sábado, 19 de septiembre de 2015

Aquel verano porteño


Fue un banquete digno de ser el final, en Palermo Viejo. No faltaron las ostras ni el champagne, el coniglio alla cacciatore, los hongos a las finas hierbas, la musaká griega y otras tantas exquisiteces de la cocina del Commendattore Giorgio Di Martino.
Hacía un calor endemoniado, y quizás hayamos fallado en la elección del vino. Más que nada, la noche estaba para un blanco liviano, uno de esos frutados que terminan pareciendo no haber estado allí. Por decisión compartida entre los cuatro, sorprendentemente sugerida por las damas, terminamos bebiendo un poderoso rosso di Sardegna, corpóreo y vital como una mulata. La conversación fluía en un hilo dorado acerca de temas trascendentes, tales como la rueda karmática de las reencarnaciones que propone el budismo o la conveniencia de macerar el tofu en limón o en vinagre.
Eventualmente, Zago hacía participar a Di Martino, también conocido por error como Dannunzio, posiblemente por el nombre del restorán. Esa noche il capitano, como también se lo llamaba, estaba exultante: Un pequeño milagro lo había dejado exento de la desgracia que había azotado a todo Palermo Viejo: Dannunzio Ristorante era el único local en toda la calle que tenía energía eléctrica. Había colmado las mesas dos veces esa noche, y la nuestra era la única supérstite hacia eso de las cuatro de la mañana. Il capitano hasta brindó por eso, lo que estaba terminantemente autocensurada por el propio Di Martino es sus discursos anteriores disparados en otras noches, otras chicas, otras vidas.
Quizás yo haya bebido una copa de más. Tuve vergüenza de mi disfrazada resistencia varonil -quebrada en un instante que yo pude reconocer- y lo identifiqué con esa dulce debilidad femenina frente a los embates etílicos. Sentí autocompasión por aparecer ante los demás como el idiota que arruina la fiesta justo después de la sobremesa kilométrica, así que dije voy a comprar cigarrillos. Me llevo la botella. Pero en lugar de eso, tomé de la mesa un envase de agua mineral. Quería enjuagarme la boca ni bien expulsara lo que me había caído mal. Habíamos probado de todo, bebido lo suficiente, degustado el café... y tal parecía que un periodista no podía tolerarlo.
-Acá tenés, me dijo Sandra siempre solícita. Me tendía un paquete de rubios. Yo n podía dar explicaciones.
-Voy a comprar cigarrillos, le contesté mirándola a los ojos desde los míos, posiblemente bizcos. Noté que su rostro se desplazaba sin razón alguna hacia la izquierda, despacio. Eso fue para mí la señal inequívoca de mi exceso.
Zago me miró con su tranquilidad habitual y le hice una seña veloz con la mirada. No me contestó. Supe que él estaba calmado "Yo me llevo a las dos chicas", debe haber pensado.
Aunque casi no había ruido, ni siquiera la tana Rossana -que estaba sentada al lado de Zago- escuchó cuando le dije a él Diez minutos, antes de salir a ese fresco delicioso que hay en Buenos Aires cuando acaba de llover. Yo tenía ganas de vomitar. En diez años no me había pasado tamaña estupidez. Supongo que todo ocurrió por el largo ayuno del día hasta la noche y aquel tórrido clima de aquel mes de diciembre. Era el último verano del siglo, con un aire de lógica positivista que antecede a toda nueva centuria, con la convicción del ilimitado avance perpetuo. (Aquella vez, ese avance se cifraba en la tecnología; en el siglo anterior se había puesto el acento en el progreso científico; la próxima vez, quién sabe...)
La tiniebla confirmaba los vaticinios apocalípticos de Telenoche, el noticiero de desastres mete-miedos de las ocho de la noche: invasión de escorpiones en la ciudad de La Plata, devastadores incendios en Bariloche, mortandad inusitada de peces en el río Paranacito. A todo esto, hacía una semana que un millón de personas habían quedado a oscuras en la ciudad de Buenos Aries por un incendio en cierta usina de almacenamiento y distribución de energía eléctrica.
