Fue un banquete digno de ser el final, en Palermo Viejo. No faltaron las ostras ni el champagne, el coniglio alla cacciatore, los hongos a las finas hierbas, la musaká griega y otras tantas exquisiteces de la cocina del Commendattore Giorgio Di Martino.
Hacía un calor
endemoniado, y quizás hayamos fallado en la elección del vino. Más que nada, la
noche estaba para un blanco liviano, uno de esos frutados que terminan
pareciendo no haber estado allí. Por decisión compartida entre los cuatro,
sorprendentemente sugerida por las damas, terminamos bebiendo un poderoso rosso di Sardegna, corpóreo y vital como
una mulata. La conversación fluía en un hilo dorado acerca de temas
trascendentes, tales como la rueda karmática de las reencarnaciones que propone
el budismo o la conveniencia de macerar el tofu
en limón o en vinagre.
Eventualmente,
Zago hacía participar a Di Martino, también conocido por error como Dannunzio,
posiblemente por el nombre del restorán. Esa noche il capitano, como también se lo llamaba, estaba exultante: Un
pequeño milagro lo había dejado exento de la desgracia que había azotado a todo
Palermo Viejo: Dannunzio Ristorante era
el único local en toda la calle que tenía energía eléctrica. Había colmado las
mesas dos veces esa noche, y la nuestra era la única supérstite hacia eso de
las cuatro de la mañana. Il capitano
hasta brindó por eso, lo que estaba terminantemente autocensurada por el propio
Di Martino es sus discursos anteriores disparados en otras noches, otras
chicas, otras vidas.
Quizás yo haya
bebido una copa de más. Tuve vergüenza de mi disfrazada resistencia varonil -quebrada
en un instante que yo pude reconocer- y lo identifiqué con esa dulce debilidad
femenina frente a los embates etílicos. Sentí autocompasión por aparecer ante
los demás como el idiota que arruina la fiesta justo después de la sobremesa
kilométrica, así que dije voy a comprar
cigarrillos. Me llevo la botella. Pero en lugar de eso, tomé de la mesa un
envase de agua mineral. Quería enjuagarme la boca ni bien expulsara lo que me
había caído mal. Habíamos probado de todo, bebido lo suficiente, degustado el
café... y tal parecía que un periodista no podía tolerarlo.
-Acá tenés, me
dijo Sandra siempre solícita. Me tendía un paquete de rubios. Yo n podía dar
explicaciones.
-Voy a comprar
cigarrillos, le contesté mirándola a los ojos desde los míos, posiblemente
bizcos. Noté que su rostro se desplazaba sin razón alguna hacia la izquierda,
despacio. Eso fue para mí la señal inequívoca de mi exceso.
Zago me miró con
su tranquilidad habitual y le hice una seña veloz con la mirada. No me
contestó. Supe que él estaba calmado "Yo
me llevo a las dos chicas", debe haber pensado.
Aunque casi no
había ruido, ni siquiera la tana Rossana -que estaba sentada al lado de Zago- escuchó
cuando le dije a él Diez minutos,
antes de salir a ese fresco delicioso que hay en Buenos Aires cuando acaba de
llover. Yo tenía ganas de vomitar. En diez años no me había pasado tamaña
estupidez. Supongo que todo ocurrió por el largo ayuno del día hasta la noche y
aquel tórrido clima de aquel mes de diciembre. Era el último verano del siglo, con un aire de lógica positivista que antecede a toda nueva centuria,
con la convicción del ilimitado avance perpetuo. (Aquella vez, ese avance se
cifraba en la tecnología; en el siglo anterior se había puesto el acento en el progreso
científico; la próxima vez, quién sabe...)
La tiniebla
confirmaba los vaticinios apocalípticos de Telenoche,
el noticiero de desastres mete-miedos de las ocho de la noche: invasión de
escorpiones en la ciudad de La Plata, devastadores incendios en Bariloche, mortandad
inusitada de peces en el río Paranacito. A todo esto, hacía una semana que un
millón de personas habían quedado a oscuras en la ciudad de Buenos Aries por un
incendio en cierta usina de almacenamiento y distribución de energía eléctrica.
