El joven médico caminaba por el pasillo
interminable, cansado en el alma de tanto haber andado, pese a que aquel era su
primer día de trabajo. El viejo doctor le había advertido que ésa era la peor
de todas las salas del nosocomio. Allí depositaban a los enfermos que se
resistían a morir pese a que toda la ciencia estaba en contra de ellos.
Una mujer salió de entre las camas con
la cara desencajada.
-Doctor, le dijo.
-El análisis decía mastopatía con focos adenosíticos y microcalcifcaciones y
sin embargo me arrancaron las dos mamas y un ovario. ¿Cree Usted que es justo?
-Debería
ver primero la hoja clínica, contestó el joven profesional. La mujer seguía
mirándolo profundamente, escrutándolo para saber si el médico estaba
mintiéndole.
-Permiso,
dijo el joven.
Apartó a la mujer suavemente, pero con
firmeza, tomándola por los hombros. Los dos enfermos siguientes estaban en la
antesala de la muerte. Los miró con un poco de asco y continuó su camino. Otro
paciente muy viejo, al verlos levantó su mano en forma suplicante. El doctor se
acercó hasta la cama del anciano.
-¿Sí?...
le preguntó el doctor.
-Ahhhh...
le dijo el vejestorio.
-Sí,
repitió el practicante con seguridad y una sonrisa falsa en la boca. Los dedos
del hombre comenzaron a temblar y a agitarse en una imploración para que el
médico se agachara. lo que finalmente hizo. Su cara quedó enfrentada a la de
esa cosa rancia acostada en la cama que lo miró a los ojos y habló nuevamente:
-Ahhhh...
repitió. Olía a café con leche.
-Sí,
dijo el joven médico por tercera vez. -Sí, claro. le aseguró. Luego se
desprendió de esa atracción viscosa que emanaba del viejo y siguió caminando.
Dos camas más adelante lo esperaba, amenazador, un hombrón punk de pelos verdes
y azules. Dos enfermeros adoptaron una actitud un poco más atenta. pero no se
movieron de su pequeña caseta de vidrio. El joven médico les hizo una seña de
inteligencia con los ojos. para tranquilizarlos. Como aprendía muy rápido. se
le adelantó al punk:
-Permítame
ver... le dijo mientras simulaba leer una hoja con la supuesta evolución del
paciente.
-Ahá,
dijo sin haber leído una sola línea.
-A bi be jodiedon, farfulló el hombrote. Por
su excesiva estatura, miraba al joven hacia abajo. Mantenía una mano en la
cintura y con un borceguí marcaba el ritmo de una música que nadie escuchaba.
-Dizen que tengo zida y be zacadon todoz 1oz dientez.
-Déjeme
ver su espalda.
Confundido y un poco a contra gusto, el
hombrón se dio vuelta y levantó la parte de atrás de su musculosa. Quedó a la
vista una poderosa masa de fibras. Una horrible mancha rosada amenazaba crecer
en su omóplato derecho. El joven médico aprovechó para escapar despacito y en
puntas de pie hacia la caseta de vidrio.
-Si
me sigue, atájenlo. les dijo a los guardias con una sonrisa cómplice. Cuando
estaba por atravesar la doble puerta batiente de salida. reconoció tras el
vidrio la cara contrariada de su antiguo maestro.
-Bueno,
no es que yo tome este paseo de su parte como una falta de disciplina. pero
creí haberle dicho que no era conveniente hacer visitas a la sala roja.
especialmente sin compañía. ¿Cómo se siente?
-Tengo
una profunda lástima, le contestó el joven.
-Es
un sentimiento que uno puede expulsar solamente con el correr del tiempo, a
medida que uno gana en experiencia. Creo que forma parte de nuestra profesión.
Sólo cuando comprendemos que estas personas son la materia prima de nuestro
trabajo. éste puede desarrollarse positivamente dentro de nosotros...
Asumió aquella actitud doctoral que
solía tener en los claustros. Agachó un poco la cabeza. mientras que con su
mano derecha tomaba su muñeca izquierda. a sus espaldas. Así le gustaba
caminar, y el practicante recordó que por ese gesto los estudiantes lo llamaban
"el peripatético". Imperceptiblemente. el joven sonrió. El anciano
doctor continuaba:
-...por
todo ello, es hasta necesario que usted no se involucre emocionalmente con
aquello que anteriormente definíamos como "nuestra materia prima". El joven médico reaccionó como si
despertase.
-Con todo respeto, Maestro...
-Sí,
dígame, le contestó el viejo.
-Me
parece que no me expliqué como debía. Cuando ellos me hablaban, solamente
quería salir de allí. Quería saber (quizás mágicamente, sin tocarlos siquiera)
si era posible ayudarlos, o no. No me importaba quién de ellos tuviera que
morir o sanar. No me importaba la historia personal de cada una de esas lacras.
Hubiera querido averiguar si uno de esos infelices podía sanar, insisto,
milagrosamente, pero sólo para formar parte del milagro, y así aparecer en la
revista médica. Ellos no me provocan ningún sentimiento, y eso fue lo que me
dio lástima. Pero nada más. El viejo doctor se sorprendió por su propia
ingenuidad.
-Y
ahora, Maestro, si me disculpa, he de acudir a la sala P.C.R., que es lo que
realmente me interesa.
Por el pasillo que conducía a la sala
de Pacientes con Recursos venía caminando una doctora que saludó al joven
practicante con una sonrisa. Cuando ella llegó hasta donde estaba el viejo
maestro, se sorprendió al verlo en esa actitud contemplativa.
Poniendo otra vez sus manos por la
espalda, levantó la cabeza, señalando con su barbilla al joven doctor, que se
alejaba hacia la otra sala. El maestro tenía los ojos brillantes, por la
emoción.
-Como
su padre, le dijo a la doctora, -será un gran médico.
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