La imprevisión humana hacía estragos otra vez de todas las razones ulteriores de los hombres. De pura casualidad, escuché que uno de los directivos de la compañía eléctrica hablaba de un "acto de Dios". (Durante la última tormenta, tres rayos habían caído sobre la usina en cuestión)
En el medio de esa mezcla posnuclear, Zago y yo teníamos una vez más a dos chicas, una noche que pintaba para ser de las mejores... y con apenas una copa y media de ese tinto sardo empecé a sentirme mal, con la fría sudoración que antecede a esos cataclismos espasmódicos embebidos en ácido clorhídrico. Caminé con paso falsamente seguro hacia la salida y pregunté por un kiosko cercano, para comprar cigarrillos. El adicionista abrió un cajón de su mostrador y preguntó
-¿Qué marca prefiere?
Se veía todo tipo de ofertas.
-Quiero tabaco cubano, mentí.
Puso cara de decepción, lo que denotaba su firme contracción al trabajo. Estoy seguro que esa noche anotó en algún cuaderno la posible necesidad futura de contar con mi pedido. Mientras me explicaba dónde encontrar un kiosko, pude sentir las miradas de Sandra y de Rossan, intrigadas por mi actitud.. Me recriminé la pérdidad de tiempo, y me fui pensando que estaba haciendo la escena para las chicas, que se habían sentado de frente a la caja registradora de "Dannunzio Ristorante". Era un lugar ideal para la noble tarea de conversar con una señorita antes de ir a la cama, como Dios manda.
Salí al acalle serrano, convencido de mi regreso triunfal, con la sonrisa que merece toda dama bien dotada para las lides amorosas, con la vertical recuperada y sin una pizca de tabaco en los bolsillos.
Fui el único que quiso probar esos hongos extrañamente sazonados, pensé. Barajé la posibilidad de estar intoxicado por haber aceptado la exótica sugerencia de Di Martino-Dannunzio. En ese caso, me bastaba esperar la ambulancia o lo que viniera. Nunca nada sería nada insoportable: El dolor tiene el límite impreso de nuestra tolerancia. Después de un umbral, uno se desmaya. Yo pensaba en mi ridículo: El bochorno no está en lo que yo podría hacer esa noche, sino en la racionalización posterior, en los inevitables "si yo hubiera". Vivíamos -yo y el mundo- un tiempo de fronteras que seguramente compartíamos con miles de ostras en la que cada una de las conchas aprendía a no arrepentirse de la propia estupidez, y en lo personal yo me había propuesto unos nuevos vuelos cortos hacia ningún sitio, unos viajes muy inseguros pero efectivos.
Se discutía entonces la oferta homosexual callejera en Palermo Viejo y por una masacarada del lenguaje se denominaba a esas calles como la Zona Roja. Yo había decidido meterme en un sitio inseguro, en un salto de la sartén hacia el fuego. En esa época liminar, muchas ostras habíamos caído en la cuenta de que todo hay incertidumbre y error, precariedad y riesgo, y habíamos decidido deslizarnos. Tuve un poquito de miedo: Nunca un hombre me había besado. Me reí con ganas. Yo había elegido los hongos, y un rato más tarde...
Sonaba rara, como encendida.