La imprevisión
humana hacía estragos otra vez de todas las razones ulteriores de los hombres.
De pura casualidad, escuché que uno de los directivos de la compañía eléctrica
hablaba de un "acto de Dios".
(Durante la última tormenta, tres rayos habían caído sobre la usina en
cuestión)
En el medio de
esa mezcla posnuclear, Zago y yo teníamos una vez más a dos chicas, una noche
que pintaba para ser de las mejores... y con apenas una copa y media de ese tinto
sardo empecé a sentirme mal, con la fría sudoración que antecede a esos
cataclismos espasmódicos embebidos en ácido clorhídrico. Caminé con paso
falsamente seguro hacia la salida y pregunté por un kiosko cercano, para
comprar cigarrillos. El adicionista abrió un cajón de su mostrador y preguntó
-¿Qué marca
prefiere?
Se veía todo
tipo de ofertas.
-Quiero tabaco
cubano, mentí.
Puso cara de
decepción, lo que denotaba su firme contracción al trabajo. Estoy seguro que
esa noche anotó en algún cuaderno la posible necesidad futura de contar con mi
pedido. Mientras me explicaba dónde encontrar un kiosko, pude sentir las
miradas de Sandra y de Rossan, intrigadas por mi actitud.. Me recriminé la
pérdidad de tiempo, y me fui pensando que estaba haciendo la escena para las
chicas, que se habían sentado de frente a la caja registradora de
"Dannunzio Ristorante". Era un lugar ideal para la noble tarea de
conversar con una señorita antes de ir a la cama, como Dios manda.
Salí al acalle
serrano, convencido de mi regreso triunfal, con la sonrisa que merece toda dama
bien dotada para las lides amorosas, con la vertical recuperada y sin una pizca
de tabaco en los bolsillos.
Fui el único que
quiso probar esos hongos extrañamente sazonados, pensé. Barajé la posibilidad
de estar intoxicado por haber aceptado la exótica sugerencia de Di
Martino-Dannunzio. En ese caso, me bastaba esperar la ambulancia o lo que
viniera. Nunca nada sería nada insoportable: El dolor tiene el límite impreso
de nuestra tolerancia. Después de un umbral, uno se desmaya. Yo pensaba en mi ridículo:
El bochorno no está en lo que yo podría hacer esa noche, sino en la racionalización
posterior, en los inevitables "si yo hubiera". Vivíamos -yo y el
mundo- un tiempo de fronteras que seguramente compartíamos con miles de ostras
en la que cada una de las conchas aprendía a no arrepentirse de la propia
estupidez, y en lo personal yo me había propuesto unos nuevos vuelos cortos
hacia ningún sitio, unos viajes muy inseguros pero efectivos.
Se discutía
entonces la oferta homosexual callejera en Palermo Viejo y por una masacarada
del lenguaje se denominaba a esas calles como la Zona Roja. Yo había decidido meterme en un sitio inseguro, en un
salto de la sartén hacia el fuego. En esa época liminar, muchas ostras habíamos
caído en la cuenta de que todo hay incertidumbre y error, precariedad y riesgo,
y habíamos decidido deslizarnos. Tuve un poquito de miedo: Nunca un hombre me
había besado. Me reí con ganas. Yo había elegido los hongos, y un rato más
tarde...
Sonaba rara, como encendida.
Gracias a Dios,
esas palabras acudieron a mí en ese momento, en esos términos tangueros que yo
reconocía como propios. Causalidad o no, una música caliente de bandoneón
empezó a brotar desde una ventana, y me acompañó durante un buen trecho. No
tengo dudas que tenía el sello de Astor Piazzolla. Más tarde doblé hacia la
derecha. Tonto de mí y maniqueo al fin, pensé que seguía -de todos- el camino
más fácil. Ahí se me bifurcó la historia y yo no lo advertí en ese momento, por
la incapacidad que nos-ostras arrastramos para entender nuestros sucesivos
miles de presentes. Lo notable del caso es que la calle perpendicuar a Serrano,
que es donde yo creía que estaba, resultó ser una cortada rara, como apagada. Lo que en Buenos Aires se dice una boca de
lobos. Me gusta pensar desde esa noche que en esa imprecisa esquina del mundo
vive la contraluz. Yo elegí la sombra. Empecé a jugar, nervioso, con la botella
de agua -que estaba casi llena- pasándola de una mano a otra. El apagón debe
ser grande de verdad, me dije. Creo que estaba pensando en otras cosas.
