encontró con un espectáculo extraño. Algo raro estaba pasando, sin duda: Ahí estaba José Luis tirado todavía en el piso, a oscuras. Colette se asustó muchísimo, y eso que aún no había visto la cola de Robertito, asomada por la puerta de la cocina. Él la había percibido con su fino oído, pero pensó que a esa altura del partido todo daba lo mismo. Colette encendió la luz del comedor. Escuchó ruidos que llegaban desde la cocina y preguntó:
- ¿Bicho?... ¿Qué pasa?
Robertito había recuperado parte de su buen humor, y respondió:
- Nada, mi amor; pasa que soy un murciélago.
                 Colette se rió. Dió dos pasos y Robertito la atajó:
- Esperá, por favor. Apagá la luz y dame un minuto.
Colette, intrigada, le hizo caso. Casi se olvidó del pobre José Luis, que empezaba a reaccionar. Robertito se paró frente a la heladera y abrió la puerta de par en par. Colette tendría una excelente vista de su cuerpo. Permaneció parado ante Colette, iluminado por la tenue lámpara del aparato, con la jarra en la mano, y ella soltó un gemido. Luego estuvo a punto de decir algo.
- ¿Qué...
Batman se sentía muy activo, así que no la dejó terminar la frase.
- Ahora que ya me viste, vamos a darle un poco de agua a este hombre, dijo, como si el estupor de su novia no tuviera sentido. Ella lo miraba azorada, y no podía reaccionar. A Batman le era imposible maniobrar bien el vaso con la jarra.
- Dale vos, le dijo a Colette, tendiéndole ambas cosas. Ella las recibió sin dejar de mirarlo a los ojos.
- ¿Sos vos?, le preguntó.
- Ahhh, susurró José Luis desde el piso.
- Dale, metele, que este tipo necesita ayuda.
Cuando José Luis se despertó del todo, hubo un largo silencio y una serie de miradas cruzadas y frases entrecortadas, o a medio terminar. Después de un rato José Luis se animó un poco y trató de actuar como si nada estuviera pasando, esa vieja costumbre nacional.
- Lo que podríamos hacer es ir a ver a un médico amigo mío, dijo José Luis, después de un silencio larguísmo, en el que los tres habían hablado, por ejemplo, de la bruta humedad que había en Buenos Aires.
Colette le lanzó una mirada irónica. Robertito, en cambio, lo mandó a la mierda.
Quedaron nuevamente en silencio. Ninguno de los tres sabía qué hacer en realidad, hasta que Colette sugirió que todos fueran a su casa. Quizás en el viaje se les ocurriera algo. Robertito se negó con vehemencia: Adónde podría ir con semejante facha, les preguntó.
- ¡Pero claro!, ¡Cómo no se me ocurrió, hermano!, dijo José Luis. Pero inmediatamente guardó silencio, al ver la cara de incredulidad a priori que le propinaba Batman.
- Está bien, dijo. Me callo. Pero se le notaba de lejos que se salía de la vaina por decirlo.
- Podemos ponerte un piloto, un sombrero y unos anteojos negros. Tomamos un taxi y venís a casa. Yo puedo cuidarte hasta ver qué hacemos.
La voz de Colette sonaba segura y confiable, pero Robertito no quería confiar en nadie y no estaba seguro de nada.
- Yo me quedo en mi casa, dijo con amargura el hombre murciélago.
- Pero... ¿qué vas a comer, Bicho?, le preguntó Colette, arrepintiéndose de inmediato por el sobrenombre.
- Ahí tengo un par de chorizos, pero a esta altura deben estar podridos, le respondió recordando que los había olvidado encima de la mesada de la cocina, por la tarde.
- Tenés que ver a un médico, le insistió Colette.
José Luis hizo un ruido con la garganta. Los demás lo miraron.
- Por favor, dijo. - Vos sabés cuánto te aprecio. Por el bien del arte, de la humanidad toda, creo que lo primero que hay que hacer, es filmarte todo.
                 Robertito se agaró la cabeza.
- ¿Cómo podés ser tan inconciente, José; cómo?
Colette guardó silencio. Robertito se sintió enormemente solo, queriendo ser otro como tantísimas veces, pero ésta, con una fuerza increíble.
- Voy al baño, dijo.
Orinó a oscuras y con el sexo en la mano pensó que no había salida. Nadie querría siquiera entender toda esta situación, y si quería, a alguien se le ocurriría viviseccionarlo, la puta que lo parió. Otra vez la misma historia. Quedar siempre del otro lado, donde nunca hay nadie. Ese había sido siempre, desde chiquito, su Yo y el Mundo, pero ahora se le notaba dolorosamente. Se mataría a la primera oportunidad. Estaba seguro. Otra historia recurrente: Nunca una certeza, salvo las que rondan a la muerte. Qué enorme  tristeza la de la soldad no elegida. Después de orinar se quedó tras la puerta del baño, escuchando con atención las palabras de Colette y José Luis. Tramaban una sana traición, una salida que conduciría con seguridad a que lo convirtieran en un fenómeno, una atracción permanente. Un asunto de estado, una cuestión de fe. Una imagen en la pantalla. La primera oportunidad para suicidarse estaba en el dormitorio. Cuatro pisos desde la ventana al patio. Qué sorpresa para el pobre infeliz de la planta baja "A". Pero se lo merecía, porque era un hincha pelotas con todo ese mambo de los ruidos del cincel.
Salió del baño con todo silencio. Colette y José Luis seguían haciendo planes para una dudosa salvación. Se metió en el dormitorio y llegó hasta la ventana, encaramándose a la baranda del balcón. Tuvo una hermosa sensación de vértigo en la boca del estómago cuando levantó su pierna derecha, antes de pasarla hacia el otro lado. Luego hizo lo mismo con la izquierda. Se sorprendió bastante al ver el fibroso poderío de sus muslos, pero mucho más aún al comprobar la tímida pequeñez de su nuevo sexo. En esa posición aferró la baranda con sus garras flamantes y la soltó por un momento. Repitió el jueguito varias veces. "Me voy a hacer pelota", pensó luego. Pero no le importaba. No concebía la más mínima satisfacción en su vida, de ahí en adelante. Se llenó de aire los pulmones y soltó la baranda. Tuvo algunas dudas: pensó en los chicos, en sus compañeros de trabajo y en su carrera. Después tomó impulso con sus piernas, inclinando aquellos poderosos músculos de sus pantorrillas. Le batía la sangre en las sienes velludas. Por fin tomaba una decisión: Saltó hacia adelante.
Quizás otra ráfaga de viento lo embolsó en el aire, no supo. Pero emitió aquel hermoso nuevo sonido que lo situaba en el mundo. El aire se le metió en las jóvenes membranas y un segundo más tarde Robertito remontaba vuelo hacia su primera noche, pensando que en esas condiciones le resultaría muy difícil conseguir una compañera.


A Bram.
A Franz.
A don Ernesto, claro.



Buenos Aires, entre 1992
y el día Internacional de la Mujer de 1993.


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