Gracias a Dios, esas palabras acudieron a mí en ese momento, en esos términos tangueros que yo reconocía como propios. Causalidad o no, una música caliente de bandoneón empezó a brotar desde una ventana, y me acompañó durante un buen trecho. No tengo dudas que tenía el sello de Astor Piazzolla. Más tarde doblé hacia la derecha. Tonto de mí y maniqueo al fin, pensé que seguía -de todos- el camino más fácil. Ahí se me bifurcó la historia y yo no lo advertí en ese momento, por la incapacidad que nos-ostras arrastramos para entender nuestros sucesivos miles de presentes. Lo notable del caso es que la calle perpendicuar a Serrano, que es donde yo creía que estaba, resultó ser una cortada rara, como apagada. Lo que en Buenos Aires se dice una boca de lobos. Me gusta pensar desde esa noche que en esa imprecisa esquina del mundo vive la contraluz. Yo elegí la sombra. Empecé a jugar, nervioso, con la botella de agua -que estaba casi llena- pasándola de una mano a otra. El apagón debe ser grande de verdad, me dije. Creo que estaba pensando en otras cosas.
Estaba convencido de haber doblado por la recientemente bautizada calle Palestina (las sucesivas administraciones ciudadanas se entretienen renombrando calles). Me sorprendió la chatura de las casas y el fango ah{i en el piso. Un olor similar al que inunda las callejuelas de Heliópolis se me estampó en el medio de los ojos, y de inmediato recordé los hongos, la puta que los parió.
Anduve por esa calle unos minutos, buscando el codo para doblar otra vez hacia la derecha. La calleja parecía no tener fin. Me había metido en un barrio de conventillos, o qué sé yo. Tuve ganas de desandar mi camino, pero al volverme descubrí que no era capaz de reconocer el mínimo sentido de mi derrota: Ni las las estrellas podían ayudarme, después de tanta lluvia. Las nubes encapotaban todo lo que el cielo pudiera decirme, no importaba que yo entendiera o no su mensaje.
Deseé estar en casa, por una vez.
A unos metros hacia adelante, una luz tenue se perfilaba hacia la calle, desde un pasillo estrecho. Unos pasos más allá, en otro portal oscuro como tantos, se recortaban unas largas piernas estiradas hacia la calle, como la luz que lo precedía. Yo no podía ver el cuerpo desde la cintura hacia arriba porque no lo permitía la imprecisa línea de construcción. Pensé que se trataba de una pared de adobe. Tuve un primer impulso de cruzar la calle, pero el barro y aquel olor extraño me disuadieron. Pensé que saltaría esas piernas largas con sumo cuidado, para no llamar la atención, seguiría mi camino y buenas noches. Estaba a punto de dar el salto cuando vi que el pobre tipo tenía los pies desnudos, tintos en sangre. Me inundó un sentimiento de caridad como nunca antes había experimentado. Ni se me ocurrió huir de semejante barrio. Al contrario: Decidí que ésa era una persona que necesitaba de mi ayuda desde hacía mucho tiempo, y que me había dado cuenta más bien tarde que temprano. (La buena mesa...)
Era muy flaco, y estaba vestido con una raída túnica pálida, sufrida, más bien antigua que vieja. Pensé que era un hippie perdido en el tiempo. Ni me di cuenta del momento en que decidí incorporarlo con toda suavidad hacia mí, tomándolo de los brazos. Resultó muy liviano. Lo apoyé contra el muro y noté dos cosas: La Primera, que lo rodeaba un ligero resplandor cremoso. Quizás alguna especie de luz proyectada desde ningún sitio, como los fuegos de San Telmo, se hubiera hecho presente. En todo caso, ese fulgor lechoso se movía con él, rodeándolo. La otra cosa notoria fue que el pobre tenía también sangre en las manos. Tenía la cara inclinada sobre su hombro izquierdo. Una mueca de dolor parecida a la caricatura de una sonrisa le tajeaba los labios. Recuerdo haber pensado que el dolor tiene un costado de patetismo que parece imposible de suscribir, cuando es ajeno. El tipo tenía el pelo largo, peinado al medio y atado a la altura del cuello.
Olía bien, dadas las circunstancias. Una barba larga y tupida no alcanzaba a ocultar su juventud, pero también era visible que se había pasado la vida caminando al sol: A su tez arábiga se le sumaba el tan mentado agujero de ozono, uno de los temas con los que Telenoche asustaba cada día a las ancianas y a las amas de casa.