Estaba convencido
de haber doblado por la recientemente bautizada calle Palestina (las sucesivas
administraciones ciudadanas se entretienen renombrando calles). Me sorprendió
la chatura de las casas y el fango ah{i en el piso. Un olor similar al que
inunda las callejuelas de Heliópolis se me estampó en el medio de los ojos, y
de inmediato recordé los hongos, la puta que los parió.
Anduve por esa
calle unos minutos, buscando el codo para doblar otra vez hacia la derecha. La
calleja parecía no tener fin. Me había metido en un barrio de conventillos, o
qué sé yo. Tuve ganas de desandar mi camino, pero al volverme descubrí que no
era capaz de reconocer el mínimo sentido de mi derrota: Ni las las estrellas
podían ayudarme, después de tanta lluvia. Las nubes encapotaban todo lo que el
cielo pudiera decirme, no importaba que yo entendiera o no su mensaje.
Deseé estar en
casa, por una vez.
A unos metros
hacia adelante, una luz tenue se perfilaba hacia la calle, desde un pasillo estrecho. Unos pasos
más allá, en otro portal oscuro como tantos, se recortaban unas largas piernas
estiradas hacia la calle, como la luz que lo precedía. Yo no podía ver el cuerpo desde la cintura hacia
arriba porque no lo permitía la imprecisa línea de construcción. Pensé que se
trataba de una pared de adobe. Tuve un primer impulso de cruzar la calle, pero
el barro y aquel olor extraño me disuadieron. Pensé que saltaría esas piernas
largas con sumo cuidado, para no llamar la atención, seguiría mi camino y
buenas noches. Estaba a punto de dar el salto cuando vi que el pobre tipo tenía
los pies desnudos, tintos en sangre. Me inundó un sentimiento de caridad como
nunca antes había experimentado. Ni se me ocurrió huir de semejante barrio. Al
contrario: Decidí que ésa era una persona que necesitaba de mi ayuda desde
hacía mucho tiempo, y que me había dado cuenta más bien tarde que temprano. (La
buena mesa...)
Era muy flaco, y
estaba vestido con una raída túnica pálida, sufrida, más bien antigua que
vieja. Pensé que era un hippie perdido en el tiempo. Ni me di cuenta del
momento en que decidí incorporarlo con toda suavidad hacia mí, tomándolo de los
brazos. Resultó muy liviano. Lo apoyé contra el muro y noté dos cosas: La
Primera, que lo rodeaba un ligero resplandor cremoso. Quizás alguna especie de luz
proyectada desde ningún sitio, como los fuegos de San Telmo, se hubiera hecho
presente. En todo caso, ese fulgor lechoso se movía con él, rodeándolo. La otra
cosa notoria fue que el pobre tenía también sangre en las manos. Tenía la cara
inclinada sobre su hombro izquierdo. Una mueca de dolor parecida a la
caricatura de una sonrisa le tajeaba los labios. Recuerdo haber pensado que el
dolor tiene un costado de patetismo que parece imposible de suscribir, cuando
es ajeno. El tipo tenía el pelo largo, peinado al medio y atado a la altura del
cuello.
Olía bien, dadas
las circunstancias. Una barba larga y tupida no alcanzaba a ocultar su juventud,
pero también era visible que se había pasado la vida caminando al sol: A su tez
arábiga se le sumaba el tan mentado agujero de ozono, uno de los temas con los
que Telenoche asustaba cada día a las
ancianas y a las amas de casa.