Tomé su mano derecha y vertí con todo cuidado un pequeño chorrito de agua sobre la marca de sangre. Estaba reseca: Saltaba en pequeñas figuras geométricas informes, que me recordaron a los pedazos de cartón que cortaba mi padre para fabricar calidoscopios caseros. El agua atravesó la mano como si estuviera agujereada. Repetí la operación con los pies, y cuando estaba a punto de mover su cuerpo (el otro brazo había quedado escondido detrás de la cintura) vi que el joven me observaba, calmo. Portaba una sonrisa secreta al modo de la Mona Lisa.
-Estoy bien, me dijo.
-No parece, hermano, le contesté. -¿Te robaron?, le pregunté.
La violencia urbana -junto a las calamidades naturales, el alza de los precios y la insolidaridad, era uno de los temas más trillados en el noticiero de las ocho.
Me miró como si no entendiera. Ahora sí, estoy seguro, me dedicó una sonrisa.
-No, no... Para nada. Tuve un mal aterrizaje. A veces pasa.
A mí no me importa lo que haga la gente con su vida, pero las drogas me sacan de quicio. Relacioné su aterrizaje con un vuelo, y me enojé un poco.
-¿Con qué te diste?, le pregunté antes de darme cuenta de que no tenía ningún derecho a interrogarlo, aunque el tipo parecía haber tocado fondo, después de tanto andar. -No importa, perdoname, continué. -Tenemos que sacarte de acá. Sobre Honduras hay una clínica, o un sanatorio, o algo así.
-No, no... Está bien, me respondió. Después levantó la vista e intentó reconocer la calle.
-Qué oscuro...
Miró hacia ambos lados y quedó cierto de que no se veía nada.
-¿Estamos en Palestina?, me preguntó.
-Creo que sí. No estoy seguro. Hay una apagón de la gran puta. Ya lleva una semana, por si no te enteraste. Parecés desubicado, hermano. Acá a la vuelta está Dannunzio, si te sirve el dato.
Pareció inquieto.
-¿Una semana...? Debe haber un error, dijo.
-Sí, claro. Flor de error. Los responsables de esta hecatombe dijeron que se trataba de un acto de Dios.
De pronto, justo después de sus palabras, pareció sentirse bien. Se incorporó un poco en la casi completa oscuridad.
- Y vos... ¿Qué hacés acá?, me preguntó.
-Busco tabaco cubano, le dije sonriendo. Me miró a los ojos y por un pequeño momento, creí reconocerlo. Insistí:
-Ayudame a levantarte. Yo tiro, y vos hacés fuerza.
-No... No. Estoy bien. Tenía que hablar con el primero que pasara, y aquí estamos. Ya me siento mucho mejor.
Metió la mano entre los pliegues de la túnica. Sacó un paquete de cigarrillos y me lo tendió.
-El tabaco cubano es fuerte, de verdad, dijo.
Yo separé un cigarrillo y le ofrecí otro.
-No gracias. No fumo, me dijo.
-¿Tenés fuego?, le pregunté. Sacó un encendedor descartable, diminuto. Yo todavía tenía el paquete de cigarrillos en la otra mano. Apoyé la botella de agua en el piso e hice un huequito para evitar que la brisa tibia de verano me apagara la llama. En el brevísimo instante del chispazo, leí algo así como "R el 6" en la marquilla, pero no estoy seguro. Di una bocanada profunda.
Fue como si hubiera tragado dos ladrillos que hubieran entrado -plenos- por la tráquea. Tosí con fuerza. Noté que el tipo sonreía.
-Esto no es tabaco, le dije.
Hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza.
-¿Cómo te llamás?, le pregunté antes de volver a toser. Creo que dijo
-Cristian.  Y eso es tabaco.
-¿Qué hacés por acá, a esta hora?
Me miró con ternura.
-Esperaba al primero que pasara. Lo importante es qué hacés vos.