Tomé su mano
derecha y vertí con todo cuidado un pequeño chorrito de agua sobre la marca de
sangre. Estaba reseca: Saltaba en pequeñas figuras geométricas informes, que me
recordaron a los pedazos de cartón que cortaba mi padre para fabricar
calidoscopios caseros. El agua atravesó la mano como si estuviera agujereada.
Repetí la operación con los pies, y cuando estaba a punto de mover su cuerpo
(el otro brazo había quedado escondido detrás de la cintura) vi que el joven me
observaba, calmo. Portaba una sonrisa secreta al modo de la Mona Lisa.
-Estoy bien, me
dijo.
-No parece,
hermano, le contesté. -¿Te robaron?, le pregunté.
La violencia
urbana -junto a las calamidades naturales, el alza de los precios y la
insolidaridad, era uno de los temas más trillados en el noticiero de las ocho.
Me miró como si
no entendiera. Ahora sí, estoy seguro, me dedicó una sonrisa.
-No, no... Para
nada. Tuve un mal aterrizaje. A veces pasa.
A mí no me
importa lo que haga la gente con su vida, pero las drogas me sacan de quicio.
Relacioné su aterrizaje con un vuelo,
y me enojé un poco.
-¿Con qué te
diste?, le pregunté antes de darme cuenta de que no tenía ningún derecho a
interrogarlo, aunque el tipo parecía haber tocado fondo, después de tanto andar.
-No importa, perdoname, continué. -Tenemos que sacarte de acá. Sobre Honduras
hay una clínica, o un sanatorio, o algo así.
-No, no... Está
bien, me respondió. Después levantó la vista e intentó reconocer la calle.
-Qué oscuro...
Miró hacia ambos
lados y quedó cierto de que no se veía nada.
-¿Estamos en Palestina?,
me preguntó.
-Creo que sí. No
estoy seguro. Hay una apagón de la gran puta. Ya lleva una semana, por si no te
enteraste. Parecés desubicado, hermano. Acá a la vuelta está Dannunzio, si te
sirve el dato.
Pareció
inquieto.
-¿Una semana...?
Debe haber un error, dijo.
-Sí, claro. Flor
de error. Los responsables de esta hecatombe dijeron que se trataba de un acto
de Dios.
De pronto, justo
después de sus palabras, pareció sentirse bien. Se incorporó un poco en la casi
completa oscuridad.
- Y vos... ¿Qué
hacés acá?, me preguntó.
-Busco tabaco
cubano, le dije sonriendo. Me miró a los ojos y por un pequeño momento, creí
reconocerlo. Insistí:
-Ayudame a
levantarte. Yo tiro, y vos hacés fuerza.
-No... No. Estoy
bien. Tenía que hablar con el primero que pasara, y aquí estamos. Ya me siento
mucho mejor.
Metió la mano
entre los pliegues de la túnica. Sacó un paquete de cigarrillos y me lo tendió.
-El tabaco
cubano es fuerte, de verdad, dijo.
Yo separé un
cigarrillo y le ofrecí otro.
-No gracias. No
fumo, me dijo.
-¿Tenés fuego?,
le pregunté. Sacó un encendedor descartable, diminuto. Yo todavía tenía el
paquete de cigarrillos en la otra mano. Apoyé la botella de agua en el piso e hice
un huequito para evitar que la brisa tibia de verano me apagara la llama. En el
brevísimo instante del chispazo, leí algo así como "R el 6" en la
marquilla, pero no estoy seguro. Di una bocanada profunda.
Fue como si
hubiera tragado dos ladrillos que hubieran entrado -plenos- por la tráquea.
Tosí con fuerza. Noté que el tipo sonreía.
-Esto no es
tabaco, le dije.
Hizo un movimiento
casi imperceptible con la cabeza.
-¿Cómo te
llamás?, le pregunté antes de volver a toser. Creo que dijo
-Cristian. Y eso sí
es tabaco.
-¿Qué hacés por
acá, a esta hora?
Me miró con
ternura.
-Esperaba al
primero que pasara. Lo importante es qué hacés vos.
-Yo escribo,
respondí con automaticidad y un poco de fastidio, pensando en todo el despelote
que hay siempre en la redacción.