-Yo escribo, respondí con automaticidad y un poco de fastidio, pensando en todo el despelote que hay siempre en la redacción.
-Bueno, serás vos, dijo Cristian como para sí mismo.
Quedamos en un silencio idiota, porque me resistí a hacer una pregunta idiota.
Lancé una parrafada:
Contame un poco de vos. Nadie espera al primero que pase, proque puede cometer un gran error. En general, tienen que pasar varios para que uno pueda dar con la persona indicada, y aún así... puede haber error.
No tenía idea sobre lo que yo mismo estaba diciendo, y para colmo mis palabras me sonaron a las de un oráculo de pacotilla, un supuesto I Ching adulterado.
-Es cierto, dijo con una serenidad que me invadió. Pero vengo con una especie de plan, en el que nada está librado al azar, salvo por las voluntades ajenas.
-¿Me estás jodiendo?, le pregunté.
Fue la única vez que rió con ganas.
-Eso es lo que pasa todo el tiempo; cuando decís una verdad grande como una casa, dudan de vos. Otras veces, uno dice ciertas cosas que, en fin, son como bochazos a ver qué pasa... Elipsis. Metáforas. Es como con los calidoscopios: Todos vemos figuras diferentes. Y la gente queda encantada.
Me impresionó que usara el ejemplo de un calidoscopio.
-¿Qué gente?, le pregunté.
-Vos... Todos... La gente a la que tengo que llegar.
-No es un buen lugar para llegar la gente, Cristian. Te informo que debemos estar en el culo del mundo.
Hizo un pequeño esfuerzo y se incorporó. No necesitó de mi ayuda. Resultó ser más bajo de lo que tamañas piernas me habían hecho suponer.
-A veces hay errores, pero del error también se aprende. Y mucho. Vamos hacia allá.
Indicó la parte más oscura de la noche. Pisaba con un poco de dificultad, pero iba acostumbrándose. Le tendí mi mano derecha con la palma hacia arriba, y allí apoyó su antebrazo izquierdo.
-Eso estuvo muy bien, dijo. Miró el cielo y vaticinó:
-No va a llover más.
Caminamos en silencio durante un rato larguísimo, con esa clama de quienes tienen un destino y saben cómo llegar a él. Tuve en claro que yo sólo acompañaba.
-¿Qué hacés por acá?, insistí después de tomar impulso dos o tres veces.
-Qué sé yo... dijo con resignación. A veces mi viejo me manda a hacer ciertos laburos, y termino todo roto.
-Lo miré perplejo, pero sólo fue un gesto, la mitad de un saludo. Todo lo demás -menos Cristian- se veía cada vez menos. Tarde sentí que empezaba a encontrarle la onda al Flaco.
-¿No podés decirle que no...? A tu viejo, digo.
-No quiero. Es muy buen tipo, mi viejo, cantó Cristian -pero muy estricto en algunas cosas.
-¿Cuáles?
-Y... Siempre quiere que me siente en el mismo lugar, por ejemplo.
-¿A qué se dedica?
Cristian hizo un gesto curioso y ambos reímos. Me di cuenta de que habíamos empezado a disfrutar de nuestras diferencias. A mí me parecía conocerlo de toda la vida. Se lo dije, pero no me hizo caso.
-¿Sabés qué...?. dijo intrigante.
-No, contame.
-Vos no estabas buscando tabaco cubano.
Llegamos a un lugar que parecía una esquina, pero tenía un trazado irregular. Escuché el chapoteo barroso de mis pies. Maldije el consejo de Zago, que inducía a usar los mejores zapatos en los días de lluvia, porque son los que mejor aguantan los chubascos.
-Es verdad, admití. -Les mentí a mis amigos y quedé convencido en la mentira. Salí del restorán a vomitar.
Me soltó el brazo y hurgó nuevamente debajo de la túnica. Sacó un frasquito de Reliverán.