-Bueno, serás
vos, dijo Cristian como para sí mismo.
Quedamos en un
silencio idiota, porque me resistí a hacer una pregunta idiota.
Lancé una
parrafada:
Contame un poco
de vos. Nadie espera al primero que pase, proque puede cometer un gran error.
En general, tienen que pasar varios para que uno pueda dar con la persona
indicada, y aún así... puede haber error.
No tenía idea
sobre lo que yo mismo estaba diciendo, y para colmo mis palabras me sonaron a
las de un oráculo de pacotilla, un supuesto I Ching adulterado.
-Es cierto, dijo
con una serenidad que me invadió. Pero vengo con una especie de plan, en el que
nada está librado al azar, salvo por las voluntades ajenas.
-¿Me estás
jodiendo?, le pregunté.
Fue la única vez
que rió con ganas.
-Eso es lo que
pasa todo el tiempo; cuando decís una verdad grande como una casa, dudan de
vos. Otras veces, uno dice ciertas cosas que, en fin, son como bochazos a ver
qué pasa... Elipsis. Metáforas. Es como con los calidoscopios: Todos vemos
figuras diferentes. Y la gente queda encantada.
Me impresionó
que usara el ejemplo de un calidoscopio.
-¿Qué gente?, le
pregunté.
-Vos... Todos...
La gente a la que tengo que llegar.
-No es un buen
lugar para llegar la gente, Cristian. Te informo que debemos estar en el culo
del mundo.
Hizo un pequeño
esfuerzo y se incorporó. No necesitó de mi ayuda. Resultó ser más bajo de lo
que tamañas piernas me habían hecho suponer.
-A veces hay
errores, pero del error también se aprende. Y mucho. Vamos hacia allá.
Indicó la parte
más oscura de la noche. Pisaba con un poco de dificultad, pero iba
acostumbrándose. Le tendí mi mano derecha con la palma hacia arriba, y allí
apoyó su antebrazo izquierdo.
-Eso estuvo muy
bien, dijo. Miró el cielo y vaticinó:
-No va a llover
más.
Caminamos en
silencio durante un rato larguísimo, con esa clama de quienes tienen un destino
y saben cómo llegar a él. Tuve en claro que yo sólo acompañaba.
-¿Qué hacés por
acá?, insistí después de tomar impulso dos o tres veces.
-Qué sé yo...
dijo con resignación. A veces mi viejo me manda a hacer ciertos laburos, y
termino todo roto.
-Lo miré perplejo,
pero sólo fue un gesto, la mitad de un saludo. Todo lo demás -menos Cristian- se
veía cada vez menos. Tarde sentí que empezaba a encontrarle la onda al Flaco.
-¿No podés
decirle que no...? A tu viejo, digo.
-No quiero. Es
muy buen tipo, mi viejo, cantó Cristian -pero muy estricto en algunas cosas.
-¿Cuáles?
-Y... Siempre
quiere que me siente en el mismo lugar, por ejemplo.
-¿A qué se
dedica?
Cristian hizo un
gesto curioso y ambos reímos. Me di cuenta de que habíamos empezado a disfrutar
de nuestras diferencias. A mí me parecía conocerlo de toda la vida. Se lo dije,
pero no me hizo caso.
-¿Sabés qué...?.
dijo intrigante.
-No, contame.
-Vos no estabas
buscando tabaco cubano.
Llegamos a un lugar
que parecía una esquina, pero tenía un trazado irregular. Escuché el chapoteo
barroso de mis pies. Maldije el consejo de Zago, que inducía a usar los mejores
zapatos en los días de lluvia, porque son los que mejor aguantan los chubascos.
-Es verdad,
admití. -Les mentí a mis amigos y quedé convencido en la mentira. Salí del
restorán a vomitar.
Me soltó el brazo
y hurgó nuevamente debajo de la túnica. Sacó un frasquito de Reliverán.
-Tomá, me dijo.
-Te va a hacer fenómeno. Y no te preocupes por los zapatos.