-Tomá, me dijo. -Te va a hacer fenómeno. Y no te preocupes por los zapatos.
Tomé unos sorbitos del antihemético y le pregunté
-¿No tendrás encanutados por ahí un poco de alcohol y unas gasas, para que te limpie las manos y los pies?
-No, Tigre, me respondió. -Esta pilcha funciona muy bien con las necesidades de casi todo el mundo, pero a mí no m e sirve.
Hice un devoto silencio. Algunos pájaros cantaron.
-No vas a vomitar, dijo. -La verdad es que yo me cansé de estar solo y te hice salir del restorán.
-Entonces, los hongos...
-No te preocupes. ¿Estaban buenos, no?
-Espectaculares.
-Tenés que hacerme un favor.
-¿Yo, a vos...? Me parece que te equivocás, Cristian.
Tuve vergüenza. Quise confesarle todo, pero eso no es posible entre los agnósticos. Balbuceé
-No tenés idea de lo que yo deseaba hacer esta noche...
-Sí. Tengo. No te aflijas.
Me había tomado del antebrazo, como yo lo había hecho antes.
Empezó a clarear.
-Contá conmigo, le dije, y se me hizo un nudo en la garganta.
-No pareció tanto, pero caminamos mucho en este tiempo. Diez minutos, siete días, dos mil años...
La cosa se ponía densa. Era sedante el rosicler, perfilando unos edificios bajos de la calle Armenia.
No había más barro y un viento suave les arrancaba su aroma delicioso a los jazmines.
Nos distrajo una de esas señoras de barrio insomnes de las que nunca faltan. Salió de una casa con una manguera en la mano para lavar su vereda. Nos miró extrañada con cara de desconfianza, seguramente dudando si debía realizar su trabajo en ese momento.
Descubrí que el flaco ya no tenía puesta la túnica: Vestía una camisolablanca con mangas enormes, que tapaban sus heridas y unos jeans gastados.
No recuerdo haberle visto los pies.
-Deciles...
Hizo un silencio moroso, me miró como buscando adentro de mis ojos si era verdad que yo entendía y quiso terminar:
-Deciles que dice el Jefe...
La señora abrió la canilla y empezó a salir agua de la manguera, que se convulsionaba, nerviosa, por las burbujas de aire en su interior. Cristian no le dio ni cinco de pelota, pero a mí me parecía que nos iba a mojar los pies en cualquier momento. Noté que mis zapatos estaban muy limpios, y pensé en un milagro por parte de ese turro. Sonreí. Él me miraba a los ojos, con sosiego.
-Deciles que dice el Jefe que los noticieros son una mentira. Deciles que sean felices.
Luego me tomó la cara entre sus manos. Yo lo dejé hacer. Olía a rosas. Después me dio un beso en la boca. Debo admitir que fue encantador.
La señora de la manguera lanzó una clara blasfemia. Ahora sí se acercó peligrosamente el chorro de la manguera hasta nuestros pies.
Entonces Cristian echó a andar por Armenia hacia el este, donde salía el sol. Dobló hacia el norte en El Salvador y yo, que había quedado extasiado con mi primer beso, de pronto me sentí muy solo. La mañana prometía un tiempo hermoso, del todo justo y necesario, con un sol panzón y permisivo que refutaba todo el detrito de la radio y la tele, esas letrinas surgentes.
Ese mismo sol lamía la cabecera de mi cama cuando al fin pude tirarme a descansar. Me prometía que debía contarle lo que me ocurrió esa noche a mucha gente, y esa idea desvaneció por completo mi sensación de soledad. Eso sí: Me reí solo, mucho, como un loco, cuando recordé que salí corriendo detrás del flaco, pero nunca volví a verlo. He escuchado que mucha gente se ha perdido en los alrededores de Borges y Costa Rica.


 Publicado por Editorial Vinciguerra como "El último verano porteño del milenio pasado" en 2001.


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