Tomé unos
sorbitos del antihemético y le pregunté
-¿No tendrás
encanutados por ahí un poco de alcohol y unas gasas, para que te limpie las
manos y los pies?
-No, Tigre, me
respondió. -Esta pilcha funciona muy bien con las necesidades de casi todo el
mundo, pero a mí no m e sirve.
Hice un devoto
silencio. Algunos pájaros cantaron.
-No vas a
vomitar, dijo. -La verdad es que yo me cansé de estar solo y te hice salir del
restorán.
-Entonces, los
hongos...
-No te
preocupes. ¿Estaban buenos, no?
-Espectaculares.
-Tenés que
hacerme un favor.
-¿Yo, a vos...? Me parece que te equivocás, Cristian.
Tuve vergüenza. Quise confesarle todo, pero eso no es posible entre los agnósticos. Balbuceé
-No tenés idea de lo que yo deseaba hacer esta noche...
Tuve vergüenza. Quise confesarle todo, pero eso no es posible entre los agnósticos. Balbuceé
-No tenés idea de lo que yo deseaba hacer esta noche...
-Sí. Tengo. No
te aflijas.
Me había tomado
del antebrazo, como yo lo había hecho antes.
Empezó a
clarear.
-Contá conmigo, le
dije, y se me hizo un nudo en la garganta.
-No pareció
tanto, pero caminamos mucho en este tiempo. Diez minutos, siete días, dos mil
años...
La cosa se ponía
densa. Era sedante el rosicler, perfilando unos edificios bajos de la calle
Armenia.
No había más
barro y un viento suave les arrancaba su aroma delicioso a los jazmines.
Nos distrajo una
de esas señoras de barrio insomnes de las que nunca faltan. Salió de una casa
con una manguera en la mano para lavar su vereda. Nos miró extrañada con cara
de desconfianza, seguramente dudando si debía realizar su trabajo en ese
momento.
Descubrí que el
flaco ya no tenía puesta la túnica: Vestía una camisolablanca con mangas
enormes, que tapaban sus heridas y unos jeans gastados.
No recuerdo
haberle visto los pies.
-Deciles...
Hizo un silencio
moroso, me miró como buscando adentro de mis ojos si era verdad que yo entendía
y quiso terminar:
-Deciles que
dice el Jefe...
La señora abrió
la canilla y empezó a salir agua de la manguera, que se convulsionaba,
nerviosa, por las burbujas de aire en su interior. Cristian no le dio ni cinco
de pelota, pero a mí me parecía que nos iba a mojar los pies en cualquier
momento. Noté que mis zapatos estaban muy limpios, y pensé en un milagro por
parte de ese turro. Sonreí. Él me miraba a los ojos, con sosiego.
-Deciles que
dice el Jefe que los noticieros son una mentira. Deciles que sean felices.
Luego me tomó la
cara entre sus manos. Yo lo dejé hacer. Olía a rosas. Después me dio un beso en
la boca. Debo admitir que fue encantador.
La señora de la
manguera lanzó una clara blasfemia. Ahora sí se acercó peligrosamente el chorro
de la manguera hasta nuestros pies.
Entonces
Cristian echó a andar por Armenia hacia el este, donde salía el sol. Dobló hacia
el norte en El Salvador y yo, que había quedado extasiado con mi primer beso,
de pronto me sentí muy solo. La mañana prometía un tiempo hermoso, del todo
justo y necesario, con un sol panzón y permisivo que refutaba todo el detrito
de la radio y la tele, esas letrinas surgentes.
Ese mismo sol
lamía la cabecera de mi cama cuando al fin pude tirarme a descansar. Me
prometía que debía contarle lo que me ocurrió esa noche a mucha gente, y esa
idea desvaneció por completo mi sensación de soledad. Eso sí: Me reí solo,
mucho, como un loco, cuando recordé que salí corriendo detrás del flaco, pero
nunca volví a verlo. He escuchado que mucha gente se ha perdido en los
alrededores de Borges y Costa Rica.
Publicado por Editorial Vinciguerra como "El último verano porteño del milenio pasado" en 2001.
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